El TeatroscopioEscena

Y Falstaff, ¿quién es?  

Por Carlos Ortega Pardo

 

El debate en torno a la identidad de Shakespeare —o del autor de las obras atribuidas a Shakespeare— siempre va a encontrar gente dispuesta a dar pábulo a una variopinta gama de teorías, algunas muy sugestivas y otras definitivamente alucinadas, de Bacon de Verulam a Christopher Marlowe, pasando por Edward de Vere e incluso la propia reina Isabel I. El argumento habitual estriba en ciertas lagunas en la peripecia vital del Bardo de Avon. Parece olvidarse —y ya es olvidar— que en el paso del siglo XVI al XVII no existían las omniscientes e invasivas redes sociales mediatizadoras de nuestros días y que, por ende, conforme nos remontemos en el tiempo y salvo excepciones —regias normalmente—, las biografías van a estar peor documentadas. De todas formas, no es objeto de estas líneas desglosar una lista de candidatos de día en día más populosa, doctores tiene la Iglesia de la Conspiración; tampoco tratar de convencerlos de lo que el sentido común invita a creer más plausible. A fin de cuentas, que un actor se ponga a escribir y que sus obras tengan éxito no se antoja una posibilidad tan extravagante. Pura navaja de Ockham, vaya.

No se ha venido prestando la misma atención a la persona —o personas— tras uno de los más célebres personajes del fecundo universo shakespeariano y posiblemente el aureolado de mayor carisma: Sir John Falstaff, un aristócrata definitivamente en las antípodas del ideal caballeresco. No en vano el espíritu pragmático y urbanita del Renacimiento supone el certificado de defunción de dicho arquetipo, ‘El cortesano’ lo ilustra a las claras y el ‘Quijote’ le pone el último clavo en el ataúd. Borracho, putero y amigo del sablazo, Falstaff sazona con su oronda presencia —imposible no tener en mente al Orson Welles de ‘Campanadas a medianoche’ (‘Falstaff – Chimes at Midnight’, 1965)— tres obras de Shakespeare, a saber: ambas partes de ‘Enrique IV’ y ‘Las alegres comadres de Windsor’. Y en ‘Enrique V’ una posadera nos da noticia de su muerte; en absoluto heroica, por supuesto: en la cama. A nadie escapa que no hay creación artística que no eche raíces en la realidad de su autor. Tratándose de William Shakespeare, cantor de, entre otros muchos motivos, la historia (entonces) reciente de Inglaterra, ello cobra especial virtualidad. Así pues, ¿en quién se inspiraría para idear un individuo tan peculiar?

 

Orson Welles, el pícaro Falstaff, y Walter Chiari, como el príncipe heredero en Campanadas de medianoche.

 

El primer candidato es Robert Greene, dramaturgo y panfletista —sobre todo esto último— que, de modo similar a como hiciera Shakespeare, abandonó a su familia para ganarse la vida con la pluma, convirtiéndose, de hecho, en uno de los primeros profesionales ingleses de la literatura. Precisamente en uno de sus cáusticos libelos encontramos la más antigua referencia al Bardo, cualquier cosa menos elogiosa, de que se tiene noticia. En su ‘Groats-worth of Witte, bought with a Million of Repentance’ juguetea con la sonoridad del apellido Shakespeare hablando de un «shake-scene» o «agita-escenarios» en el seno de la siguiente diatriba: «Hay un cuervo advenedizo y embellecido con nuestras plumas que, con su corazón de tigre bajo una piel de actor, se cree capaz de declamar el verso blanco como el mejor de vosotros, sin ser más que un simple recadero que se tiene a sí mismo por el único agita-escenarios del país». Cabe rastrear las razones de tamaña acritud en el corporativismo elitista de una camarilla de escritores con formación universitaria —Marlowe, Kyd, el propio Greene— que habrían visto en el hijo apenas alfabetizado de un fabricante de guantes a un arribista sin el menor respeto por las jerarquías intelectuales, y plagiario además (de ahí lo de «cuervo advenedizo y embellecido con nuestras plumas»). Shakespeare tendría su revancha unos años después dando a Falstaff las licenciosas costumbres atribuidas a Greene e incluso un óbito muy similar, pues éste pasó a mejor vida en 1592, a los treinta y cuatro años, tras una opípara cena.

Otro sospechoso, favorito de una mayoría de expertos, es Sir John Oldcastle, compañero de armas de Enrique V, líder luego del alzamiento lolardo —suerte de herejía proto-protestante— de 1414 y, en consecuencia, aherrojado y quemado en la hoguera. En una versión preliminar de la primera parte de ‘Enrique IV’ aparece un caballero cobarde y borrachín con ese mismo nombre, al que secunda un tipejo de nariz roja y carbuncos sifilíticos llamado John Russell. Sir John Oldcastle era un antepasado lejano de Elizabeth Cooke, Lady Russell, en efecto viuda de Lord John Russell, en su día heredero del condado de Bedford. La señora, seguramente todo un carácter y con influencia en las altas esferas —también estaba emparentada con los Cecil, mandamases del Consejo Privado—, había torpedeado el proyecto de Shakespeare para construir un teatro en Blackfriars, poniendo al Bardo al borde de la ruina. A finales de 1596 la irascible viuda presentó una petición, suscrita por treinta notables locales, para que se paralizasen las obras. El nuevo edificio, que ocupaba parte de un antiguo monasterio, se iba a ubicar a poco más de 50 metros de su residencia. Puritana furibunda, Lady Russell no podía ver ni en pintura a la chusma que, a su devotísimo entender, frecuentaba aquellos espectáculos disolutos. A la postre Shakespeare tendría su teatro, el celebérrimo Globe, pero al otro lado del Támesis, en el área más insalubre de Londres. Las primeras representaciones de ‘Enrique IV’ datan de 1597, si bien probablemente fue escrita —y puesta en circulación— algo antes; conque no está claro si Oldcastle y Russell fueron causa o consecuencia del pleito inmobiliario. En cualquier caso, Shakespeare tuvo la sensatez de, previa retractación pública, cambiar sus nombres por los de Falstaff y Bardolfo, convencido —o forzado a ello— por su valedor, Lord Cobham, asimismo familiar de Lady Russell.

 

Retrato de Eduard von Grutzner.

 

Un último nombre, el de John Fastolf, fonéticamente tan próximo al de Falstaff, que no puede ser obviado. También soldado bajo los estandartes de ambos Enriques, IV y V, destacó en numerosas acciones de la Guerra de los Cien Años hasta que, en la batalla de Patay, protagonizó una huida, cuando menos, controvertida. Cobardía o sentido común —sus apólogos alegan que, con todo perdido, no merecía la pena seguir luchando—, le costaría la retirada de la Orden de la Jarretera obtenida un lustro antes en premio a su bravura. Shakespeare presentará a Falstaff con la mancha de haber abandonado a su suerte al prestigioso Sir John Talbot, el «Aquiles inglés» y «Terror de los franceses», apresado en Patay y cautivo del enemigo durante cuatro años. Tras más de una década de litigios, Fastolf consiguió que se le readmitiera en la Jarretera, si bien su nombre nunca quedaría completamente limpio, a lo que sin duda contribuyó la mordaz creación shakespeariana. ¿Con quién quedarse entonces? Pues con todos y con ninguno. John Falstaff, compendio de los vicios —y alguna virtud— de un puñado de sujetos del mundo real, se erige en uno de los personajes máximos de la historia de la literatura, de complejidad y claroscuros tales—«humano, demasiado humano»—, que trasciende el paradigma —Falstaff es mucho más que un donaire al uso— y a los individuos que le sirvieron de modelo.

 

Puesta en escena de un teatro australiano de la ópera de Verdi, Falstaff, 1893, versión de Las alegres comadres de Windsor y Enrique IV (partes I y II).

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