«Cómo vencer al ruido», de Jesús Aparicio González
Lo mistérico de lo cotidiano.
Por Javier Mateo Hidalgo.
Es sabido que la escritura apenas puede traducir un ápice de nuestros sentimientos. Líneas de palabras como meras sombras de lo que de verdad sentimos y cómo nos sentimos. No obstante y como diría Alfonso Armada, aún así nos sentamos a escribir. Otra cosa sería la música, que representa la mejor de las abstracciones, la mejor expresión sin palabras que a veces ronda muy de cerca a la literatura. Cuando la música parece habitar la poética de los versos, sentimos que nuestro cuerpo toca la luz aérea y etérea. Algo así sucede —o parece suceder— en los personajes manieristas del Greco, estilizados a modo de conectores entre la tierra y el cielo. En El entierro del conde de Orgaz se aprecia meridianamente, cuando los caballeros renacentistas —quizá más toledanos— tocan casi a las criaturas celestiales que desde los cielos observan.
Cómo vencer al ruido (Ars poética, 2023) representa toda una celebración entre el cielo y la tierra, entre lo espiritual y lo material. La poética que compone su autor, Jesús Aparicio González, parte de lo mundano como milagro para expresar lo que la Naturaleza tiene de divino. Es, más que de raíz noventayochista, juanrramoniano. No es ningún secreto, pues previo al poemario aparecen unos versos del poeta de Moguer, iluminando el título del libro: “Ruido que derrumbas mis castillos de ensueño, / maldito tú, enemigo del silencio”. También aquí: “Sí, silencio. Tan solo silencio. Que se callen, / que dejen a mi espíritu nadar en lo insondable…”
Resulta fácil adivinar, desde este delicado preludio, qué significan ese ruido y ese silencio. El primero, resulta fuente de toda confusión, aquella que nos impide ver la verdad del mundo. El segundo, la herramienta necesaria para la reflexión y posterior comprensión del sentido de la vida. Aparicio traza un libro que, de principio a fin, puede representar una guía o iniciación para el goce de la existencia a través de un saber estar en ella, aprovechando cada latido de nuestro corazón. Dice el poeta en su poema Aprovechar el tiempo: “Aprovechar el tiempo / descubrir la lumbre / que nos abre los ojos, / sentarse frente a ella / y hacer de nuestros labios / prolongación del fuego. / Aprovechar el tiempo / sin que se pudra el día, / pues nadie debería / dejar de acariciar / los pétalos fugaces / de llamas que se apagan”. Ello no quiere decir que ese aprovechamiento tenga siempre una función práctica, en ocasiones agotadora. En A ratos se refiere a distintas acciones de “un tiempo, vano, inútil, / superfluo, improductivo” pero “claramente feliz”: “Contempla en el cristal de la ventana / las luchas de una mosca por hacerse / su camino de huida al cielo abierto. Deshace entre sus dedos los pétalos marchitos, / de luz gastada, ajada piel y olor perdido, / de gladiolos sin agua en un florero”. Imagen esta última que a su vez puede formar parte de un sencillo bodegón. En él, lo nimio puede dar lugar a lo sobrenatural: “La luz ha roto / el velo de un misterio / corriendo otro. Agua en los labios / alza una vida frágil. / Despierta Dios”. Como vemos, los elementos naturales sirven para evocar lo irrepresentable por su carácter abstracto e inmanente.
La terminología asociada con lo místico abunda en el libro: desde la forma de titular algunos poemas —las “epifanías” del primero y último (Epifanía y Eterna Epifanía) o Resurrección y Proverbios—, pasando por las citas previas a algunos textos como Meditación —que alude al Libro de la Sabiduría— o las figuras simbólicas y etéreas, como esa presencia seráfica en De la fugacidad de los siglos: “Entre las ruinas de una vieja ermita / un gorrión picotea alas partidas / de un ángel de piedra”. Incluso se remite al alfa y omega con Principio y fin o a la actitud orante y de postración hacia lo admirado intangible en Se ha puesto de rodillas: “se ha puesto de rodillas / ante un álamo viejo / la crecida ignorancia / de la avena silvestre; / e interroga en silencio, / se inclina ante el misterio / la sombra de la tarde”.
Del mismo modo que Van Gogh recurría a los objetos aparentemente más insignificantes para referir a conceptos de un ascetismo casi religioso como la pobreza o la humildad, el presente autor toma unos zapatos desatados o “una silla de esparto” (“rota y cargada / del polvo de los años, / arrinconada”) en Pintura interrumpida —que nos recuerda a las ya emblemáticas pintadas por el postimpresionista— para referir al final de la vida: “es esperar / a que nos llegue el tiempo / de que nos llamen / para dar ese paso / del umbral de lo oscuro / hacia lo eterno”.
En línea con esta mirada sobria o de este despojamiento de lo superfluo en el día a día, Aparicio utiliza el recuento numérico para destacar las únicas cosas que importan o que pueden importunar a quien decide seguir esta senda. Así, en Silencio, atención, memoria son estas tres virtudes aquellas a tener en cuenta en el camino a la perfección: “Cuando la vida presencio, / silencio. / Para encontrarle razón, / atención. / Es quien me cuenta la historia, / memoria”. Por contra, lo temido en Tres monstruos serán la enfermedad (“hoy borra del recuerdo / hasta el último asombro / de haber vivido”), el dolor (“nos cancela la ilusión / de encendidos prodigios para vivir”) y la muerte (“ha cerrado nuestras bocas / al canto que ensayamos / para hacer paraíso”). Unos y otros han de tenerse en cuenta para no dejar torcer el árbol del crecimiento interior.
El propio miedo a la vida es lo que nos hace aferrarnos a las cosas por temor a caer al vacío, sobre lo incierto. Se trata de una metáfora que el autor empleará en más de una ocasión. En Caída libre, aconseja: “para mejor caer aprende a soltarte”. En Barquito de papel dice: “déjate llevar / sin miedos ni deseos / por un arroyo de orillas disformes / como un desangelado / barquito de papel”. Este objeto en sí remite a lo lúdico de la infancia, la cual tendrá gran presencia como período inicial representativo de esa pureza del individuo a respetar, intentando que no se malogre durante el camino hacia la madurez. En Un trompo, por ejemplo, se cambiará el barquito por este otro elemento de los juegos primeros. La pérdida de ese objeto del mundo infantil representará la pérdida simbólica de ese propio mundo: “Lo perdí en mi infancia. / contemplaba alegre su dar vueltas / sobre el eje de mi propia inocencia”. En El niño y sus monstruos, vuelven los personajes terroríficos del mundo infantil y se convierten en amenazas para el futuro adulto: “que el miedo esconde los lápices, cierra el / cuaderno, guarda las manos, apaga las luces y / engaña a los sentidos que han confundido al / hombre”.
Volvemos al ruido como elemento también de confusión que puede conllevar el desvío de la senda correcta en ese caminar de la existencia. Por eso, en el poema que da título al tomo, Aparicio deja escritas sus propias recomendaciones para evitarlo: “Hacerse caracol, guardar antenas, / ocultarlas del viento que deshace / los pétalos heridos del deseo”; o: “Fabricarse tapones con la cera / del ensimismamiento, que nos salva / de tambores fieros y disarmónicos”; y finalmente: “Abrir oídos a quien llama dentro / y hacer nuestro castillo de silencios”.
Cómo vencer al ruido supone reencontrarnos con nosotros mismos o, lo que es lo mismo, con nuestra esencia perdida por el inevitable desgaste del áspero tránsito por la vida. Conviene leer con atención sus versos para recuperar lo que nunca debimos haber extraviado.
Cómo vencer al ruido
Jesús Aparicio González
Ars Poética, 2023