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El Mundo Perdido de Doña Manolita

Hasta esta mañana, la última vez que compré lotería de Navidad en donde Doña Manolita fue a finales de 2020, la primera que pasé en Madrid. En el norte no hacemos esas cosas. Cuando me mudé, me conformé con la de los diversos trabajos. A fin de cuentas, al escritor pobre como las ratas, ni el reintegro, no vaya a ser que se compre un par de libros de bolsillo, algo le haga clic entre las neuronas, y se haga rico.

En mi defensa diré que la culpa de la embarcada la tiene mi hermano pequeño, el Jedi. Hace tres años compré el boleto no premiado en noviembre. Ahora, por motivos que no contaré, me dejó el recado y yo dije que sí, como los niños que recién superan la «etapa del no»: sí, sí, sí; a todo. Quería haber ido la semana pasada, y así hubiera sido de no ser por un giro de guion vital que me catapultó al puente.

Sí, estoy escribiendo este artículo el domingo diez de diciembre, a una semana de su publicación.

Sí, Madrid estaba hasta los topes, como en las fotos de Twitter (me niego a llamarlo X) y en los vídeos del telediario.

La primera intentona la hice ayer, que voy de valiente pero reculé. Con no poca decisión, salí a hacer unas compras navideñas (lo típico) y los pasos me llevaron primero a Sol, después a Callao. Ya que estaba, podía aprovechar. Es una verdad universalmente no reconocida que las infinitas colas de personas que sonríen a la cámara mientras por dentro se cagan en los muertos de los que tienen por delante son un filtro de Instagram.

Sí, mis cojones.

Qué mal suena, ¿verdad? Pues imaginaos una cola serpenteante que ascendía por la cuestita del corte inglés como un dragón adormilado en la ladera de una estibación, cuyo extremo puntiagudo se prolongaba casi hasta la estación de metro de Gran Vía.

Para los que no seáis de aquí: con tres carreras de ida y vuelta haces una maratón.

Y serían ¿qué, las once de la mañana?

Me quité la cota de malla de la valentía y me fui a tomar un chocolate con churros a la cafetería Valor, la que queda encasquetada entre La Central y un par de tiendas de discos de vinilo de las que molan, de las que hacen girar el buen rock and roll.

Una de las máximas para escribir una novela de misterio es responder a tres preguntas antes de teclear la primera letra: quién lo hizo, por qué lo hizo y cómo lo hizo. Un consejo del señor Delfín Hasta El Fin en su single Torres Gemelas. Digno de derribar un edificio a puñetazos.

De vuelta en casa, mientras configuraba el teléfono nuevo, recurrí a esa fracción de mi cerebro dedicada a la resolución de estas tres cuestiones cuando el misterio permea mis obras: basura, genio. La única respuesta era que yo lo hiciese, que lo hiciese por amor y respeto a mi hermano, y que lo hiciese madrugando un domingo antes de una semana vaticinada horrorosa. Lo sabía hasta el hombre del tiempo.

Alarma a las siete y media de la mañana.

Insomnio hasta las cuatro.

Lluvia de esa que en el norte llamamos calabobos.

Pero, ah, llegué quince minutos antes de su apertura. Ya me extrañó ver el destacamento de gitanas que se repartía entre piqueras y arcabuceras, esto es, proveedoras de buena suerte en forma de nunca-gratuito-romero y el-que-toca-de-Doña-Manolita-sin-cola. Me los roban de las manos.

La cola llegaba hasta Gran Vía. De nuevo. Antes de abrir.

Y la lluvia arreciaba.

A las nueve en punto un pequeño empujón. Me vine arriba y pensé: para y media estoy fuera.

Lo cierto es que para y media franqueé la esquina entre Gran Vía y la sinuosa cuesta del aparcamiento de El Corte Inglés. Mi ángel de la guarda aprovechó para hacer unos recados. «Cuando vuelvas estaré en esa farola», dije señalando una próxima con el mentón, que con la mano está feo.

Risilla irónica.

Allí me encontró.

Dos horas después, más cerca de las doce que de las once, tras sortear numerosos avisos de que el premio lo tenían los gitanillos que bordoneaban alrededor de la colmena lotera y la creciente intensidad del chaparrón, los tuve: cuatro boletos y un agujero en la cuenta bancaria. Pero eran míos, míos… y de mi hermano, claro.

Para celebrarlo, entré en una librería de segunda mano de vuelta a casa. A la vuelta derrotista de donde Doña Manolita el sábado, tuve la premonición de que un ejemplar en tapa dura de El Mundo Perdido, de Crichton, me esperaba con las tapas abiertas, pero no entré. Iba apurado. Hoy sí que lo hice: fui directo a la escueta sección de literatura de género y…

Los ojos desorbitados.

Allí estaba.

En septiembre encontré en la mesa de novedades una segunda edición en castellano de Parque Jurásico, novela que me encanta y película que me apasiona. Soy un recurrente en dicha librería pero nada de mundos perdidos; ni me lo planteaba. Et voilà.

No solo eso: se trataba de una primera edición.

Qué suerte. Ahora solo falta que toque el gordo.

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