Deberíamos volver a Lisca Blanca
Por Antonio Costa Gómez.
César Antonio Molina está muy en candelero, de manera más acertada que nunca. Ahora defiende al ser humano como especie en extinción, sacrificado a las máquinas, que en teoría eran para ayudarlo. Y eso lo hace una Humanidad que se suicida de manera imbécil. O unos pocos humanos que no dudan en cosificar a los demás para aumentar sus beneficios sin límite.
Pero hace tiempo César Antonio Molina publicó un libro de poesía del que debería haberse hablado mucho más, Últimas horas en Lisca Blanca. En ese libro creó un espacio mítico tan intenso y sugestivo como Macondo, Comala, Región. O hablando de poesía, como Sandua de Ricardo Molina, Sansueña de Luis Cernuda.
No entiendo cómo no le hicieron mucho más caso. A mí me parece un mito fascinante. Lisca Blanca es una isla en el Mediterráneo o algo así. A mí me recuerda a Capri. Es una isla con olivos y pinos, rodeada de acantilados, y con ruinas arqueológicas llenas de intensidad y nostalgia. La gente critica la nostalgia, pero la nostalgia abre horizontes, nos hace ver más allá, nos libera de la vulgaridad del presente obligado. Como la saudade gallega.
En Lisca Blanca espera una mujer, que duerme en brazos de alguien, que vuelve la cabeza y provoca desbandadas de aves, que habita sin fin ese espacio. El poeta se dirige a ella en segunda persona y eso la densidad a los versos, nos mete en una conversación íntima llena de significaciones añadidas. Nos introduce en un interior mojado de poesía.
Son versos con una métrica cortada o es una prosa donde se empapa el lenguaje: “Escribo, mientras tú duermes en Lisca Blanca, arropada por el murmullo de unos brazos desconocidos. En las cristaleras el mar se bate con las venas despojadas, la seda se deshace como una lágrima por tu alcoba”. La sensualidad de la vida se alía con la sensualidad de la cultura y de las evocaciones artísticas. Como ocurre en otros casos, las ruinas son más intensas y abiertas que las construcciones enteras. Y un romanticismo de vino de reserva se destila en una serenidad desbordada.
Con apasionamiento silencioso el poeta nombra transformaciones en un pasado lleno de vida: “Yo era un ancla en tu vientre, una nasa en tu pecho, una tortuga atrapada en tu pelo, un búho atento al estruendo del mar, a la ola en el océano, al viento moviendo el rocío”. El lenguaje marino propio de su tierra gallega lo empapa todo de connotaciones marinas ilimitadas. Y lo más delicado se alía con lo más desbordante, una calma clásica lleva en su seno un descontrol barroco lleno de vitalidades.
No entiendo como no se habló mucho más de Lisca Blanca. Es un territorio que a mí me encantaría visitar, donde me refugio de la mano de César Antonio Molina para aliviar la vulgaridad del mundo que nos rodea. Deberíamos volver a Lisca Blanca y levantas liscas blancas en nuestros cuartos.
Mishima escribió una novela, El marinero que perdió la gracia del mar. Un marinero tiene el encanto del mar pero luego lo pierde con su comportamiento vulgar. César Antonio Molina fue ministro, alto funcionario, director de no sé qué y no sé cuánto. Pero nunca perdió la gracia de la poesía. Y siguió siendo poeta a través de todas las circunstancias.
Yo he leído varias veces su libro Vivir sin ser visto. Es una obra hecha de fogonazos, de momentos fulgurantes, sobre encuentros con escritores en lugares mágicos. Algo sin pretensiones y callado, pero que tiene para mí más fascinación que muchos mamotretos. Se paladea como gotas del vino más delicioso y te da deslumbramientos sin ruidos.
Pero su gran creación es Ultimas horas en Lisca Blanca. Son las últimas horas, dice, pero siempre hay horas después de las horas. Y después de la vivencia queda la nostalgia y la melancolía. Y la melancolía, decía Rilke, hace vivir más a fondo y desgarrar la mirada.
No hay nada como esa melancolía para darle toda su convicción a esos versos que no sé si son prosa o son verso, que no sé si son recuerdo o son sueño: “Volvías la cabeza para contemplar las espumas deslumbrantemente blancas sobre las pizarras cubiertas de surcos de tizas. Volvías la cabeza y un búho respiraba”. Para mí con estos versos donde se aquilata la alusión y el poder del lenguaje sobran todas las palabrerías opacas de Lezama Lima y otros parecidos. Y se nos llena el cuarto de significados y de perfumes de una isla abierta al mar. Molina escribió después sobre “el fin de Finisterre” y así como él deberíamos poner nuestro cuarto en un Finisterre. En un fin de vivencia y melancolía pletórica en el lenguaje.
No sé por qué no hicieron mucho más caso a Ultimas horas en Lisca Blanca, es una de las creaciones más relampagueantes de la segunda mitad del siglo XX en España. Con una especie de relámpago atenuado, silencioso. Como una especie de conspiración poética secreta en una cocina donde no llegan los discursos. No, lo de funcionario no le quitó nunca la gracia de poeta.
Y en el último momento recuerda a Pascal, reafirma como él que todo nuestro mal proviene de no saber estar solos en una habitación. Y que en ella se asomen todas las infinitudes: “Los pies desnudos a lo largo de los sueños disfrazados por las linternas que muelen el abismo, el polvo de la vasija en el agua tibia para el huevo de la víspera de un tiempo de amor”. Hay imágenes que valen por toda una bibliografía: moler el abismo. Ese abismo en que nos quiere colocar para que sepamos mejor quienes somos.
César Antonio Molina
Últimas horas en Lisca Blanca
Institución Fray Bernardino de Sahagun, Colección de poesía Nº46,
1979, León. 68 págs.