«La zona de interés»: Elegía de la indiferencia
Por Judith Mata.
Si El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, Alemania, 1935) empezaba como una obertura de ópera – pantalla en negro y una orquestra voluptuosa de fondo – para exaltar el poder del nazismo, Jonathan Glazer usa el mismo recurso, pero a la inversa. En La zona de interés (Jonathan Glazer, Reino Unido, 2023) lo que acompaña a la pantalla en negro es una melodía incómoda, hasta turbia, que anticipa al espectador los sentimientos de la película. Su impacto reside justamente no en lo que enseña, sino en lo que se oye. Nace de esa combinación un sentimiento pesado, enojoso e, incluso, perturbador al seguir el día a día tranquilo y feliz de la familia del mandamás de Auschwitz, Rudolf Höss, con sus problemas mundanos (que los niños estén listos para ir al colegio) mientras al otro lado del muro se escucha la agonía del día a día en un campo de concentración.
Existe, entonces, una combinación perfecta entre la imagen, el diálogo y el sonido para crear esa atmósfera de incomodidad durante toda la película. De secuencias que descolocan de repente para causar un impacto mayor – una judía rodada en negativo que deja manzanas clandestinamente a los trabajadores o un poema recitado con notas de música y subtítulos – y que hacen eco de esa violencia y crueldad sin la necesidad de mostrar una sola pistola o muerte en pantalla. El director juega, de esta forma, con el subconsciente del espectador. Ya todo el mundo sabe qué pasó en Auschwitz, lo que hay detrás del muro de la casa y con los disparos distantes que se escuchan. El horror, en este caso, reside en el tratamiento ordinario de todo eso. De la incomodidad que genera que unos señores estén discutiendo sobre la construcción de hornos crematorios como si fuera de fútbol o de que las mujeres hablen vilmente de las judías mientras ellas les sirven la mesa.
Toda esa crueldad queda reforzada por un montaje lento, interno, que refleja justo esa cotidianeidad absurda. El mensaje antibelicista reside, precisamente, en esa felicidad con la que vive la familia. El terror nace de los propios personajes y sus actividades, para ellos, normales. El padre apagando, una por una las luces de casa, la madre probándose un abrigo de una internada del campo o el hijo mayor examinando los dientes de oro de los presos. El silencio y el sonido juegan, también, un papel esencial. La música del inicio se sustituye por los balazos y gritos que se escuchan de fondo constantemente creando esa sensación de incomodidad al estar combinados con esas imágenes de placidez e indiferencia.
¿Hasta qué punto se puede llegar? Eso es lo peor, no se sabe. La película se convierte así en un ensayo de la maldad humana. De lo que es capaz de hacer la perversidad de la mente, lo que pasó y seguramente no se sabe – sublime secuencia final de Höss bajando las escaleras -; pero también, qué queda después de eso. Los pasillos vacíos de Auschwitz sin turistas, las mujeres limpiando esas máquinas que quitaron tantas vidas, el esfuerzo por devolver la identidad a todas aquellas personas que el campo arrebató. Del ser consciente del horror, pero no hacer nada.