JFK, de Sergio Galarza
JFK de Sergio Galarza
Candaya. Barcelona. 2012. 175 páginas. 14,25 €
El protagonista de esta novela es un escort de lujo que justifica sus múltiples psicopatías por provenir de una familia desestructurada formada por un padre administrativo en una imprenta desde los catorce, que pone los cuernos con la primera que pasa, a su hasta entonces mujer y madre, polaca amante del cine de Kieslowski y Wadja. Se menciona como familiar allegado también a un tío al que van a visitar a Lodz.
Es además el jefe como paseador de perros (esta aventura sucede antes en el tiempo, por más que se publicara después) del narrador personaje de la primera parte de esa su primera novela encuadrada en la Trilogía peruana de Madrid.
Uno se pregunta si a pesar de que recorremos con viscosidad pulp sus páginas, es esta o no una novela gozosa de escribir y leer, en tanto en cuanto y como ya ocurría con la primera parte, disecciona un oficio oscuro que incluye los intercambios no sólo sexuales con hombres más que con mujeres y por los que JFK (la última de cuyas letras se refiere a su apellido Kimkiewicz) acaba renunciando debido a la nausea ya física que algunos le provocan, para trasladarse a Estados Unidos y recorrer con el dinero ahorrado un camino lleno de gente estrafalaria y a su parecer más agradable, pero que le mantiene anclado al Madrid de sus pesadillas, sobre todo a raíz de los enfrentamientos con su madre, por considerar esta que el dinero ganado, no lo ha sido hecho, como es de suponer muy limpiamente que digamos.
«Diría que soy un puto y ya está. Pero yo hago algo que no todos pueden hacer: me trago su mierda. Y para eso no hace falta ejercitarse durante horas en un gimnasio», esta declaración de intenciones inicial entronca con otro mandamiento de la ley del escort, que parece consistir en ver, oír y callar: «observar es como leer la mente de una persona. Uno de los temores que aún sufro es encontrarme con alguien que tenga ese poder. Me aterra esta posibilidad». Pero hay algo más realmente angustioso en todo ello: «Había que mirar siempre hacia ninguna parte, como si todo el mundo estuviera mirándome», esta pseudo-paranoia no busca afectar aún más un victimismo, que a veces le viene de serie al personaje, sino hacernos partícipes de él sin compasión.
JFK practica el oficio más antiguo del mundo, además, por razones que van más allá del dinero a desembolsarse, lo que suma aún mayor maldad a lo que hace: «Quienes no me conocen pensaran que no siento nada. Mucha gente piensa que sentir tiene solo un significado positivo: demostrar afecto. Si así fuera yo sería un traficante sin corazón, porque vendo afecto envasado. Lo mío no es real, dirán mis competidores» y es que la manera de entrar en este trabajo se la debe sobre todo a Liz, una prostituta con quién confraternizó de joven, y Gina, una novia demasiado guapa para él, que le dio boleto, y con la que aún mantiene amistad.
Además, JFK tiene o tuvo un amigo, el Chico de la Moto, a quién recuerda desapasionadamente debido a motivos cinematográficos, pues Coppola y su Rumble fish siempre le gustaron más que los cineastas que semana a semana descubre en la Filmoteca, por culpa o gracias a su madre: «Me vanaglorio de mis poderes para detectar los puntos frágiles de las personas que solicitan mi ayuda, pero siempre fui incapaz de saber qué había dentro de mi amigo y tampoco me preocupé por descubrirlo».
Temas como ese escapismo que todos buscamos en el consumo rápido y que en J. se torna en una huida real de los problemas, lo convierten igualmente en una criatura que pretende huir de sí mismo y no puede, un ser desvalido, que trata de buscarse a sí mismo a toda costa, y no logra más que hacerse añicos por más que lo hace. Un degradante bosquejo de más de uno de nosotros, con una personalidad tan arrolladora como difícil, un loco frío capaz de cargarse a tantos con el equipo, alguien más reconocible en la ficción que en la realidad, con demasiadas, quizá, aristas, y que lleva en modo directo, sin pasaporte, a un desgraciado infierno.
Por otro lado, la siempre presente banda sonora esta vez llena de rock and roll duro habita casi por contagio, como bien oímos en las páginas y acordes finales.
DANIEL GONZÁLEZ IRALA