Viajes y libros

‘Moçambique’, de Ricardo Martínez Llorca

Moçambique

Ricardo Martínez Llorca

Villa de indianos

 

Texto de presentación de ‘Mozambique’

 

El sueño del hombre rico, no me cabe duda, es vivir donde sólo necesite unas chanclas, un bañador y un plátano.

Esta es una interpretación que deduzco a partir de aquella conocida frase de Blaise Pascal: “La infelicidad del ser humano se basa en una sola cosa: que es incapaz de quedarse tranquilo en su habitación”.

La habitación del rico, por su parte, está poblada de lo que suponemos que son los sueños de los pobres: un armario lleno de ropa de marca sin un solo botón descosido, un cajón colmado de relojes de oro y llaves de coches deportivos, un cuadro de Picasso, una cama de seis metros cuadrados con un espejo cenital, los suspiros de las amantes que se largan al amanecer, un ventanal enorme con vistas a la piscina y a la sierra verde por la que pasear a caballo, música de Vivaldi y los pasos discretos de un mayordomo que le ayude a vestirse.

Pero ¿para qué quiere uno a ese mayordomo si lo único que tiene que hacer es colocarse el bañador?

¿Cómo va a echar de menos el ventanal, el cuadro o el espejo si tiene frente a él la posibilidad no de poseer un trozo de mundo, sino la de pasear por todo el mundo con los pies al aire gracias a las chanclas?

En cuanto al plátano, nada hay de un dorado más puro y piadoso que esa pieza de fruta, ni siquiera un Rólex de un millón de euros.

Que el hombre rico viaje al lugar donde cree que la gente vive, románticamente, con unas chanclas, un bañador y un plátano, es, en cualquiera de sus versiones, una expresión más de colonización, ese mal del que el deseo de ser mestizo nos indica que debemos, que deseamos escapar.

En cierto sentido, podríamos decir que el único viaje auténtico que queda es el que se produce en dirección opuesta, el de quien migra desde un campo de refugiados en Afganistán o desde el corazón de las tinieblas, atravesando, durante años, todos los infiernos.

Uno no tiene ninguna gana de sentirse culpable, pero hasta ir a Mozambique con una mochila escolar en la que se esconden dos calzoncillos, tres libros, una caja de paracetamol y una minúscula cámara de fotos, sin intención de acercarse a los parques nacionales para ver a las grandes fieras, deseando reproducir los pasos por los mercados africanos al tiempo que maldice el color de la piel porque le gustaría poder camuflarse en condiciones, es también colonialismo.

Tal vez no sea un crimen imperdonable, no tanto como el turismo de masas, porque no será necesario que el Dios que detuvo la mano de Abraham venga a detener los propios pasos, pero tampoco basta con acumular buenos momentos para que uno termine de sentirse bien.

No seamos absurdos: no vamos a flagelarnos, no somos abyectos ni despreciables. “No se pude castigar lo que no se puede perdonar y no se puede perdonar lo que no se puede castigar” dijo Iván a su hermano Aliosha en la conocida novela de Dostoievsky, Los hermanos Karamazov.

Dostoievsky entendía que el alma humana es una olla podrida cocinándose constantemente dentro de un usuario, al que si sometemos a mucha presión pasará del llanto a la carcajada, del navajazo al acto piadoso, de la blasfemia al rezo. No vamos a castigarnos por todo ello, y lo mejor que podemos hacer es perdonárnoslo. Dostoievsky, todo hay que decirlo, no lo hacía, y ese era el fundamento de su literatura.

En realidad, el viaje, como la literatura, debería ser una cuestión de justicia.

Elimino el turismo de la ecuación, entendiendo a este por mero desplazamiento y alojamiento durante un periodo no muy largo de tiempo, y me quedo con otras opciones de viaje, como la del cronista, el cooperante o el antropólogo, que tienen o deberían tener fundamentos de justicia.

Todos ellos buscan entender y explicarnos lo que sucede en los lugares a los que viajan, aunque nosotros sabemos que nadie nos lo explicaría mejor que los habitantes de allí, y por ese motivo queremos tanto viajar.

Pero retomo la afirmación que expuse un poco más arriba: el viaje, como la literatura, debería ser una cuestión de justicia: y la justicia es una cuestión de armonía.

Estamos acostumbrados, desde el mundo occidental, desde el mundo del colonizador, a identificar justicia con venganza, con represalias, con castigos que satisfacen la lógica del dolor, cuando el castigo no colmará jamás nuestras expectativas.

La armonía, por su parte, adquiere una forma concreta ante nuestros ojos, esa que llamamos vida. Y, al fin y al cabo, es la vida lo que salimos a buscar cuando nos largamos de viaje.

En alguna parte he leído que de haber dispuesto de un póster con una imagen de los mares del Sur en el cuarto de la pensión donde se suicidó, Cesare Pavese no habría ingerido los dieciséis frascos de somníferos con que se fue directo a encontrarse con los rinocerontes de la noche.

No exageremos. Para poder perdonarse no hace falta ni la agonía de los personajes de Dostoievsky ni el recurso final de Pavese.

A veces basta con recordar los senderos por los que uno caminaba cuando era niño, en los que se cruzaba con adultos que le sonreían.

El perdón consiste en no reducir la propia vida a actos que creemos imperdonables, y que en demasiadas ocasiones los demás ni siquiera se dieron cuenta de que sucedieron.

No hace falta misericordia, basta con la buena memoria.

La memoria lo es todo para mí. Esa es la máxima que, como todo buen hombre contemporáneo, tengo escrita en un post-it pegado a la pantalla del ordenador.

En cuanto al viaje, tengo la impresión de que para perdonarnos todo lo de colonial que supone basta con pensar que no lo hemos ejecutado por el más banal y sucio de los motivos, que es el dinero.

Aunque bien es posible que lo hagamos por el antónimo del dinero, cuya configuración desconozco hasta no ser capaz de ponerle nombre, pero que consiste en demostrarnos que se puede vivir dependiendo solamente de unas chanclas, un bañador y un plátano.

Moçambique, escrito con ce con cedilla, para diferenciarlo un poco del país, es un libro destilado, tamizado, filtrado y revelado, en el sentido en que se revelaban las fotografías no hace tanto tiempo, en una sala oscura con una luz roja.

Es un libro de grabados, de instantes, de apariciones, porque es imposible concentrar toda la sustancia que compone un lugar de destino, pero sí es posible escribir los sueños.

¿Qué sentido tiene soñar? La respuesta es sencilla: uno desconoce el antónimo del dinero, pero sí sabe cuáles son los antónimos de sueño: cáncer, covid, disparo, mordisco, atropello o psicopatía, por ejemplo. Todos ellos son mensurables, podemos medirlos, como se pueden medir los muertos que provoca una bomba.

El bien, como los sueños, es inconmensurable: no sabemos cuántas vidas han salvado los ramos de flores, la música de Mozart o la poesía de Walt Whitman. No sabemos cuántas vidas ha salvado destilar con la memoria los mejores momentos de una visita a un mercado africano, a pesar de los pasos coloniales.

Espero que algo de eso se respire a través de las páginas de Moçambique. Muchas gracias.

 

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