La vara del zahorí

El nuevo traje del emperador

José Luis Trullo.- Uno de los grandes descubrimientos de la era contemporánea es que las críticas al sistema no sólo no deben reprimirse (puesto que el interdicto genera siempre el deseo de su transgresión) sino que, por el contrario, es mucho más rentable estimularlas cuantitativamente, e incluso desde dentro del propio sistema: así, con la proliferación cancerosa de análisis mil y una veces repetidos, pero no por ello menos ciertos, la crítica se anula a sí misma según el conocido principio de que, si todo sigue igual después de tirar de la manta, es que la manta no existía.

Este es el caso de las verdades como puños, del tipo Dios ha muerto / nosotros los hemos matado, o bien El medio es el mensaje. De tan sabidas y sobadas, nadie diría que gozan de una salud de hierro; es más, cada vez que comprobamos que es así, y que no hay Dios ni más mensaje que la exhibición que el medio hace de sí mismo y de su capacidad de comunicar, retrocedemos espantados, como si descubriéramos que aquello que no teníamos en mayor aprecio que el que deparamos a un slogan publicitario resulta, para nuestro escándalo, verdadero.

El truco del almendruco: los diagnósticos más certeros se convierten, de manera involuntaria pero acorde con los intereses del sistema, en un bumerán que, lejos de aliviar la patología, se estrella contra los piños del médico. Por eso la universidad (sobre todo, en Estados Unidos, pero cada día más en España, y Miguel Morey o Eduardo Subirats son un ejemplo paradigmático) se financia con cargo a los presupuestos del Estado, pues éste es el primer interesado en que la verdad, circulando de mano en mano como un billete de mil, se devalúe al contacto con el aire y pierda toda su carga nociva.

Sin embargo, lejos de incurrir en una tentación esotérica que retirara la verdad del mundo para encerrarla en una caja de seguridad, debemos empezar nosotros mismos a pensar la verdad, a perderle el miedo a retomar los argumentos en apariencia más socorridos para constatar su actualidad: a menudo, el cambalache en que se ha convertido el cruce de las opiniones parece dar por supuesto que sólo los juicios novedosos son auténticos, porque son más recientes. Contra esta tendencia, hay que transformarse el criterio en un recinto rumiante: masticar lentamente la idea, deglutiendo su jugo y extrayendo toda su vitamina, sin prisa ni afán.

La crítica es, en (su) origen (kantiano), una operación de establecimiento de los límites de los acontecimientos: devolver un problema a sus justas dimensiones permite, entonces, acometer su transformación y abrir el tiempo de la esperanza (en la línea de la novena tesis marxiana sobre Feuerbach). La historia de la modernidad, sin embargo, es la demostración palpable de que la crítica no sólo no ha permitido transformar los problemas, sino que éstos han adquirido una opacidad cada día mayor a nuestros ojos. Por así decir, ahora ya sabemos que la verdad no sólo no nos hará libres, sino que nuestra esclavitud se ha vuelto insoportable por menos inconsciente.

Existe en torno a la realidad social una omertà que preserva el estado de las cosas oculto tras un pacto de silencio; en este contexto, el crítico ya no es, en modo alguno, un albatros que se dirige a la sociedad para denunciar sus carencias (ya no debe acusar), sino un niño que señala el cuerpo desnudo del emperador y grita que su nuevo vestido es una trampa, un ultraje, una gran mentira que se alimenta colectivamente. Ese grito no aspira a transformar la realidad, ni siquiera a describir lo que de cualquier modo resulta obvio (pues que salta a la vista), sino que se presenta como un auto de fe del crítico a la verdad, casi un camino de perfección individual mediante el cual deja constancia (ya no para las generaciones futuras, que seguramente serán más cínicas todavía) de su disidencia personal y, quizá, de su poca disposición a alimentar la vanidad de la hoguera en la que quema la última llama de occidente (que ya no es prometeica, sino de la secta del perro).

Así, tal vez, pueda justificarse que todavía se escriban libros salmodiando lo que todo el mundo sabe, puesto que todo el mundo contribuye a perpetuarlo: para resquebrajar siquiera un poco la esfera del consenso, de la aquiescencia y del fatalismo, de la ignorancia a gritos y la verdad silenciosa. Escribir un libro, en el siglo XXI, ya no puede ser más que levantar el acta de la imposibilidad de transformar el mundo y, como acto póstumo, la necesidad de seguir describiéndolo para, desafinando en medio de la sinfonía colectiva del miedo y la impotencia, oír por última vez el sonido imperfecto y lejano de la anomia primordial, perdida al principio de los tiempos.

 

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