Entrevista a Víctor Colden, autor de ‘Mañana me voy’
GEMA NIETO.
«La carretera se diferencia del camino no sólo porque por ella se va en coche, sino porque no es más que una línea que une un punto a otro. La carretera no tiene su sentido en sí misma; el sentido sólo lo tienen los dos puntos que une. El camino es un elogio del espacio. Cada tramo del camino tiene sentido en sí mismo y nos invita a detenernos. La carretera es la victoriosa desvalorización del espacio, que gracias a ella no es hoy más que un simple obstáculo para el movimiento humano y una pérdida de tiempo. Antes de que los caminos desaparecieran del paisaje, desaparecieron del alma humana: el hombre perdió el deseo de andar, de caminar con sus propias piernas y disfrutar de ello. Ya ni siquiera veía su vida como un camino, sino como una carretera: como una línea que va de un punto a otro punto, del grado de capitán al grado de general, de la función de esposa a la función de viuda. El tiempo de la vida se convirtió para él en un simple obstáculo que hay que superar a velocidades cada vez mayores».
El escritor Milan Kundera nos explicó así, de esta manera tan lúcida, la diferencia entre un camino y una carretera. Son muchísimos los autores de todas las épocas que han elogiado estas lentas caminatas y han acudido a ellas en búsqueda de inspiración o verdad: el deseo de pasear, de alejarnos —de viajar—, con el fin de encontrar algo que no tenemos o no hemos visto en el punto de partida, se convierte en un afán improrrogable no tanto en pos del paisaje exterior, desconocido o exótico, como de la plenitud y la paz interior, esos estados de ánimo de los que hablaron Stevenson, Rousseau, Thoreau o Annemarie Schwarzenbach. Para esta última, además, el viaje nos saca de nuestra comodidad y nos da la verdadera dimensión de la vida y del azar de nuestras circunstancias.
La metáfora entre la vida y el camino viene de lejos, mucho antes que Kundera o Machado, y podríamos remontarla hasta Ulises. El viajero o el caminante piensa con preocupación, incluso con miedo, en el momento de detenerse, de llegar al destino, mezclando su inquietud con el deseo de regresar a casa. Todas estas reflexiones brotan de la pluma y de los pasos de Víctor Colden (Madrid, 1967), que recoge el relevo de tantos otros pioneros para identificarse como «un caminante que escribe» y «un escritor que camina», resignificando la frase de Machado en «se hace camino al escribir». A medida que avanza va hilando pensamientos sobre la vida que dejamos atrás, sobre el amor, la soledad, los caminos nunca transitados, los puentes quemados y la propia escritura.
- Constantemente a lo largo del libro señalas que la escritura y los caminos son territorios de libertad, de soledad y de posibilidad, y apuntas elementos comunes de ambas actividades: introspección, preparación, ilusión, evasión, liberación… Caminar y escribir son igual de esenciales para ti, modos de vida que te eligen y de los que no puedes desprenderte. ¿De dónde viene esa afición (casi esa necesidad) por las caminatas? ¿Se trata de una búsqueda, de una huida o de ambas cosas?
Creo que es una afición de raíz literaria. O por lo menos la literatura la despertó, la fue alimentando y terminó por afianzarla. En el propio libro hablo del impacto que me produjo, siendo niño, la lectura de Zapatos de fuego y sandalias de viento, de Ursula Wölfel: la historia de un chico que hace una caminata de varios días con su padre. También debieron de influir las andanzas de los Cinco en las novelas de Enid Blyton y, años después, El Señor de los Anillos o El Quijote, entre otros libros. En el gusto por andar se conjugan, me parece, muchas cosas: el ejercicio, la mirada a lo de fuera, la reflexión… También la búsqueda y la huida, muchas veces al mismo tiempo, sí.
- Andar como impulso y necesidad: para encontrar paz y reconciliarte con el mundo y contigo mismo. Thoreau decía que el cerebro sólo le funcionaba cuando se ponía en marcha. ¿Necesitas tú también caminar para inspirarte? ¿Son esos itinerarios una excusa para iniciar ciertas reflexiones?
Como les sucede a tantas otras personas, también a mí, cuando camino despreocupado, se me vienen más ideas a la cabeza o se me aclaran las que tenía, se me ocurren cosas, frases, pensamientos, proyectos… No camino con el propósito de inspirarme, pero salgo siempre a andar con una libretita.
- En un momento determinado asocias el sur y el Mediterráneo con tu infancia y los paisajes del norte con las vacaciones o periodos determinados de asueto. En cambio, afirmas que «el alma a veces necesita una cura de Castilla». ¿Por qué Soria, por qué Castilla?
Soria es un imán, digo en Mañana me voy: al menos para mí tiene un magnetismo que no me explico muy bien, un poco misterioso. Creo que la atracción que ejerce en mí tiene que ver con cierta idea de la pureza. El silencio, la soledad, la belleza de esos paisajes esenciales, no sé. Castilla es un refugio, como un cobijo muy íntimo a cielo abierto. “Un frescor”, escribió Jiménez Lozano. La sorpresa de la vida que resiste. Todo eso alimenta el alma.
- Hay en tus páginas una visión muy especial de la España rural y despoblada, cierta nostalgia del locus amoenus y un contraste explícito entre la pureza de los paisajes vírgenes frente al progreso, la tecnología, el ruido, las aglomeraciones, la destrucción humana… ¿Crees que los espacios civilizados están cada vez más fuera de las ciudades o es una romantización urbanita que tiende a idealizar esos lugares aislados?
Creo ser consciente de las limitaciones y los sesgos de mi mirada —que es en gran medida una mirada literaria—, y no quiero engañarme, ni mucho menos sentar cátedra. Es posible apreciar lo positivo de algo sin idealizarlo, me parece. Por otra parte, el concepto de civilización está muy dañado desde que somos conscientes del alto precio que estamos pagando por todo lo que hemos conseguido.
- También hablas con frecuencia del «yo», del «aburrimiento de uno mismo», y vuelves una y otra vez a la vida pasada y los recuerdos. «La memoria es un deber», afirmas. ¿Es en la plena soledad del campo donde resulta más fácil que aflore el material de la nostalgia y donde te sientes más fértil como escritor?
Quizá sí, no estoy seguro. En un campo solitario, en un parque, en un jardín, bajo un árbol. Pero he crecido en una gran ciudad y las ciudades también me nutren: deambular por ellas, exponerme a los miles de historias que se cruzan y se superponen, la posibilidad de tantos encuentros, la memoria siempre al acecho… Todo eso constituye un poderosísimo estímulo literario.
- La influencia de Machado o Azorín es muy notoria en Mañana me voy, pero también de autores clásicos y actuales del llamado nature writing o «escritura en la naturaleza». ¿Es un género al que hayas acudido o que te acompañe habitualmente en tus lecturas?
Hace años leía más sobre esos temas, ahora no estoy muy al tanto. Creo que me he quedado anclado en unas cuantas referencias de hace mucho tiempo. Los textos sobre las caminatas de Stevenson, por ejemplo, o su delicioso Viajes con una burra por las Cevenas. O los magníficos libros de Ciro Bayo, como El peregrino entretenido y El lazarillo español. También he leído a David Le Breton y el precioso The old ways de Robert Macfarlane.
- «Siempre escribe uno varios libros al mismo tiempo: el que tiene entre manos y también, de otro modo, el siguiente y los que podrían venir a continuación (…). Vivir sin la intuición de esos libros futuros resultaría insoportable». «No hay más remedio que empezar otro libro», concluyes. Después de cinco libros publicados, ¿ya has contado, como te planteas en uno de los episodios, todas las historias que querías contar? ¿A dónde te dirigen tus pasos ahora?
Todavía me quedan historias que contar, por suerte. Seguiré escribiendo sobre la memoria y el amor. Ahora mismo avanzo un poco a tientas en un proyecto para un libro de relatos y en una posible novela. ¡Historias no faltan!