Ajedrez y literatura (V). Harry Potter
De entre los muchos aciertos narrativos que se acumulan en los siete libros de Harry Potter, siempre me ha gustado especialmente el que el mundo mágico sea tan parecido al nuestro, que sea tan cotidiano y, en cierto sentido, poco maravilloso que en muchos aspectos parece simplemente una transposición fantástica de nuestra realidad. Veamos. Los magos, como nosotros, tienen trenes, pero llevan a Hogwarts y parten del andén 9 y ¾, para llegar al cual hay que atravesar un umbral mágico. Hogwarts es un internado como hay tantos otros en la literatura juvenil inglesa, pero donde se aprende magia y suceden hechos fascinantes; en él hay cañerías (el mundo mágico de Harry Potter no es ajeno a estas minucias del día a día), pero pueden conducir a cámaras secretas y estar habitadas por un sinuoso y amenazante basilisco. En fin, los magos pueden ser oficinistas, pero con túnica, y pueden leer habitualmente el periódico e incluso la prensa rosa y sensacionalista, igual que nosotros, pero las fotografías que ilustren las informaciones tendrán movimiento en lo que no deja de ser una curiosa anticipación fantástica de los gifs.
Todo ello, unido al hecho fundamental de que el protagonista se ha criado en completamente ajeno a la magia y la descubre al tiempo que nosotros, los lectores, crea un doble efecto: por una parte, el mundo mágico, ambientado con estos detalles costumbristas, nos resulta mucho más cercano y acogedor, más familiar; por otra, nos resulta mucho más creíble no ya desde el punto de vista literario sino desde el de su posible existencia real, nos permite leer los libros con una ilusión de realidad similar a aquella con la que leemos obras realistas, y diría, muy subjetivamente, que nos hace interesarnos más en la historia o, mejor dicho, vivirla como más acuciante, más relevante para nosotros, más apasionante en una palabra, que la de otras obras fantásticas en las que el mundo maravilloso es completamente distinto del cotidiano.
En todo caso, esta clase de elementos realistas o costumbristas son omnipresentes en la saga, desde la celebración de la Navidad hasta la presencia e importancia del juego y el deporte, tema que aquí nos ocupa y al que habremos de volver. Resulta que los magos también juegan al ajedrez, e importa señalar que este es un hallazgo especialmente interesante porque supone que nosotros, los lectores a quienes está vedada la entrada en el mundo maravilloso de Hogwarts, podríamos competir con los magos en igualdad de condiciones, midiéndonos solo por nuestra inteligencia y no por nuestras capacidades mágicas o extraordinarias; es una compensación simbólica que no parece en absoluto desdeñable y que nos recuerda a la historia del mate del pastor, que también sugería que las ventajas por nuestro nacimiento (en aquel caso, ser rey o ser pastor) son irrelevantes frente a un tablero.
Pero, por supuesto, el ajedrez mágico es especial y más fascinante que el nuestro: sus piezas se mueven por sí solas siguiendo las indicaciones de los jugadores, aunque pueden protestar o darles consejo si no les convence su estrategia, y, al comer una pieza a otra, entablan una breve lucha que resulta en la destrucción de la pieza capturada. Esto es, por un lado, un elemento siniestro (el motivo de lo muerto que parece vivo) que simboliza la faceta inquietante, peligrosa, de la magia y crea un efecto muy romántico de combinación de placer y displacer o de fascinación asustada: nos encantaría jugar al ajedrez mágico, pero no puede dejar de atemorizarnos en parte. Por otro lado, representa el fondo violento del ajedrez, que desde este punto de vista cabría entender como entendía Nietzsche la cultura griega, como la expresión racional, matemática, geométrica, apolínea, de un contenido oscuro, dionisiaco, precivilizado, destructor, un impulso de muerte que lleva a la guerra total y sin cuartel, al propósito declarado de dar jaque mate al rival, esto es, de destruirlo, de matarlo o aniquilarlo. Es un aspecto, diría, algo olvidado del ajedrez que J.K. Rowling ha captado intuitivamente de forma admirable en su versión maravillosa y que está también detrás de una curiosa comparación a la que recurre Herman Melville en Benito Cereno para sugerir la realidad siniestra y amenazante que el capitán Delano, con su mirada ingenua, no consigue comprender: “sus ojos examinaban con curiosidad las caras blancas, mezcladas aquí y allá de modo disperso entre las negras, como peones blancos extraviados, lanzados a la aventura entre las filas de las figuras de ajedrez enemigas”. Resulta sorprendente cómo ambos textos iluminan el sentido trágico que Borges veía en el ajedrez (“irradian mágicos rigores”, “sesgo alfil, encarnizada reina”).
El ajedrez, en cualquier caso, tiene una gran importancia en el primer libro de la serie, Harry Potter y la piedra filosofal, donde es una de las pruebas que protegen este objeto legendario escondido en el castillo de Hogwarts con el que lord Voldemort pretende recuperar su poder y alcanzar la inmortalidad. Los tres protagonistas, intrépidos como siempre, acuden prestos a impedirlo y se enfrentan a tres pruebas sucesivas que nos demuestran su valor y sus enormes capacidades… de una forma algo sorprendente que contribuye decisivamente a su caracterización como personajes. Resulta que por allí ya ha pasado antes otra persona en busca de la piedra filosofal y en la partida anterior tres piezas negras han quedado destruidas, de modo que los tres jóvenes ocupan sus lugares. Como Harry y Hermione no son buenos jugadores, es Ron quien dirige la partida y logra una posición ganadora. Tiene a mano el jaque mate, pero es necesario sacrificar el caballo, precisamente la pieza que él representa. Sin dudarlo un momento, Ron ordena la jugada y se apresta para recibir el ataque de la dama blanca, que da con él en el suelo y lo deja inconsciente.
Como se dice explícitamente en el libro por medio de una voz tan autorizada como la de Albus Dumbledore, director del colegio y arquetipo del anciano sabio, Ron demuestra en este lance una característica suya que ya conocíamos, su nobleza y su valentía, atributos por otra parte que se presuponen a todos los miembros de la casa Griffyndor y que en cierto modo le redimen como personaje de su incómoda posición en el ecosistema de Hogwarts: sexto de siete hermanos, de familia pobre y oscurecido por el gran mito, Harry Potter, que acapara siempre la atención. Sin embargo, si no nos dejamos cegar por el brillo heroico de su sacrificio, nos damos cuenta de que en la narración se nos hurta el desarrollo de la partida, el relato de cómo las piezas negras llegan a derrotar a las blancas, que es precisamente signo de otra cualidad de Ron Weasley que nunca, que yo recuerde, se señala explícitamente: su inteligencia.
La partida de ajedrez nos obliga a reconsiderar la concepción que teníamos de Ron, que hasta ese momento era el típico muchacho simpático, bondadoso y no precisamente popular que cumple la importante función de ayudar al héroe en un papel secundario. ¡Pero resulta que además es muy inteligente! Resulta, de hecho, que en un campo puramente intelectual como el tablero del ajedrez es mejor que Harry y que la brillante Hermione. He aquí un tema repetido constantemente en los siete libros en múltiples situaciones y personajes: las cosas no siempre son lo que parecen, las personas tienen múltiples dimensiones y no son reductibles al estereotipo que más se les parece. Justo antes, sin ir más lejos, Hermione, a quien considerábamos inteligente pero insegura y tendente a la histeria, ha sido la única capaz de mantener la calma enredada en unas lianas asesinas y justo después resultará ser el aparentemente inofensivo profesor Quirrell, y no el escurridizo y sospechoso Snape, el asaltante de la piedra filosofal.
En fin, decíamos que el ajedrez, como la verdad, iguala a todos los hombres y los mide en su altura intelectual. Pues bien, esa es la lección que podemos extraer y que posiblemente extrajimos inconscientemente cuando niños de la obra de J.K. Rowling: ante el ajedrez, la sangre y las profecías no cuentan y tanto o más vale Ron que Harry, y en el camino del héroe hasta la piedra filosofal tan importantes son el aplomo y la generosidad como el cálculo y la inteligencia; cualidades todas que podemos encontrar en el lugar más insospechado, incluso en un chico pelirrojo, pobre y empequeñecido por sus mejores amigos.