‘El boxeador’, de Alfons Cervera

El boxeador

Alfons Cervera

Piel de Zapa

Barcelona, 2024

150 páginas

 

Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

Charles Chaplin idea una escena deliciosa: un mendigo, su personaje más popular, Charlot, encerrado en una cabaña en Alaska, muerto de hambre, se come su propia bota; pero no la devora con una pasión salvaje, sino que guarda la compostura en cada uno de sus gestos, limpiando la vajilla, mimando la bota dentro del agua caliente, agarrando los cubiertos con la cortesía del protocolo; el mensaje que nos llega es, claramente, el de la dignidad de la pobreza. La pobreza es una derrota. Hablar de la dignidad de la pobreza es lo mismo que hablar de la dignidad de la derrota. Si bien puede haber otras formas de estar en el lado opuesto de los vencedores, como en un partido de fútbol o baloncesto. Pero estos deportes que enfrentan a dos equipos se reproducen dentro del espíritu de las batallas. Esto nos lleva hasta los mayores perdedores que se han gestado jamás, que son los que sufren la derrota en la guerra. Condenados a la pobreza, a formas de miseria, se les priva incluso de voz, pues el relato que se instala es el de su oponente. De ahí el proyecto literario de alguien como Alfons Cervera (Gestalgar, Valencia, 1947), que nos lleva a los años posteriores a la Guerra Civil y a lugares alejados de las grandes poblaciones. Allí, en el mundo rural, en el monte, se esconden las historias que nadie va a heredar, las historias que él ve necesario crear, porque su obra es ficción, pero se nutre de lo posible. No hay nada que no pudiera haber sucedido y que, casi seguro, en realidad sucedió en términos muy semejantes a los que él utiliza.

Un anciano regresa a su pueblo de origen, desde el exilio en Francia, y lo hace solo. La soledad es fundamental para construir una narración, y también para saldar cuentas. A partir del reencuentro con el lugar, del que lamenta la desaparición por culpa de las pisadas del progreso, se entrega a fragmentos de memoria. Estos van construyendo la novela encadenando pequeños relatos que funcionan con autonomía, y que están unidos por una voz que es vital y crepuscular a un tiempo. Nuestro narrador nos habla de «uno más de los olvidos con los que se ha ido construyendo la vida en Los Yesares», para referirse a las historias que recrea. Certezas en su memoria, olvidos en la memoria social. «No le dije, porque entonces no lo sabía, que las guerras empiezan cuando empiezan y no se acaban nunca», comenta, explicando esta actualidad sobre la que construir todo un proyecto literario: el de aclarar que hubo vencedores y vencidos, que hay pobres y ricos, humillados y violentos. «Soy el crío al que los civiles quemaron los dedos con un soplete y se me quedaron las uñas azules para toda la vida», dice, este hombre cuya infancia no fue feliz y siente que la memoria le está fallando, de ahí esa necesidad de narrar, de hablar sobre la dignidad de la derrota. Esta es la dignidad que padece la mayor parte de la población, la de quienes en lugar de escribir la historia, como decía Camus, la sufren. Es decir, estos son los hombres y mujeres sobre los que se debería hablar cuando tratamos con la historia. Estos somos nosotros.

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