Paseador de perros, de Sergio Galarza
PASEADOR DE PERROS de SERGIO GALARZA
Candaya. Barcelona. 2013. 136 páginas. 13,30 €.
Dentro de los escritores peruanos afincados en España que más gusta —y de los que menos hacen renegar— al personaje de Fernando González Nohra en Bajo mínimos, Gonzalo Fernández, está Sergio Galarza, un novelista y ensayista también limeño, atípico y bestial que en el caso de esta su primera parte de la Trilogía de Madrid, entrega un anecdotario inhumano de lo que supone trabajar en un país que no es el tuyo. Y es que su narrador-protagonista además de inaugurar una profesión que más tarde se pondría de moda por las élites aficionadas a la autoayuda en literatura, y al house en música (el estilo de Galarza para hundirnos en el rock and roll más metálico, poppy y punk resulta arrollador) recuerda por momentos al de Edward Bunker en Perro come perro, y es un sin papeles que conoce gracias a estos paseos que van de Ciudad Lineal a Santa Eugenia, recorriendo los barrios de Salamanca, Malasaña y Universidad y hasta alargando su peripecia a Coslada, Alcorcón o la Moraleja, el cuidado de unas mascotas cuyos dueños suelen enfermar —la novela es ahora de una máxima oportunidad, demostrándonos a los españoles como ya muchos estamos empezando a estar exiliados de nosotros mismos— y entre los que no solo hay perros, sino también gatos a los que alimenta inspeccionando previamente las casas de sus dueños, y hasta un mapache, que sabemos que no quiere nada con nadie, cuando su pelambre se asemeja a la de un mendigo.
Al personaje le gusta trabajar, lo que en la escena se concreta en actuar antes que hablar («una de las cosas que más odio es que alguien me interrumpa para preguntar cómo me siento»), y que dicen, debe mucho a otro publicado y protagónico de una novela solo publicada en Perú, Matacabros.
«Porque un poeta, bueno a malo, siempre anda a pie», y es así como el personaje acude a la España donde todos se bautizaban, acompañada de Laura Song, una niña pija peruana aficionada a los trabajos en oenegés y que acaba siendo pasto de la incomprensión por parte de este, que preferirá a la francesa Pauline, una simpatizante de la ultraderecha francesa que quiere ser estudiante de Historia. Y es que el verano del paseador en la capital de España en 2013 se componía de «calor, soledad y bolsas negras para recoger mierda», y detrás, la cara B, «husmear en pisos y casas extrañas, establecer el perfil del dueño mirando su estantería de libros y discos si la hay, los platos sucios en la cocina que siempre los hay y los medicamentos y los envases del baño» todo ello para un jefe llamado Jota, cuyo nombre es un acrónimo producto del márquetin disfrazado de jodienda que recuerda al conocido presidente estadounidense asesinado en Dallas. Con estos antecedentes, «los perros con pedigrí tienen la maldita costumbre de comer caca», Galarza hace posible el milagro y es que un par de cachorros deje de ladrar cuando sale a pasear con él, mientras que no paran de hacerlo con sus dueños, decididos a sacrificarlo por enfermedad de un miembro de la pareja.
En un principio, son pocos los paseadores: «un mexicano ilegal, una pareja de lesbianas venezolanas, una argentina de la pampa…» y es que para este vasallo de JFK, pasear perros y mapaches es algo más que un trabajo, algo que convierte en modo de vivir literario («Bendito sea quién navega en la ignorancia del dinero y su único problema es ir a madrugar para ir al trabajo»)
Las vías de escape son los conciertos de música y un contagio alienado hacia el fútbol a raíz de un texto de Martín Caparrós («ser un nardo que se entusiasma por algo que la razón no justifica»)
Por ello, el personaje sigue con su plática: «Estoy acostumbrado a entrar en casas ajenas, pero no he perdido esa curiosidad permanente por reconstruir las vidas que allí ocurren», algo que le hace hablar o pensar, esta vez sí, desde la rabia más absoluta y que justifica a veces lo injustificable con tal de sobrevivir, al límite. Aún así, no es suficiente y la empresa o tapadera de JFK quiebra y no precisamente por su falta de esfuerzo.
Daniel González Irala