“Los asesinos de la luna”, (Martin Scorsese, 2023)
Por Jordi Campeny.
Los grandes maestros del cine, al acercarse al inevitable ocaso de sus carreras, pueden abordar este tramo final con cierta autocomplacencia, evitando riesgos excesivos y ofreciendo lo que se espera de ellos. Podríamos incluir en este grupo a Woody Allen, por ejemplo, cuya última película, Golpe de suerte, podría ser una especie de compendio de baja graduación de algunos de sus mejores títulos. Luego hay otros cineastas que, haciendo alarde de un reservorio energético encomiable, siguen dando golpes de autoridad, demostrando estar más en forma que nunca. Es el caso de Martin Scorsese, quien logra, con su última película, Los asesinos de la luna, añadir espesor y complejidad a su obra y engrandecer su leyenda.
Los asesinos de la luna no es una película amable ni de fácil digestión. Es cruda, violenta, grave, endiablada. Más que una película, es un tapiz que se extiende y desparrama; es una ambiciosa exploración histórica de las raíces del Sueño Americano de tres horas y media de duración que ofrece pocos asideros a los que agarrarse. Muestra los cimientos de nuestro mundo y cuáles fueron y son sus códigos. Es la crónica de una infamia.
Ambientada en Oklahoma en la década de 1920, el director saca a la luz unos episodios semienterrados de la historia de su país, la matanza indiscriminada de muchos miembros de la tribu nativa de indios osage, con la finalidad de expropiar sus tierras y su petróleo. La película narra la peripecia de un anodino hombre blanco, Ernest (interpretado por Leonardo DiCaprio), quien se introduce en los negocios turbios de su tío, el amoral William Hale, el rey (Robert de Niro), protector -en apariencia- de la comunidad indígena, pero en realidad, el instigador de su aniquilación. A partir del matrimonio de Ernest con una joven osage (Lily Gladstone, el corazón de la película), se empieza a gestar un maquiavélico y sangriento plan de exterminio.
A través de una narrativa pausada, pero firme, Scorsese despliega su minucioso dispositivo con una vehemencia y autoridad sólo al alcance de los grandes maestros. La película se mueve entre distintos géneros, del thriller al noir pasando por el drama romántico, con pinceladas de cine de terror. No obstante, y por encima de todo, Los asesinos de la luna tiene alma de western. Con un último tercio rigurosamente anticlimático y un sorprendente epílogo -en el que muestra la impostura y mentira del cine; la inmoralidad de la sociedad del espectáculo de la que él mismo forma parte-, Scorsese pone rúbrica a una obra capital e indomable (e infinitamente menos hipervitaminada que algunos de sus títulos más célebres).
Una película de esta envergadura y calado promueve, como no podría ser de otra forma, debates de índole, digamos, moral. Se le ha criticado a Scorsese que no haya mantenido el punto de vista de los nativos durante todo el metraje. Ciertamente, éste bascula entre el de las víctimas y el de los verdugos; entre blancos e indígenas, entre Ernest y Molly. Tal decisión, arriesgada y controvertida, consigue una dualidad incómoda en el espectador puesto que, a través de los ojos de Molly, padecemos el horror de su pueblo, pero a través de los de Ernest, de la mirada supremacista del hombre blanco, quedamos irremisiblemente infectados por su amoralidad, que es también la nuestra.