“Dune, parte 2”, de Denis Villeneuve
JOSÉ LUIS MUÑOZ
Apabullante. Ese creo que es el adjetivo que mejor casa con la segunda parte de Dune que también hago extensiva a la primera. El canadiense Denis Villeneuve puede que esté recogiendo el testigo del cine espectáculo que en tan altas cotas ha dejado el octogenario e hiperactivo Ridley Scott. El tratamiento de la imagen para contar la historia épica ideada por Frank Herbert es sencillamente impecable. La puesta en escena, perfecta. operística. Las acciones de masas extraordinarias porque a pesar de que uno se fije en el movimiento de esos miles de extras no se ve el artificio. La construcción de los escenarios de pesadilla, a la altura de los Alien, por poner un ejemplo próximo. La selección de los escenarios naturales (esas dunas impresionantes del desierto de Abu Dabi, y ese angosto desfiladero de Jordania) bien escogidos. Pero algo falla en la película a pesar de la excelente realización y de su factura técnica superlativa: la historia. Y con ella, la emoción.
Hay poquita historia, seamos sinceros, en esta segunda parte más allá que esas luchas por el poder dentro de las dinastías que bien podrían remitirnos a El señor de los anillos o a Juego de tronos. En realidad Dune, la 1 y la 2, parecen historias hundidas en el medioevo, incluso, detalle curioso, las luchas cuerpo a cuerpo son con espada o cuchillo mientras desde los helicópteros artillados con forma de libélula se disparan proyectiles. A la historia sentimental, ese idilio entre Paul Atreides (Timote Chalamet, al que sigo viendo demasiado joven imberbe para un papel tan rocoso) y la guerrera fedakrin (¿fedayin?) Chani (Zendaya), le falta pasión. Por un momento tiene el espectador de que los desarrapados fremen, por su forma de vestir y por sus rezos (se arrodillan como si rezaran a la Meca) pudieran ser un guiño a los palestinos, pero más bien son judíos, porque Paul Atreides, según el líder Stilgar (un Javier Bardem de opereta que abre mucho los ojos) habla de que Paul Atreides es el Mesias que están esperando. ¿Y los malévolos harkonnen alopécicos? Pudieran ser los nazis, por sus espectaculares paradas militares y porque se refieren a los fremen como ratas.
Hay una escena de lucha en un circo, impresionante por la escenografía, que parece sacada de Gladiator. Feyd-Rautha (Austin Butler), el sobrino joven del obeso mórbido barón Vladimir (¿por Putin?) Harkonnen (Stellan Skarsgard), se desprende de su aura protectora para acuchillar a sus tres adversarios ante una multitud enfervorecida. Los nazis, y los fascistas, también se miraban en el Imperio Romano. Y luego están esos gusanos de arena que son domesticados por los fremen (no se sabe cómo llegan a ese acuerdo) y guiados por ellos, literalmente cabalgándolos (tuve ahí un flash de La historia interminable), contra los harkonnen. Y hay un emperador, Shaddam Corrino IV (Christopher Walken) que se somete a Paul Atreides y le rinde pleitesía, cosa poco creíble, hasta el punto de arrodillarse y besarle la mano. ¿Y cómo los fremen, que siempre aparecen como una banda de cuatro gatos, y desarrapados, nada tecnológicos, de repente se multiplican y se convierten en miles de una escena a otra cuando asaltan la fortaleza de los harkonnen que nada hacen para defenderla? ¿Y la famosa especia, que se nombra como la quintaesencia de Arrakis, dónde está? Bueno, si, Paul Atreides come un plato y comenta que está muy especiado a su madre, Lady Jessica (Rebeca Fergusson), que por edad podría ser su hermana, y se convierte en Reverenda Madre de los Fremen, del mismo modo que Gaius Helen Mohína (Charlotte Rampling, que siempre aparece con el rostro tras un velo) es otra Reverenda Madre de los Corrino.
Confieso que andaba muy perdido en este juego de tronos galáctico, pero no importaba gran cosa porque enseguida Denis Villeneuve me obsequiaba con una carrera de gusanos, una batalla de helicópteros libélula o enormes y torpes máquinas de guerra que, pese a su imponente apariencia, eran destruidas en un plis plas.
Habrá tercera parte, porque hay tensión sentimental —Paul Atreides, a pesar de sus arrumacos con la belicosa Chani, opta por un enlace real con la princesa Irulan Corrino (Florence Pugh)— y este Dune 2 queda muy abierto. Debieron de hacerme caso porque me quejé en su momento que pese a tantas trompadas y cuchilladas, la sangre estaba ausente: en esta segunda parte hay un poco, no mucha, al final. Si Ridley Scott hubiera pilotado Dune, la sangre saltaría a la platea.
Si esta saga sirve para llevar a los espectadores al cine, y que disfruten de su magia en una pantalla gigantesca, bienvenido sea, pero uno echa mucho de menos a ese Denis Villeneuve de Incendios o Sicario que ha sido abducido por el gusano de Hollywood.