“Declaración jurada”, de Manuel Emilio Castillo
DECLARACIÓN JURADA: LUZ DESDE LA OCURIDAD.
Por José Antonio Olmedo López-Amor.
«No entres dócil en esa buena noche.
Enfurécete, enfurécete contra la muerte de la luz».
Dylan Thomas
El narrador, ensayista y poeta mexicano Adolfo Castañón afirma, en el prólogo a una excelente compilación ensayística de Ramón Xirau, que un poeta que, no solo cuestiona cuanto le rodea, sino también a sí mismo, es capaz de revelar con su poesía-crítica que la máscara del poema es —en verdad— transparente y prístina. Ambas cualidades de ese virtual antifaz convergen en Manuel Emilio Castillo (Castellón, 1951), un desenmascarador que debe conocerlas muy bien para poder, no solo detectarlas, sino convertirlas en adjetivos de su quehacer poético.
A la tradición, a lo prístino apunta el germen de una poética que contiene resonancias de Luis Cernuda, ecos de Francisco Brines y reflejos de la poesía de Valente, poetas de corte reflexivo y metafísico que ahondaron más en el subconsciente que en lo cognoscible. Su transparencia deviene de su vocación de confesión, lo que queda constatado ya desde el título de este libro, una aspiración a la verdad que obliga al poeta a destruir su distancia con el hablante lírico (si es que es posible acortar ese océano) para ser honesto con su conciencia del otro: el verdadero estímulo que convierte a su poesía en un diálogo. Pero en la intelección del poeta-filósofo no hay verdad sobre la que no se sospeche: «Mi verdad es mi ficción o viceversa».
La misma transparencia que permite la comunicación, sin condiciones y a todos los niveles, es la responsable de que, como lectores, advirtamos que la luminosidad de los versos delata su oscura procedencia. Manuel Emilio es un poeta de la oscuridad, la materia de la que se componen sus versos es la noche, una noche del alma que impregna las palabras y cuya grave música no impide el surgimiento de destellos, los fogonazos del genio, la nana de la esperanza.
Manuel Emilio Castillo es un exopoeta (la excepción me busca), en cuanto a que su poesía no orbita ningún núcleo masificado ni forma parte de ningún club, tendencia estética o grupo literario. Un vate que por decisión propia se mantiene alejado de las redes sociales, un canal que sin duda es un importante escaparate por el que discurre buena parte del hecho poético actual. Quiero subrayar, además, el carácter insobornable de un autor que no vende su poética al acostumbrado mercadeo del intercambio literario. No lo hace aun a pesar de sufrir el desencuentro con los premios literarios, los grandes medios, y aún así, su quehacer como poeta es moralmente modélico entre una marabunta de seudopoetas ansiosos por figurar en las fotografías.
El alto nivel cultural, intelectual y artístico que Manuel Emilio ha alcanzado con su poesía a lo largo de los años lo ha obtenido a través de la madurez, de la experiencia, sin necesidad de obtener ningún título académico; podemos decir que su proceso de aprendizaje en la literatura ha sido intuitivo y autodidacta; muchas han sido sus lecturas y sus estudios y, consciente de que la mayoría de sus colegas escritores han cursado alguna carrera universitaria, opina al respecto lo siguiente: «Estoy satisfecho por lo que he conseguido, no por lo contrario. Doy lo mejor de sí y gozo por intentar hacer poesía, también gozo por haber llegado hasta aquí».
Manuel Emilio comenzó a publicar pasados los cincuenta, publicación, además, llevada a cabo en editoriales de escasa proyección, y haber nacido y habitado en una localidad periférica, no solo de Valencia, sino también de Castellón, son motivos más que suficientes para que Manuel Emilio, cercano por edad a la generación novísima, se haya mantenido fuera del canon. Es decir, estamos ante un poeta-isla que ha ido construyendo su poética lejos del foco mediático, aunque no por ello su arquitectura es menos consistente o digna de estudio que muchas otras.
En 1959, Jaime Gil de Biedma escribió en el prefacio a Las personas del verbo, uno de sus libros más emblemáticos, lo siguiente: «un libro de poemas no viene a ser otra cosa que la historia del hombre que es su autor, pero elevada a un nivel de significación en que la vida de uno es ya la vida de todos los hombres, o por lo menos —atendidas las inevitables limitaciones objetivas de cada experiencia individual— de unos cuantos entre ellos». La voz poética de Manuel Emilio nos habla desde esa cúspide de la madurez en esta Declaración jurada, desde ese estadio del verdadero poeta que transforma en símbolo los elementos poemáticos para convertir lo particular en universal, de forma que, de alguna manera, y casi sin pretenderlo, sublima y perfecciona nuestra percepción de lo cotidiano.
Es a través de ese código socrático —que no necesita traducción— que como lectores descubrimos en nosotros mismos nociones latentes que esperaban para desarrollarse el contacto con la mayéutica silenciosa de un verdadero maestro. La poética de Manuel Emilio entroniza la duda como tesoro de la inteligencia y la abraza como valiosa contingencia: «Ser enigma de todas mis andanzas». Nos enseña a huir de lo dogmático y profético y nos marca un camino de prudente lucidez, de serena y reflexiva desconfianza.
La luz es uno de los elementos de la naturaleza más enigmáticos, pues posee la cualidad de comportarse como materia o como energía; es decir, puede ser partícula y onda, si acaso no es las dos cosas a un tiempo. Ese rasgo dual encuentra su analogía en la poesía de Manuel Emilio, pues en este libro —más que en otros— existen estructuras bimembres en los versos que, no solo apuntan a ella por cantidad, sino también por argumento, pues el binomio bien y mal, luz y oscuridad cristaliza en algunos de sus mejores versos: «Mi obra custodia su celda y su amnistía».
Se encuentra en esta poesía, llena de oxímoron y antítesis, la rotundidad del haijin japonés cuando resuelve y equipara las enormes fuerzas que equilibran el cosmos al mínimo acto de la caída de una hoja. Comparte la inquietud de buscar que lo sagrado (entendido como extensión de Dios o lo que interpretemos como su misterio) deje de ser inefable y, ya como energía, fuerza o potencia sensible, regrese a su sustancia: un hondo conocimiento del mundo. En ese orden de comunión y comunicación quedamos, como seres humanos, religados: de ahí la avidez de ser testigos de tal belleza. El libro está repleto de imágenes hermosas, de metáforas que traslucen la asunción de un desconocimiento de sí, lo que deviene en el cambio de convulsión a compulsión.
Así, casi sin darse cuenta, el poeta va cantando y avanzando, el hombre va creciendo y envejeciendo, la vida se va consumiendo, ajena a una invisible y silenciosa salvación. Esa ulterior redención, motivo soteriológico que conduce a la catarsis última, es la misma corazonada que presintieron poetas como Fernando Pessoa, para el cual el hecho de escribir se convirtió en la misión de su vida. Amar y escribir mientras vamos muriendo. El tiempo, la muerte y la desposesión inundan los poemas, pero no con pesimismo ni sentimentalismo, a veces, incluso con optimismo, sobre todo, con aceptación.
Para el poeta que huye de lo categórico y de la hueca impostura, escribir sobre la poesía o sobre el hecho de escribir no es más que un ejercicio de aprendizaje, una necesidad atávica que no puede explicar y de la cual surgen destellos de intuitivo y espontáneo conocimiento: «Escribo para saber lo que no sé». El recurso metaliterario demuestra que hasta el mismo lenguaje está en tela de juicio. De sus versos se infiere que el lenguaje ausculta la sima nunca escrutada y nos ofrenda su desnudo yacimiento. Sus versos son el testimonio escrito de un viajero con tormenta privada y dudas públicas, un cuaderno de vida, a veces sin mucha esperanza, en el que permanece siempre un hilo de optimismo indestructible: «Tormentas que empujan a la improvisación».
La búsqueda inicial cristaliza en una evolución paulatina, en una ascensión ascética que nos conduce de la duda y la zozobra, del miedo y la incertidumbre, hasta el éxtasis y la congoja de la revelación. Dicha revelación es alcanzada a través de la reflexión y el dolor existenciales devenidos de un tiempo que flagela y un amor al que se apela en continua interpelación.
Poesía intimista y confesional, los versos de Castillo Bonete abundan en formas verbales en primera persona: aprendo, resucito, quiero, etc.; es constante esta marcada forma de la acción en su estilema. El hablante lírico se expresa en un universo antropocéntrico pero se arrodilla y somete ante lo que intuye superior, aunque lo desconozca. No en vano, silencio (soledad, escucha, espera, reflexión, recogimiento), sentido (lógica, deseo, congruencia, geometría) y ser (conciencia, múltiples yoes, no ser) son los tres pilares en los que se sustenta su discurso, tres factores ya anunciados en los tres versos propedéuticos que anteceden a los poemas: «Aquí imprimo el silencio, / los detalles del sentido, / el objetivo de mi ser».
La poesía de Manuel Emilio Castillo es honesta y clara, íntimamente ligada a su devenir vital, es un doler en voz alta que proclama su herida humanidad. Reflexión, evocación, ilusión, amor con alas que busca los resquicios de luz de su propia conciencia. Alejada de forzados corsés estéticos, esta poética naturaliza la retórica propia de los poemas y convierte todo su discurso en una conversación, quizás consigo mismo, quizás con el lector, pero diálogo, a fin de cuentas: sed de comunicación, de dicción de lo interno, fuego que se necesita compartir.
De la reflexión, pasamos a la sensación; es decir, los poemas nos conducen por un viaje que va de la mente al cuerpo, de lo intelectivo a lo sensorial y visceral y, si encontramos pesimismo, no es un pesimismo gratuito, queda justificado porque la perspectiva del autor deviene de un punto de vista realista, y aquello que trata de describir lo es.
La referencia culturalista es constante, pero no como marchamo estético, sino como preciso apuntalamiento argumental. Su cohesión formal y discursiva es manifiesta en este libro. Como en obras anteriores, hay una aspiración ascética (exposición, misiva, convergencia) en los poemas más contemplativos, una gradación emocional en su estructura interna y externa, un misticismo de corte nihilista que une al ser con el cosmos, que devela, por contraste, la insignificancia del yo frente a lo no nombrado y desconocido.
¿En qué momento de nuestras vidas podemos vernos obligados a escribir una declaración jurada? Por diversas causas. Puede que se dude de nuestra veracidad, que pretendamos que quede claro nuestro juicio cuando ya no estemos, etc. Aquí están las pruebas del litigio de Manuel Emilio Castillo contra sí mismo, el castillo de naipes de sus certidumbres. El amor, la poesía y la conciencia son sus bienes raíces, la autoridad judicial somos nosotros, impávidos lectores, a quienes desde nuestra propia ignorancia y sometidos a la conmoción de sus poemas, concebidos no solo como trámites legales, nos corresponde dirimir el laudo de su presunción.
Manuel Emilio Castillo
Declaración jurada
Vitruvio, 2023