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«Las noches áticas», de Daniel Huerta Goya

Por Javier Mateo Hidalgo.

Recojo aquí las palabras del poeta ciudadrealeño Francisco Caro, con las cuales nos recuerda en su elogio al poemario Singladura del madrileño Pedro López Lara un relato mítico narrado por Bocaccio. En él, su protagonista Zeus ordenaba “trocear en fragmentos diminutos el libro de la vida” para, acto seguido, encargar a Hermes su “reparto aleatorio por vientos y caminos hasta hacer imposible su recomposición”. A pesar de la quimérica tarea, los filósofos iban tras ellos buscando unirlos para darles sentido, mientras otros aprovechaban cada pedazo encontrado “para imaginar a su alrededor nuevos significados, mundos pasados y futuros”. A estos les llaman “poetas”, siendo por ello su saber siempre sospechoso.

Estas palabras bien podrían servir para introducir el libro de poemas Las noches áticas, del madrileño Daniel Huerta Goya (Ushuaia Ediciones). Su título nos recuerda por fuerza a las Noctes Atticae, único libro conocido del romano Aulo Gelio, el cual aludía al inicio de su composición durante las largas noches invernales en la griega Periféria Attikís. Allí anotaría todas las curiosidades oídas o leídas en otros libros. Un libro que componían un total de veinte y que, como el que ordenó fragmentar y dispersar Zeus, contenía el saber más completo en todas las disciplinas, quedando en parte perdido. Huerta Goya remite inevitablemente a sus “amenos juegos eruditos, su pasión por los libros y su constante estímulo para la inteligencia y la imaginación”. Como poeta, ahonda en esta búsqueda y disfrute del conocimiento perdido, del enigmático mundo, tanto en continente como en contenido. Así, en el primero de los poemas de la sección L‘amor en fuite, nos dice: “Y juntos aprendemos el lenguaje / —cifra y arcano, pálpito y secreto—, / la equívoca y ambigua polisemia / que en el tuétano ocultan los objetos, / y rasgando el telón de la apariencia / rozamos con la yema de los dedos / el centro, el núcleo, el vórtice, la médula, / la verdad de las cosas, su Misterio”.

Como parte del aprendizaje del mundo, estará bien presente el amor, uno de los más enigmáticos misterios que mueven el mundo e impulsan al individuo, incluyendo la parte del deseo, origen y sentido en su existencia. La búsqueda del Eros puede devenir en su contrario si no es hallado, como la luz precede a las tinieblas. Huerta emplea la metáfora del tiempo nocturno para tratar la oscuridad en que se mueve el ser humano en su propia incertidumbre de las cosas. Y más si esas dudas provienen de sus propios sentimientos y sensaciones, siempre enigmáticos. En su paradoja y contradicción, continúa buscando lo que puede ocasionarle dolor. Así, en Y aun en la oscuridad, encontramos lo siguiente: “Y aún en la oscuridad perpetua de la noche, / donde, hastiados los ojos, apenas se distinguen / la forma del objeto y su volumen, ¿he de considerarme afortunado, / pues pienso y siento y oigo y veo / y noto cómo el aire me penetra, / va llenando mi cuerpo, / un cuerpo vivo, sí, pero agotado / de anhelar el amor y su tragedia?”.

Como vemos, Las noches áticas tiene también su poso amargo, de desencanto hacia la existencia, aunque también resplandezca en múltiples ocasiones. No deja de ser un reflejo de la vida, que muestra —como la rosa— su belleza pero también sus espinas. Algo que, como explica el autor en el texto final a modo de justificación, fue tomando forma a medida que la escritura iba construyendo la obra, a pesar de quien escribía: “Es el libro que jamás querría haber escrito, al menos tal y como lo tienes, lector, entre tus manos. Lo pensé y lo comencé como una obra exultante, alegre, jubilosa, un cántico en voz alta, una celebración del reencuentro con la ilusión perdida momentáneamente —o eso creía yo— tras un otoño cruel. Pero la realidad, que no respeta plan alguno, se fue imponiendo y dando al libro un fondo y una forma bien distintos […], lo que dotó al conjunto de un poso de amargura muy alejado de la idea primera”.

En su deseo por abarcar un atlas mnemosyne del mundo desde la perspectiva propia —como no puede ser de otra manera en un autor comprometido con su arte y con su tiempo—, Huerta busca también completar la anatomía de la cultura teniendo en cuenta cada una de sus partes o ámbitos. A una poética plena de conocimientos clásicos —a los que complementa con claves de su época— se suma la evocación de las distintas artes, conformando un edificio literario sólido y refrendado por la mirada externa: en concreto, la inclusión de su retrato —dibujo de Natalia García Santiago— y de una partitura de Alejandro Vivas Puig, que no es sino interpretación musical de sus “noches áticas”. El compositor, que aporta como vemos una rara avis dentro de los libros poéticos —resulta sorprendente y bienvenido encontrar una partitura dentro de un libro de poemas— (que no del género) —es sabido que la poesía nació con la música, por algo es también “lírica”—, es así mismo autor del texto inaugural. En él afirma: “Cuando comencé la difícil labor de escribir un prólogo, inconscientemente mis manos se iban al piano para descubrir lo que me hacía sentir una poesía que busca y encuentra la manera de ofrecernos un mundo de ensueño, donde la belleza prima sobre cualquier otra opción subjetiva”.

Las noches áticas se compone de tres partes bien diferenciadas: por un lado, la denominada Seis instantes italianos. En ellos, se asiste a la añoranza del mundo perdido, la nostalgia hacia lo que no volverá y su imposible reclamación, en forma de figura femenina, enlazando el deseo hacia lo abstracto —que nos configura— con lo humano y material —hacia lo que volcamos nuestro afecto—: “Traedla ante mis ojos otra vez, / sin demora; / y no olvidéis su dársena dorada. […] Ayudadme a recuperar / ese trozo de tierra / desgajada del mundo y de mí”. En la línea de lo amoroso se sigue en el siguiente poema; un amor perdido que se evoca ligándolo con el sufrimiento —“el recuerdo convoca dolor”— y cuyo recuento de momentos pasados se presenta visualmente de forma fragmentaria. Italia se erige a modo de paisaje, con todo lo que conlleva su peso histórico y artístico, telón de fondo con el que destacar la rememoración de lo perdido y la tortura presente. El propio nombre de una de las ciudades de país mediterráneo se asocia con ese color de la pasión: “Sólo anhelo / en esta Siena sorda, silente, somnolienta, / el rojo de tus labios en mis labios”. Después llega también Lombardía en este camino en soledad del poeta, siendo su arquitectura crepuscular reflejo del ánimo de quien habla —“descubro en las cornisas, en las mustias fachadas, / en los charcos que anegan las aceras, / mi inmensa soledad y al fin comprendo / que un cuerpo nunca existe por sí solo”—. Roma cierra esta parte como último albergue italiano del poeta, en concreto una de sus emblemáticas plazas, imagen asociada a la lujuria nocturna: “La noche se desgasta por el uso / y resurgen las gardenias en la Trinità dei Monti”.

La segunda parte del poemario remite en su título a la pasión fílmica del autor, en concreto a la época francesa que enmarca la Nouvelle Vague con uno de sus máximos representantes: François Truffaut. Se trata del último título de la saga de filmes que protagoniza Jean-Pierre Léaud en su personaje de Antoine Doinel, famoso mundialmente desde Les quatre cents coups (“Los cuatrocientos golpes”, 1959). L’amour en fuite (“El amor en fuga”, 1978) nombra por tanto esta segunda sección o grupo de poemas. Un título bien representativo de la naturaleza líquida —Bauman dixit— del Eros —también se refiere en el poema posterior titulado Amor líquido—. En el primero de los poemas —De tu rumor continuo voy viviendo—ese sujeto amoroso tiene nombre concreto —María—, a quien el poeta habla y en quien personifica el ardor pasado convirtiéndose, por magia de la imagen poética, en nueva geografía italiana —sin nombrarla explícitamente—: el Vesubio que cubrió con su lava Pompeya: “Y tú, vivo volcán, magma suave, / ardiente lava que enterró mi cuerpo, / fuego que no se extingue”. En los siguientes poemas, el autor se troca mágicamente en habitante de lugares anímicos, representando con su pertenencia a estos lugares una forma de estar en el mundo: “Estoy en la Alegría, a pocos pasos / de la Felicidad y la Sonrisa, / del lugar donde nace la Fortuna: / las cosas no suceden sin motivo”. En Pero dilo, vuelve a utilizar de interlocutor a la amada, buscando en su respuesta un futuro anhelado a su lado: “Dime que merecemos ser felices, / que sigues eligiéndome / (porque siempre se puede) / y que sabes que no te equivocaste”. En Catorces de diciembre se refiere a esos días grises o anodinos que tanto abundan durante el año y cierra de forma sorprendente: “Muchos que nada tienen de especial / porque no te tomaste esas cervezas / […] o no diste un paseo de la mano / de la chica que tanto te gustaba, / de la que por entonces no sabías, ni siquiera en el taxi que os llevó hasta su casa, / que iba a cambiar tu mundo para siempre”. En Ucronía, el poema se torna encrucijada soñada de posibles mundos pasados: “El tiempo ha decidido lo que somos / y para imaginarte de otro modo / lo único que tienes son tus sueños” —no podemos evitar pensar en lo que pudo ser o adelantarnos a lo que no ha sido, inútil aunque lógico por nuestra naturaleza—. Esa ilusión imposible irá aparejada de una posterior conciencia de lo real, con su consiguiente desencanto. En Cuando te hayas ido, la soledad recluye en un archipiélago imaginario al poeta, subrayando su aislamiento: “Cuando ya te hayas ido y se reordene / mi pequeño universo provinciano, / cuando vuelva la hierba y los zorzales / y el temblor de hojas muertas en otoño / y la vida circule por los cauces de siempre, / estaré convencido de que nada poseo”.Verba volant trae la poderosa imagen de un “hermoso palacio flanqueado de dos torres mayúsculas”, que no es sino aquello en lo que la protagonista del poema ha convertido el nombre del poeta. De igual modo que al poder simbólico del nombre, Huerta remite al de los verbos —amar, comunicarse, sincerarse—, esperando que la destinataria sepa encontrar a alguno de ellos “un buen futuro” —“perfecto o imperfecto, eso ya se vería”— para hacerlo pasar por “un huequito” del “hermoso palacio” que un día construyó. Se advierte, por tanto, un doble reflejo de la realidad, afable y amarga, de lo que pudo ser y no fue debido al complejo carácter del personaje femenino referido. Esto se convertirá en un leitmotiv en adelante, concretamente en la parte dedicada a los personajes mitológicos. Un extenso apartado donde la poesía se convertirá en prosa poética, a modo de relatos legendarios. Desfilaran por él figuras como Eurídice —“en la vida no es siempre Orfeo / quien comete el error y vuelve el rostro”—, Dafne —“fascinante y fascinada, vivió siempre su des sus de la mêlée, ajena a todo y a todos, alejada del sentido común”—, las amazonas —“los mortales no podemos comprender, ni apenas vislumbrar, las razones que mueven a las leyendas”—, la ninfa Calipso que habitaba Ogigia —“su debilidad era más poderosa que las tempestades y más profunda que las negras simas que circundaban su isla”—, Melusina —“en silencio, tal y como había llegado, desapareció, dejando a su paso el aroma que emanaba de su cuerpo hastiado y carcomido por la duda”— o las sirenas —“ideaba, con la euclidiana frialdad de un criminal, arriesgados juegos de pasión y deseo en los que la mentira era un axioma”—.

Cierra el libro su tercera parte, Luz al atardecer, remitiendo su título a ese último momento del día en que los cielos parecen empeñar su último esfuerzo en luchar contra la venidera oscuridad, aportando esos tonos que el habitante terrestre interpreta como agradables para su espíritu, asociándolos con la calidez y el ensimismamiento. Es el crepúsculo o el ocaso el canto elegíaco que tan acertadamente acompaña a esta despedida del poeta, que huye en su definición cualquier afán de protagonismo —“jamás he pretendido ser un héroe / como los de los libros de aventuras / de mi primera y triste adolescencia […] ni un modelo, / solo un hombre normal, como vosotros. / Y no de los mejores.”—. Al contrario, acude a la sencillez de las acciones como forma de redescubrir “la luz que va alumbrando” el camino que da título a otro de los poemas. Prosigue con las lecciones en el siguiente, animando como escritor a apostar por la claridad y el lugar común, huyendo “como la nave del escollo / de palabras que el uso no refrende”, volviendo la mirada “a aquellos campos / amarillos y verdes” de la infancia, para ser así “por todos comprendido”. En Sin título retoma la placidez de ese atardecer primero recordando, a modo de paisaje impresionista monetiano, “los viejos poemas orientales” para imaginar “el río / corriendo por entre los chopos y alentando / con su dulce y suave melodía / la calma secular de los nenúfares”. Descripción hecha desde la rememoración o un presente —simbólico o no— tras la ventana, en El hilo de la voz: “Envuelto en el silencio embaucador / de otra tarde de otoño que se escapa / por la grieta que abrió la soledad, / descorro poco a poco las cortinas / para ver a través de los cristales / la calma pavorosa del jardín”. El autor no deja de lado ciertas enseñanzas, como en Las horas que limando están los días, donde alude a la pequeñez de la limitada existencia: “Tu vida es un capítulo muy breve / de un libro mucho más voluminoso / y, aunque entiendo que estés en desacuerdo, / también bastante más interesante. / Así que lo mejor es que la afrontes / con naturalidad y sin apego, / como un jugoso préstamo que a veces / el azar, el destino o simplemente / algún dios juguetón y generoso / nos concede a unos pocos elegidos”. También en Ars moriendi —título que remite a los libros de consejos sobre los protocolos y procedimientos para ese “arte de morir”— se nos recuerda el clásico lema latino del Carpe diem: “por más que vistas a la moda, / camines, corras, nades, comas poco, / tal como aconsejaban los filósofos, / y evites el alcohol y las toxinas, / ya no serás inmune a los achaques. / Así que cuídate si es que pretendes / ordenar tus asuntos más prosaicos / y, siguiendo el modelo de los clásicos, / dejar tu obra cerrada con coherencia”. En Ab ipso ferro —“desde el acero”— se refiere a la actitud afrontada hacia la vida por el poeta, quien a pesar de nunca volver “el rostro ante el fracaso”, aprender a encarar las despedidas “con la sabia templada del estoico” o “huir de la queja y el lamento”, buscando en él mismo “las respuestas / seguro de que allí” las hallaría, es consciente de que pasa el tiempo y nada tiene.

Concluye el poemario con El final del verano, paso al aire fresco y renovado pero, sobre todo, esperanzador: “Entra en la casa y cólmala de bienes, / llénala de tu voz y de tu aroma. […] Será humilde la mesa pero grato el instante / en que juntos, sin miedo a los relojes / ni temor al adiós definitivo, / huyendo de la angustia —pero eso sí, guardando / un elegante toque de nostalgia—, brindemos por el tiempo que nos quede”. Como dice su autor, sintámonos invitados a esa casa que son Las noches áticas, comprendamos su historia —también la nuestra— y dejémonos agasajar por sus enseñanzas.

 

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