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Extranjero Camus

FRANCISCO CERVILLA.

Inspirado por una pregunta de Kafka, Vila-Matas, en Kassel no invita a la lógica, escribe lo siguiente: “Contrariamente a lo que creen tantos, no se escribe para entretener, aunque la literatura sea de las cosas más entretenidas que hay, ni se escribe para eso que se llama ‘contar historias’, aunque la literatura está llena de relatos geniales. No. Se escribe para atar al lector, para adueñarse de él, para seducirlo, para subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y quedarse allí, para conmocionarlo, para conquistarlo…”

En la misma idea insiste Lucian Freud, cuando dice que espera que el arte perturbe, seduzca, convenza. Por si no hubiera quedado claro, añade que “la tarea del artista es incomodar a los seres humanos”.

El arte, dice por su parte el norteamericano Ben Shahn, con actual exposición en el Museo Reina Sofia de Madrid, se basa en la no conformidad, en jugarse la vida, la reputación. 

Podrían encontrarse muchas referencias similares. No puede ser de otra manera: la creación artística irrumpe en el lecho donde plácidamente descansa el yo.

Sucede con la lectura de algunos escritos, con el interés que suscitan determinados autores: conquistado, convencido, perturbado, te quedas allí durante un largo período de tiempo o, por qué no, te quedas para siempre. No por el mero placer de la lectura, sino por la suficiente dosis de inquietud que te ha ocasionado: la no complacencia, la inconformidad, por darte cuenta de tus carencias de saber cuando percibes que un indecible merodea en lo que está causando tu deseo, y por comprender y aceptar que la lectura no te completa sino que crea ausencias.     

En eso consistía el arte de Kafka, decía Camus, en obligar al lector a releer, a permanecer en esa tarea, a volver a un libro ya leído por desconcertante que su lectura haya resultado, o precisamente gracias a ello: un libro fragmentado, inconcluso, sin la última página si es necesario, sin el punto final al que nunca -una vez que ha sido escrito o no escrito, según se mire- podrán llegar el protagonista, el escritor o el lector, quienes sin embargo insisten, insistirán y no dejarán de intentarlo. Intentar alcanzar la cima inalcanzable en un libro de escritura infinita.

Camus participaba de ese arte. Se hace patente en su célebre novela El extranjero. Una vez leída su final no la cierra, el sin sentido la mantiene viva, la sensación de extrañeza la recorre y contagia al lector que ha permitido que el extranjero le hable.

Una vez ocurrido esto el extranjero se queda. No te deja del todo o tú no lo dejas a él. Tal vez porque agitó al forastero que llevas dentro, al extraño que eres y que te empuja a encontrarte, no en ti -que esa es la gran confusión, fuente de mucho sufrimiento, mucha ignorancia y mucha maldad- sino en los otros, a escucharte por fuera de ti, en el libro que te habla, o en el cuadro que te mira. Como si lo más íntimo te llegara desde un exterior que te atraviesa y al que, en definitiva, le debes la existencia.   

Algo de este extranjero puede leerse en algunos momentos memorables, y emotivos, de El mal de Montano de Vila-Matas, cuando escribe “yo encontré lo mío en los otros, llegando después, acompañándoles primero y emancipándome después”.

El origen propio, si es que se puede hablar de origen, o mejor sería decir, las raíces propias, no están en ti, están en los otros, y eso te convierte en un exiliado de por vida. Pero lo que realmente importa para la vida es tu autonomía, tu separación conforme a tu deseo, de forma que puedas dejarte llevar, dejarte seducir, cuando eso te alcanza. 

“Hoy mamá ha muerto”, así empieza El extranjero, sin tregua, sin respiro, con un corte que te empuña. Cuatro palabras que te atornillan al libro, con las que Camus viene a decir: no hay palabra primera.

Sin relato previo, este comienzo tiene el efecto de una fractura narrativa desde el principio mismo: ¿Dónde arranca la historia? ¿Dónde se encuentra su origen? ¿ Y dónde su final? ¿En la muerte con la que comienza?

Perec lo explica en pocas palabras: “Lo indecible”, escribe en “W”, “no está escondido en la escritura, es lo que mucho antes la ha desencadenado”. En este indecible que escapa al lenguaje, y que la escritura intenta rodear, quizás se encuentre la causa del deseo no sólo del escritor sino también del lector, tan foráneos entre sí como necesarios el uno para el otro.

Este famoso inicio de El extranjero con esa escansión en la entrada misma del texto, brecha que fragmenta la historia desde el comienzo, tiende un puente hacia tu memoria, la cual te lleva a situar al personaje, Meursault, -un francés argelino, un francés de Argelia, oximoron de patria imposible, irremediable extranjero- ante un acontecimiento extremo y a atribuirle un despoblado momento subjetivo frente a una pérdida capital e irreemplazable.

Pero no hay dolor, no hay duelo. No hay lazo afectivo, de amor o de odio,  con la madre que la muerte arrastre consigo. Meursault es un observador impasible, solitario, de alma desértica, sumida en el sin sentido.

Capturado por la sobriedad de la escritura avanzas sobre frases y párrafos hasta que la ficción, paraje inhóspito que recorres, hace diana en ti. Y entonces se manifiesta el territorio extranjero que Albert Camus ha abierto: un mundo hecho de soledad y silencios, en el que el escritor crea una frontera que aísla a su personaje, lo aleja del afecto de su lector, echa por tierra cualquier acercamiento identificatorio y hace naufragar todos los momentos de esperanzas respecto a Mersault, que el escritor mismo te ha empujado a albergar, ante el atisbo de una subjetividad que se presenta como una una promesa, un alivio. “Uno es siempre un poco culpable”, se dice a sí mismo en determinado momento. Pero esa subjetividad es mera ilusión, de la que no deriva ninguna consecuencia.

Así pues, el extraño Mersault, sigue su camino hasta el tiempo oscuro de su destino.

Aún así, el extranjero, el extranjero que te habita, triunfa, se queda y sólo resta acogerlo. La obra de arte te ha conquistado. Es cuando surge su misterio: placer y desasosiego se reúnen y, entonces, sientes la fascinación  de la diferencia, la extraña anomalía extranjera que te cautiva y que, ignorándolo, bajo diferentes envolturas, siempre te ha acompañado. 

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