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Celtas y judíos en Ribadavia

ESPAÑA EN SORDINA

CELTAS Y JUDÍOS EN RIBADAVIA

 

 

Una vez fui a Ribadavia, un pueblo medieval de Orense a orillas del Avia, un río que desemboca en el Miño. Estuve en un bar tomando copas de aguardiente y preguntándome cosas. Me alojé en un hostal en una habitación con una balconada que daba al río.

Paseé por las calles estrechas con soportales. Estuve visitando el Centro Judío que hablaba de la vida de los judíos en Galicia en la Edad Media. Pensé que los judíos forman parte de España, como dijo Américo Castro, aunque Sánchez Albornoz dice que España ya es España desde antes de los romanos.

Tomé ribeiro en los bares de la Plaza Mayor. Vi en la iglesia de la Magdalena ahora desacralizada   una exposición muy interesante de esculturas sobre manos de un tal Suso Lobino. Eran esculturas con los dedos en muy distintas posiciones, simulando ternura, ofreciendo delicadeza, insinuando fuerza, sintiéndose aplastados, abriéndose tímidamente. Un día habría que reflexionar sobre los dedos en la Historia de España.

Mientras paseaba, la dueña del hostal nos preparaba a Consuelo y a mí y otra pareja un cocido de cerdo. El plato que en Galicia consideramos glorioso, como lo consideraban los celtas. Según la mitología irlandesa los dioses se llevaron al otro mundo dos cerdos, uno crudo y otro cocido, y le componían poemas y leyendas.

Le expresé a la señora de diferentes maneras mi admiración y después de comer me instalé en una galería con sillones de mimbre que daba al río. Estuve pensando sobre los judíos y la importancia que tuvieron en España, me dije que me extrañaba que los hubieran perseguido tanto. Los masacraran, les pusieran trabas, los arrinconaran en guetos, les prohibieran profesiones, los sometieran a todas las humillaciones. Y aprendieron de ellos. Me dije que atacaban a los judíos los patanes y los paletos, los que solo veían su terruño y nunca querían salir de su pueblo. Los judíos les parecían los extraños por excelencia, los otros, los que no eran de ningún país, los que lo cuestionaban todo, los extranjeros. Me dije: había un fondo de envidia, un resentimiento de los patanes porque veían que eran los cultos por excelencia.

Desde el río me arrastré hacia la casa y esperaba la cena calladamente, los restos de la cabeza de cerdo, oyendo el murmullo del agua a lo lejos, escuchando sonar las campanas de las múltiples iglesias, como si nuestros cuerpos fueran recuerdos de otros cuerpos.

Mientras cenábamos la señora nos habló de la Fiesta de la Historia, decía que teníamos que acudir algún día. Contaba como se había vestido de posadera medieval y le pagaban en maravedíes. Como asistió a una boda judía, como su sobrino se había vestido un año de juglar y había ido por las plazas recitando el “Romance de don Gaiferos”.

Después salimos otra vez a caminar a la orilla del Avia, desde el puente de piedra hasta el puente de hierro. Todo estaba callado e iba entre los reflejos de las galerías colgantes. Me senté mirando al agua y me dije que estaba en un secreto de España.  Recordé aquellos versos de “La villana de la Sagra”  de Tirso de Molina: “Adiós, fregona, cuyo amor me agravia/ , gallega molletuda, adiós, Dominga,/ que aunque lo graso de tu amor me pringa/ siento más el dejar a Ribadavia”.

 

ANTONIO COSTA GÓMEZ                         FOTO: CONSUELO DE ARCO

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