Primer Acto 365: Max Aub, personaje estelar en un emocionante plantel de teatro para leer
Horacio Otheguy Riveira.
Desde un gran monográfico a Max Aub con María Zambrano —de colaboración extraordinaria, cual cartel francés—, este número semestral dirigido por Ángela Monleón irradia energías con amplio espíritu social y filosófico. Sin descuidar lo más mínimo los planteamientos propios del complejo mundo escénico, técnica y psicológicamente, abunda en la vertiente de pensar adentrándose en el pasado y el presente de conflictos políticos, entre travesías que arrojan luz sobre dinámicas generalmente ausentes en el día a día en los teatros.
Esta nueva revista-libro de excepcional calidad editorial, abre con un homenaje de Monleón a su gran amigo, Guillermo Heras (1952-2023), fallecido en Argentina, donde dirigía cursos y encuentros con ya legendarios amigos. Legendario, quimérico… todo el trayecto vital de un hombre de teatro cuyo compromiso político le permitía investigar, crear, animar encuentros ajenos y sentir como propios aquellos que le encargaban. Una personalidad apasionante muy ligada a los avatares del teatro latinoamericano, como en su tiempo lo fue José Monleón y ahora su hija Ángela, que llora entre sonrisas la repentina desaparición de su viejo amigo:
Los muertos iluminan el camino de los supervivientes. Acompañan. Dialogan. Susurran. O simplemente están presentes cada vez que se enciende luz de ensayo, la que siempre alumbra el palpitante corazón de estas páginas. Las sabias voces de los ausentes guían a las nuevas generaciones, bien nutridas de experiencias por donde «la teatralidad» de la existencia exhibe su mayor ambición: dar testimonio de cuanto vivimos, en un carrusel de géneros, patrias y nobles ambiciones, siempre pendientes de nuestra imaginación. Es lo que tiene el teatro, un mágico lugar donde se forja la imaginación de autores y artistas con la de cada espectador, un mundo aparte.
La piedad ha cumplido su oficio, por el momento. Se ha apurado el conflicto trágico; ha nacido la conciencia, y con ella una inédita soledad. (María Zambrano. Pp. 36 a 42).
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«… Yo recuerdo el dolor y la rabia con que Max respondía muchas veces a quienes le preguntaban su opinión sobre la España que encontró después de tantos años de exilio. Su protesta no era, me parece, tanto contra la España de hoy como contra la diferencia entre esa España y la suya, contra los cambios ocurridos en su ausencia, contra la distancia entre la realidad y lo que imaginó desde lejos, contra el tiempo de vida española que le había sido arrebatado […] Yo tengo la impresión de que Max es nuestro doble, nuestro otro autor y que, como tal, encontrará algún día el merecido reconocimiento escénico…» [José Monleón, mayo 1982]
[…] De algún tiempo a esta parte, la complejidad de la función encuentra una prodigiosa capacidad de síntesis. Hay ritual sacro y ateo, una católica con sangre judía; hay desalmada violencia sobre inocentes, el encendido recuerdo de amores fenecidos, noche de cristales rotos, carcajadas hirientes, robo despiadado para alimentar una tiranía que se quiere mundial… Mas todo esto se relata en manos del único personaje con una sorprendente armonía visual (el director es, también, un gran director de óperas, y eso se nota en todos sus espectáculos «sin canto», por la disponibilidad de múltiples elementos fascinantes recreados con sencillez de maestro).
Un campo audiovisual a lo largo del cual se desplaza el talento de Carmen Conesa, desprovista por completo de sus histriónicos recursos de actriz-cantante con los que nos ha conmovido de muchas maneras en su bien nutrida carrera (Madre Coraje, ¡Qué desastre de función!, por nombrar dos funciones muy distintas). Está aquí despojada de cualquier gesto o emoción capaz de alterar la inmensa paz interior que necesita su personaje para salir a flote y no facilitar al enemigo ni un instante de satisfacción. […]
Crítica del autor de esta crónica, no integrada en el monográfico de Max Aub de Primer Acto, donde Ignacio García, sí la ubica, junto a otros títulos, en un estupendo artículo: El testimonio de Max Aub en escena, pp 104-111, más otra mención especial de Esther Lázaro Sanz.
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En el repertorio poblado de perlas de este número, hay, desde luego, piezas teatrales, entre las cuales destaco El tiempo de la sed, de Zo Brinviyer, madrileña «que escribe, dirige, enseña». La pieza va precedida de una larga entrevista con Ángela Monleón (pp. 187-190):
[…] ¿El boxeo? ¡Sí! El boxeo ha sido una fuente de inspiración para mí. Es lo más parecido a la tragedia griega que podamos tener hoy en día. Decía Aristóteles que «sin acción no puede haber tragedia» y el boxeo es acción pura. No hay tiempo para discursos. Lo que se representa en el ring es lo más cercano a la muerte. Y lo que se confirma es algo que ya sabemos: que sólo se puede vencer o ser vencido. El golpe lo sufre el boxeador mientras nosotros estamos seguros y protegidos en nuestra butaca. Sin embargo, vivimos una ligera conmoción, un instante de temor por la propia vida. Contemplamos el sufrimiento del otro pero experimentamos algo parecido a lo que Kant describe como una experiencia sublime: la valentía de enfrentarnos a algo superior que nos angustia, nos aterroriza, nos embriaga y seduce, la sensación de desafiar lo terrible desde la certeza de que no sucumbiremos, de que podemos sobrevivir. ¿Te imaginas vivir algo así en el teatro?
Claro que quien nos enamora es el boxeador que golpea, no el que es golpeado. Nos deleitamos con la energía del boxeador implacable y al que casi ni siquiera comprendemos. Ese boxeador es el cuerpo que el espectador no tiene, hace lo que no podemos hacer. Y es ese ser brutal quien nos hace vibrar y temblar de miedo, placer, emoción y fascinación ante la belleza de aquello que sucede».
PRIMER ACTO. CUADERNOS DE INVESTIGACIÓN TEATRAL
Con la colaboración —entre otros— de Itziar Pascual, Ignacio Amestoy, Rakel Camacho, Juan Ollero, Beatrice Bergamín, Víctor Velasco, Julio Provencio, Pont Flotant, Sergio Serrano, Ortiz de Gondra…