Gozo, de Azahara Alonso
GOZO de Azahara Alonso, por Daniel González Irala.
Siruela. Madrid. 2023. 233 páginas. 15,15 €
A medio camino entre el ensayo, la novela y el libro de viajes, Alonso nos habla de su retiro anterior indefinido a Malta, un país-isla, de cuyas descripciones parte en un momento que podíamos considerar sabático en su vida. Con este planteamiento y volcando gran sensibilidad («pensar es mi forma de sentir» es una de las conclusiones o resoluciones a las que llega), la aforista y poeta, que bien podría haber llamado Sombra a su Gozo, se conforma con lo segundo por una visión ética y estética que huye de complejidades y nos lleva a su terreno —y no tanto al de Torrente Ballester— con un libro bello que disecciona en forma de patchwork o libro de mandalas orientales, cómo es orientarse y también trabajar a corto plazo en un lugar con lo mínimo. El affaire por el que envidia a personas que en veinte años apenas han aprendido a comunicarse para subsistir, va cumpliendo etapas conforme mengua su cuenta corriente.
Como en Disección de una tormenta, juega esta escritora ovetense con la economía de medios también formal y convence y persuade, más que vencer en el sentido canónico del término.
Ítems como la religión (es curioso observar como la Santina rima con la Virgen de allí en el nombre, no en vano), el turismo, la democratización de la fotografía, la poesía o en general la escritura y lectura, se enfocan desde estos temas tan al fondo, que parece que a Malta emerja todo tarde, incluida la llegada de la explosión fatal de la burbuja inmobiliaria que aquí vino en 2007.
A su vez, al personaje le gusta apoyarse en autores y reflexiones que lo mismo son TED talks más o menos recurrentes, que citas de enjundia de Roland Barthes, Susan Sontag, Georges Perec o Virginie Despentes… le acompaña en sus pensamientos un tal J., y se ofusca en ocupar su tiempo debido a que el ser humano parece solo destinado a ello —trabajar— todo el tiempo.
Descubrir Gozo es descubrir algo más que un melocotón abierto que no es tal, como nos enseña su cubierta a medias, es penetrar en una novela de aprendizaje al asueto que nunca termina.
En un momento ya avanzado nos dice: «Me forzaba a madrugar para nada en concreto, enviaba mi excéntrico currículum (…) y lo empecé a hacer todo por fin tan temprano como si quisiese adelantar las horas para llegar pronto a algo», o también que «hay un placer atávico en todo lo que se demora y no sale como estaba previsto».
Hasta qué punto el aprendizaje no para así porque sí, lo demuestran frases como «Me planteo a menudo cuánto se tarda en no hacer nada, o si soy capaz de recordar un día sin lluvia ahora que todos son iguales y en la ventana aparecen las decenas de gotitas que no dejan ver nítidamente más allá de mi cristal», y es así como desde entonces se forja un anti-ímpetu de diletante que la lleva a explorarse desde la infancia irrecuperable.
También y volviendo al título del mencionado escritor gallego, «solía pensar que para escribir el gozo era preciso pausar el resto de la vida. Como cuando una va a contar la mejor anécdota y entonces hace callar a todos sus amigos», y efectivamente es que no es así, ya que «leo y leo y leo, y me enturbio tanto con las letras ajenas, como me enorgullezco por no producir».
Tal vez en todo ello Azahara Alonso pretenda mostrar un reclamo a su condición, pero lo que el lector desprejuiciado en este sentido percibe, es algo más que el derecho a la pereza, la necesidad de pensar —incluso antes que sentir— para poder contar o escribir, como si jamás pudiéramos llegar a esas expresiones-río —que en su caso vienen contenidas muchas veces en breves greguerías o aforismos como los expuestos— que tanto necesitamos y que ya a saber dónde pudieran estar o llevarnos. Este hecho hace que el libro no solo sea disfrutable desde la carencia que observamos en nosotros mismos, sino desde la cualidad de una nostalgia reflexiva —de la que creo que también habla hacia el final— que contacta directamente y desde sus raíces filosóficas con Hume y Kant, salvando las lógicas distancias.
Daniel González Irala