La tierra tembló. Nosotros no.
Por Paco Martínez-Abarca.
En 1990, durante el transcurso del mundial de fútbol, un terremoto devastó el norte de Irán. Miles de personas, incluidos muchos niños, murieron en cuestión de segundos.
En Y la vida continúa (Abbas Kiarostami, 1992), un director de cine y su hijo realizan un viaje en coche por la región afectada por el terremoto tan solo cinco días después. Buscan a los dos niños de ¿Dónde está la casa de mi amigo?, película de 1987 del propio Kiarostami. Se establece así una peculiar unión entre ambas películas, que además tendrá en 1994 una tercera parte: A través de los olivos, cuya historia narra el rodaje de Y la vida continúa.
Frente a la dramática magnitud del seísmo, el personaje del director se encontrará diversas maneras de afrontar esta repentina catástrofe, y ante todo de seguir viviendo. Mientras hay quienes aún remueven los escombros, otros preparan sus pocas pertenencias para salir de ahí. Algunos incluso instalan una antena para ver el próximo partido de fútbol. Entre la enorme diversidad de actitudes ante la adversidad, encontramos el vitalista mensaje de esta película, enmarcado también en esa fabulosa escena final: pese a la magnitud del terremoto la vida debe seguir, ya sea casándose después del temblor o viendo un partido de fútbol. Durante el viaje se contempla, así como se contempla el hermoso paisaje, la actitud del pueblo con la vida y la muerte. Sin embargo, los vínculos que se establecen con las dos películas permiten a Kiarostami también plantear asombrosas tesis en torno a las imágenes y la realidad.
El viaje en coche, plagado de desvíos e inexactitudes ofrece la posibilidad de contemplar el paisaje. Una enorme parte del metraje la componen planos desde el interior, contemplando los escombros de los pueblos, pero también la inmensidad de las montañas. En estos momentos asoma una mirada, en apariencia documental, como si se estableciera una frontera entre el universo interior del coche y el mundo exterior. Desde dentro asistimos a conversaciones privadas entre padre e hijo, mientras presenciamos los efectos del terremoto, unos efectos verdaderos, junto con un fondo montañoso imponente. Nos invade una sensación de majestuosidad (véase la escena final), que refuerza la idea de eternidad, de que las montañas siguen ahí impasibles ante las adversidades. Kiarostami por momentos enfoca su mirada en la sinuosidad de los caminos, la tierra y las pendientes. Nos enseña a mirar desde la lejanía para así lograr ver más de cerca el suelo que pisamos y las montañas que pretendemos escalar. Una perspectiva que nos podría recordar a las películas de Yasujiro Ozu (a quien el cineasta iraní dedicaría una película, Five Dedicated to Ozu, 2003) que acentúa la aceptación del paso de las cosas y la inevitable cotidianidad de la vida.
Es precisamente algo como el fútbol la principal pasión de muchos de sus habitantes. En una actitud muy normalizadora, como si el terremoto fuese parte de su vida, el tema del fútbol y el del terremoto se intercalan en la misma conversación, no sin cierto humor: “—Cuéntame más cosas— —Escocia hizo un gol— —Me refiero al terremoto, no al fútbol—”. Efectivamente, ante la inútil tentativa de hallar una respuesta espiritual o religiosa al drama del terremoto, la forma oportuna de representar la vuelta al mundo ordinario puede estar en algo aparentemente tan terrenal como un partido de fútbol. A lo largo de la película, los intentos de dar una razón religiosa al terremoto no obtienen más que silencio, un silencio que manifiesta también el personaje del director, incapaz de dar una respuesta a los ruegos de quienes lloran las pérdidas.
Precisamente, su hijo (encarnando la inocencia de la infancia) tiene más claro los motivos que justifican el terremoto, representado a través del relato de un lobo feroz que devora aquello que tiene más cerca. Es en un pueblo derruido, una parada en el camino, donde ocurre una alegoría en forma de agua de manantial. Como esta agua procede de una fuente de agua pura, el director, habiendo bebido de ella, comienza a percibir los sucesos en armonía. El terremoto es un azote de mala suerte, que nos devora si estamos cerca de él. Pero tan solo es eso. El tiempo durante esta parada se dilata, comienza a transcurrir de forma natural. No hay elipsis ni prisas para contar el descanso y la revelación de su personaje protagonista, quien silencioso descubre por sí mismo (eso sí, con ayuda de la cámara) la verdad del mundo que le rodea. En un momento de la parada se reencuentran con uno de los personajes de ¿Dónde está la casa de mi amigo? Como si se tratase de algo completamente natural, se rompe la cuarta pared y este actor se dirige al director de esta película (entendemos que quien habla detrás de la cámara es el propio Kiarostami) en busca de algo de agua que darle a su invitado. De esta agua de la ficción beberá el personaje del director. Sin embargo, su hijo, quien decide irse por otro lado, no presencia esta salida al mundo de lo real. Aún dentro de los márgenes de la película, busca por su cuenta algún sitio donde beber agua en el pueblo y encuentra un grifo que según le dicen, proviene directamente del manantial. Es agua pura de la que luego beberá el padre cuando se lo haga saber su hijo. Entonces ocurrirá un cambio, retratado de forma delicada a través de una simple mirada por una ventana, donde vemos simplemente el paisaje y lo que hay más allá de los límites del pueblo: una simple ladera y unas ovejas que pastan, como lo llevan haciendo milenios, para aceptar que las cosas suceden, pero que la vida sigue.
Abbas Kiarostami siempre ha sido un cineasta preocupado por el hecho de encontrar verdad en sus imágenes. En otra película como Close Up (1990), plantea enigmáticamente los límites entre los hechos reales y los inventados. En su propio planteamiento encontramos una sutil dicotomía con la temática que esconde: una persona que intentará hacerse pasar por otra. La tesis de Close Up encuentra una extensión fascinante en Y la vida continúa, donde la misma secuencia del agua de manantial puede esconder otros significados: una profunda reflexión sobre la naturaleza de las imágenes con los hechos que son filmados. Cuando coloca una cámara para registrar unos hechos, el cineasta elige una serie de elementos para crear no solo el plano, sino también una sensación. En el pueblo, el agua procede de un manantial. Esto es, agua pura, que sin embargo viene encauzada a través de un grifo que han colocado los propios habitantes del pueblo. Al niño y al padre les llegará una pequeña porción de pureza, así como a nosotros los espectadores nos interpelan unas imágenes que a menudo poco tendrán que ver con la realidad de las que proceden.
Qué gran director! Me encanta esta película plagada de grandes paisajes y pequeñas metáforas. Siempre es un placer el cine del gran Abbas
Buen artículo, Abbas nos cautiva con sus vivas historias sin actores profesionales, un gran fotógrafo y poeta.