“Todavía el asombro”, de Javier Gilabert
La mirada inocente del poeta. Por Marina Casado.
Absortos en una época dominada por la certeza, en la que existen respuestas para casi todo, no es fácil alcanzar el asombro, el pálpito de la novedad, la mirada pura. Eso es lo que reivindica Javier Gilabert en Todavía el asombro (El Gallo de Oro, 2023), que ha sido merecidamente galardonado con el XV Premio de Poesía Blas de Otero – Ángela Figuera. “La poesía de Javier Gilabert es reencontrarse con lo que parecía ya perdido”, afirma Diego Vaya en su texto de contraportada. En efecto, se trata de una poética atemporal, que bebe de la naturaleza y de lo primigenio, de todo lo que permanece y es, paradójicamente, aquello que más puede asombrarnos.
El poema que abre la obra, “Gramática del asombro”, establece los rasgos de dicha poética: “El poema es el centro del lenguaje”, “El instante es el centro del poema” (hay una concepción impresionista del poema como fotografía de un momento), “El asombro es la carne del instante”, “Del asombro al asombro va el poema”. Es decir, que la creación poética, planteada como emoción o escalofrío, brota de esa perplejidad.
La primera sección de la obra se titula, precisamente, “De pronto estoy despierto y es de día (La Voz)”. ¿Puede sorprendernos aún el amanecer a estas alturas de la existencia? Escribe el también poeta Julen Carreño en su magnífico prólogo: “Sabe el poeta, ha comprendido, que es la mirada atenta el preámbulo del asombro”. Por eso, la voz lírica adopta el papel de espectador y trata de mirar las cosas con ojos atentos, limpios de prejuicios, de presiones: “Se trata de mirar, es el secreto, / pues no basta con ver: / mirar requiere esfuerzo e intención”. De ese modo, se fija en la naturaleza, en las cosas que nos rodean y siempre están y han estado ahí, y se asombra con el afán de supervivencia de la hiedra o del musgo, en la incansable búsqueda de esa permanencia: “La esperanza / se aferra a lo que puede y allí crece”. Su mirada es espiritual, honda, no se queda en la superficie (“No es el ojo mejor que el corazón”). Es la mirada del niño “dispuesto a descubrir / todo lo bello que se esconde / tras las pequeñas cosas”, porque la infancia representa la edad del asombro y también de la sabiduría, ya que más tarde “Damos tanta importancia / a lo que no la tiene, / que andamos más de media vida lejos / de nuestra propia vida, / ensimismados”. Son las heridas que el tiempo nos deja en la mirada. En este sentido, surge el tópico del Tempus fugit: “Apenas un suspiro y media vida / quedó del otro lado”.
La segunda sección se centra en el instante, “Todo es nuevo, quizá, para nosotros”. Aborda esa capacidad de asombrarnos con las cosas cotidianas y naturales, con la sencillez, con “lo inmensamente bello de lo simple”, ya que “vivir no necesita más adornos”. La clave estriba en “mirar el mundo con unos ojos nuevos”. De ese modo, “Nacemos con el alba cada día”. El amanecer nos regenera, nos sorprende, mientras que en el ocaso se esconde “la terrible metáfora de la vida y la muerte”. Y la noche es territorio del del miedo, esa emoción “donde el dolor germina”, “una raíz / creciendo, / siempre, / adentro”, sin “sombra ni sustancia”, “tan real como una estatua”. El miedo paraliza la creación poética. Por eso, el poeta llama a vivir en el presente: “No dejes que lo malo por llegar / ocupe el pensamiento con su sombra”.
La tercera sección, “Siempre la claridad viene del cielo”, plantea la luz como motivo central. En ella, la voz lírica hace una declaración de intenciones: “Yo creo en los milagros cotidianos: / la luz, la claridad, la amanecida, / se siguen sucediendo ante mis ojos”. La alegría es “fugaz como un destello” y la nostalgia se oculta a plena vista “como el tendido eléctrico”. El dolor se lleva la luz: “Por culpa del dolor, todo se para / y entonces una nube oculta el cielo”. La luz, la contemplación de la belleza del mundo, exige un margen de espiritualidad, una voluntad de introspección: “El umbral de la luz es un camino / que se ha de recorrer con valentía. / […] y ser consciente / de que conduce siempre al interior”.
Ese sentimiento nos guía directamente a la cuarta sección, titulada “Hoy necesito el cielo más que nunca (El Poema)”. Es la sección más metaliteraria, en la que el poeta realiza ese ejercicio de introspección y de análisis de su propio proceso creativo, que compara con la tarea de arar para recoger más tarde la cosecha. Es decir, que no solo hace falta la contemplación y la iluminación, sino que la escritura también requiere un trabajo. La voz lírica reflexiona sobre esa búsqueda interior que “implica falta de aceptación” y concluye: “La duda, sin embargo, nos completa: / dudando percibimos la verdad”. El alumbramiento poético se relaciona, como en la concepción romántica, con la naturaleza: “Inventan geometrías imposibles / las nubes a su paso / […] Quisiera hacer lo mismo en el papel”, “mientras miro / al pájaro enfrascado en su tarea; / me veo a mí delante del papel, / tratando de encontrarme en las palabras”.
Finalmente, la clave se encuentra en la forma de mirar las cosas naturales, ese “cielo semejante al de otra tarde, / pero a la vez tan nuevo, tan distinto” que hace brotar el asombro. Porque la conclusión a la que llega el poeta es que solo poseemos el instante presente, “la vida ahora”.
Todavía el asombro es un canto delicado y hondo a esa belleza presente que suele pasarnos desapercibida, un canto a la hondura, a las raíces del alma, que conectan con la naturaleza primigenia, con la sencillez. A través de poemas cortos y condensados en los que cada verso tiene su importancia en el conjunto, Javier Gilabert nos demuestra que aún es posible asombrarse con la poesía contemporánea, que la inocencia no es una estación vacía.