“La sociedad de la nieve”: Angustiosa experiencia
Por Carlos Ortega Pardo.
Juan Antonio Bayona, ahora mismo nuestro director más internacional —digan lo que digan los corifeos de Almodóvar—, parece abonado a las historias de supervivencia en condiciones extremas, caso de Lo imposible (2012) y, sobre todo, sus inicios como realizador de videoclips para Camela —antes de pasarse de las gasolineras a los festivales—, OBK, Hevia y Ella Baila Sola. Si alguna productora se está planteando adaptar cualquiera de los tres tomos de Archipiélago Gulag, no se me ocurre un candidato mejor.
La sociedad de la nieve pone el foco —y una dotación técnica y financiera poco acostumbrada por estos lares, se nota el capital americano— en el accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, el conocido como milagro —también tragedia, depende de quién lo cuente— de los Andes. El suceso ha sido recreado en varias ocasiones, la más famosa, claro, la (súper) producción hollywoodiense ¡Viven! (Alive!, 1993). Si aquélla se recuerda por el dramatismo de sus imágenes, la versión de Bayona, basada en fuentes distintas —el libro homónimo de Pablo Vierci, que, al parecer, y a diferencia de otros testimonios, no se calla nada— les da otra vuelta de tuerca en cuanto a crudeza, resultando en un visionado particularmente perturbador.
En efecto, Bayona nos mete hasta las cejas en el meollo de la catástrofe y durante dos horas y media nos tiene sudando tinta en la contemplación de la dantesca peripecia de los jóvenes —casi niños, pese a las pobladas barbas— protagonistas. Para empezar, con la angustiosa reconstrucción del accidente, desde los chistes y las risas nerviosas con que son saludadas las primeras turbulencias hasta el homicida surfeo ladera abajo de la mitad delantera del avión. No se nos ahorra una fractura ni un aplastamiento. Prodigio de montaje que, no obstante —o quizá precisamente por ello—, conlleva el riesgo de provocar el abandono de un buen puñado de espectadores impresionables.
A quien aguante el tipo le espera la desoladora escenificación de la primera noche tras el choque, con una tasa de mortalidad mayor si cabe que el impacto en sí. Desde entonces y hasta el desenlace asistimos a una sucesión de avalanchas, sepultamientos, congelaciones, gangrenas y aullidos de dolor y desesperación que pondrán a prueba la entereza del más curtido. Y la consabida antropofagia, aquí objeto de un tratamiento en mayor detalle que en la mencionada ¡Viven!. Definitivamente, al lado de La sociedad de la nieve, el film de Frank Marshall, Ethan Hawke, John Malkovich y compañía se antoja una cinta de Disney.
Integra el reparto una nutrida nómina de desconocidos, lo cual —supongo— ha permitido dedicar a los lujosos acabados un capítulo no menor del presupuesto que en otras circunstancias se habría destinado a satisfacer los emolumentos de estrellas como las antedichas. Eso, de un lado; del otro, contribuye al encomiable verismo la porteñidad y el (relativo) anonimato de los actores: costaba creerse a Ethan Hawke en la requemada piel de Nando Parrado; no tanto, en cambio, a Agustín Pardella. Mención especial merece el hecho de que ocho de los supervivientes, incluidos Parrado y Canessa, hagan cameos en la película, alguno incluso con líneas de diálogo.
La sociedad de la nieve constituye un ejemplo ilustrativo de que en la (escuálida) industria cinematográfica patria han lugar títulos donde la espectacularidad visual —las panorámicas aéreas son deslumbrantes— no está reñida con la densidad argumental. Evidencia también que hay vida más allá del costumbrismo flatulento y el guerracivilismo sempiterno. Su selección para representar a España en los próximos Óscar supone todo un acierto por parte de la AACCE.