Condes vampiro
Durante muchos años, vi la vida con ojos de nostalgia. En Cantabria, a veces, el cielo se tachona de estrellas y una brisa fresca vuela sobre las aceras desiertas. Hojas de otoño que deambulan hasta apiñarse con la mugre de las cloacas. Coches como relámpagos que cortan la noche en una única dirección. La luna, quizá, vigilante.
En los huecos entre los dientes ajetreados del calendario, quedaban momentos de calma. Horas muertas que condensaban una vida y muchos tal vez. Ponía la correa a Gala, mi perra, y juntos paseábamos bajo el manto del firmamento nocturno, con Sabina, Rulo y los demás gritándome al oído, y la consciencia viajando lejos. Esos instantes calma permitían ordenar las ideas. Porque, cuando la gente se refiere a la vida como una montaña rusa de sentimientos, no va tan desencaminada. Subes, subes, subes… y la vertiginosa bajada puede hacerte escupir la primera papilla. Luego está el mareo. No es bueno tomar decisiones en ese estado; lo mejor es pasear, agacharse a recoger los excrementos del perro y encestar en las papeleras diseminadas a ambos lados de la carretera.
De joven fui jugador profesional de Warhammer. A veces, conversando con un buen amigo mío, sale a colación una lista de ejército de los Condes vampiro. Era buenísima. Veréis, para jugar a Warhammer, cada jugador dispone de X puntos, y cada unidad u objeto cuesta Y puntos. Con eso confecciona su lista de ejército. Su equipo. Con cada actualización, el revoltijo varía y de la colmena sale una lista diferente. Pues, con cada nueva versión, lo jugable se alejaba más de aquella Meca de los no muertos. Era buenísima, sí. Algunas unidades estaban infracosteadas y, aunque exigía una pericia elevada por parte del jugador, plantaba cara a cualquier adversario. Cuando un veterano ha conducido un Mercedes como aquel, no mira con buenos ojos los Golf del presente. Y, entonces, sus ojos vidriosos recuerdan aquel eco del pasado, cuando los Condes vampiro alzaban legiones de zombis, y colosales murciélagos surcaban los cielos escoltados por un enjambre de moscardas. Los tiempos en los que los enanos se recluían en sus fortalezas, confiando en sus runas y fortalezas, y los altos elfos tiraban de las riendas de sus dragones para evitar que los gritos del inframundo les convirtieran en carne inerte… aunque no inanimada.
Es duro pensar que, al igual que la gloria de los Condes vampiro no volverá, y el recuerdo se empañe con cada nueva lista acuñada, con los demás aspectos de la vida, más serios, ocurra lo mismo.
Durante aquellos paseos nocturnos por la Cantabria que me crio, pasé por delante de la casa de mi abuela tanto mientras vivía, recluida en una residencia para ancianos, como tras su fallecimiento y al vender la casa a una pareja joven, colmada de sueños. Me detenía delante de la finca, alzaba la vista y mis dedos apretaban el hueso de plástico rosa que colgaba de la correa, donde estaban las bolsas de basura. «Ahí también he soñado yo, cojones». Cada día, en el intervalo escolar entre la mañana y la tarde, mi abuela me servía la comida. Odié el hígado con todas mis fuerzas. También, los fines de semana, jugaba a ser uno de los niños elegidos en el Mundo Digital, o pateaba un balón desgastado hasta que, elipse involuntaria, aterrizaba en la huerta de Ginia, la vecina. O las tardes en la butaca del salón aporreando los botones de mi Game Boy Advance. ¿Dónde van esos recuerdos, que se enquistan bajo un manojo de estrellas muertas? Al otro lado de las cortinas, la tibia luz de la lámpara del salón, que oscilaba si cerrabas de un portazo. Otra familia, otros padres, otros niños.
Después de recoger los rescoldos de mi infancia, espoleaba a Gala y cambiaba de canción. El presente tiene las mismas uñas que la lejanía. Los cadáveres reanimados de las criptas transilvanas de los Condes vampiro, de encías podridas y yemas descarnadas, le siguen a uno allá a donde vaya. Los espectros de hálito helado y guadaña. Seguía andando, bajo la luna. Las balas con focos alumbraban la carretera. Las hojas secas producían su lamentable crépito al raspar el adoquinado.
«Otro día será. Otro día mejor».
Al volver a casa, mi hermano y mi madre. Un premio para Gala, que ha sido buena perra. Me ponía el pijama y los tres, cada uno a lo suyo, nos acomodábamos en el sofá. Entonces la nostalgia se esfumaba. No hay ningún remedio mejor que el amor del ahora para ahuyentar a los fantasmas del ayer, aunque su fuerza crezca cada día y, en última instancia, siempre nos alcancen.