El espíritu de la colmena, de Víctor Erice
Cuando una película, pasados cincuenta años de su realización y estreno, sigue manteniendo su magia sin merma, es señal inequívoca de que nos hallamos ante una obra maestra. Hace ya cinco décadas Víctor Erice, con el apoyo financiero de Elías Querejeta, el productor de las mejores películas del cine patrio, presentó en el festival de San Sebastián su ópera prima y se llevó la Concha de Oro entre aplausos y pateos, como ha reconocido su director en una reciente entrevista. Hace unos días este críptico realizador, una rara avis de nuestro cine, recibió un premio especial en el mismo festival que le dio el bautismo por esa maravilla cinematográfica llamada El espíritu de la colmena, pieza fundamental en su corta filmografía ya que el purista realizador vasco, el Salinger del Séptimo Arte, solo ha realizado en todos estos años cuatro largometrajes, el último, quizá su testamento, presentado en el festival donostiarra.
El espíritu de la colmena retrata una época, la de la posguerra, con sus silencios opresivos impuestos. De eso hablan también las novelas del valenciano Alfons Cervera, del silencio forzoso de los vencidos. Hay mucho más de la historia de la posguerra en esta película minimalista y austera que en otras muchas más explícitas sobre ese período. Se rodó en vida de Franco y burló la censura seguramente porque a los censores se les escapó el subtexto del film, o ese subtexto tristísimo, desesperanzado y dramático solo fueron capaces de leerlo los vencidos dada la sutileza del mensaje. Es también un film sobre la infancia, el cine y los amores rotos.
La infancia representada en los ojos de esas dos niñas que actúan en estado de gracia absoluto, Ana (Ana Torrent) e Isabel (Isabel Tellería), almas libres y felices en un pueblo de la meseta castellana. La infancia en esa banda sonora que son las canciones infantiles de la época y la música de Luis de Pablos: Vamos a contar mentiras, tralará… La infancia en ese lento discurrir de las horas del día, porque ese período de la vida parece eterno, ralentiza su ritmo. La infancia en esa escena en que las niñas pegan sus oídos a las vías del tren para luego admirar el paso de esa locomotora rugiente y humeante que es como un monstruo. Y también la crueldad, el instinto de hacer mal (Isabel intentando estrangular al gato que se defiende con un zarpazo y hace que su dedo sangre).
El milagro del Séptimo Arte está ejemplificado en esa proyección del Frankenstein de James Whale en la pantalla del cine ambulante que llega al pueblo y ejerce esa fascinación inenarrable en Ana que recoge Víctor Erice con un plano fijo que captura su mirada embobada, abducida por lo que está viendo. La primera idea de Erice y el guionista Ángel Fernández Santos era la de rodar un film de terror. Los amores rotos en esas cartas que Teresa (Teresa Gimpera) escribe a su amado y mete en el buzón del tren correo sin saber que este se tirará de un tren en marcha para intentar encontrarse con ella y no lo conseguirá. Y los vencidos, porque aunque no se especifique de forma explícita, los dos adultos de la película, los padres, lo son, se intuye esa condición en el matrimonio formado por el apicultor Fernando (Fernando Fernán Gómez) y su esposa, una relación fría en donde no hay ningún roce físico (Teresa cubre con una manta a Fernando que cada noche se queda dormido en su despacho y le saca las gafas; le tira, desde el balcón de esa casa enorme, el sombrero que olvida; no hablan entre ellos).
El espíritu de la colmena (los espíritus, diría yo: Frankenstein y el maqui amante de Teresa que esgrime una pistola cuando es descubierto por Ana en la casa del páramo) es una película construida a base de silencios y elipsis que el espectador debe rellenar, una confrontación entre dos mundos, el de los adultos, castrados anímicamente, y el de los niños fabuladores que transforman la realidad y hablan entre susurros por las noches. Un guion muy simple, sin complicaciones, del propio director y de Ángel Fernández Santos, textos muy breves que apenas exigen algún esfuerzo para sus intérpretes mayores, y libertad a esas dos niñas para que se expresen como les convenga. ¿Es el maquis malherido, al arrojarse del tren en marcha, el padre de la niña Ana? Podría ser una hipótesis. ¿Lo reconoce Fernando cuando va al cuartelillo de la Guardia Civil del pueblo? No lo sabemos cuando recupera el abrigo y el reloj. ¿Llega a saber alguna vez Teresa que su amante jamás podrá leer las cartas que le envía? Queda en el aire.
Y el cine muy presente, hasta el punto de que la película de Víctor Erice puede ser tomada como un homenaje a la capacidad hipnótica del Séptimo Arte, como sucedáneo de vida, como vida en sí misma, salvador, con su fantasía o su glamour, de un entorno mediocre en blanco y negro, creador de fantasmas como ese Frankenstein que Ana ve reflejarse en el agua del río, en su noche de escapada, como la niña de la película a la que el monstruo de James Whale encarnado por Boris Karloff mata en la ficción, al que no teme, como tampoco a ese maquis desconocido que se refugia en la misteriosa casa deshabitada del páramo, el amante de su madre, quizá su padre biológico.
Hay otro personaje sin texto en El espíritu de la colmena y se llama el páramo castellano. Lo retrata Víctor Erice en toda su grandeza y belleza árida, en su minimalismo extremo, en ese árbol solitario que despunta en una tierra roturada de surcos bien marcados en donde se asienta la casa abandonada junto a un pozo que será el refugio transitorio del maquis. Hay un plano en donde las sombras de las nubes se desplazan por esa llanura a medida que las niñas corren por él rumbo a esa casa misteriosa, diminutos puntos blancos en un lienzo ocre.
Víctor Erice compuso hace cincuenta años este poema fílmico que sigue cautivando con la magia de sus bellísimas imágenes de Luis Cuadrado, otro de los grandes de nuestra cinematografía, con esos interiores de la casa iluminados por la luz dorada que entra por las ventanas emplomadas que parecen celdillas de colmena. El páramo físico de ese paisaje envolvente del pueblo castellano, barrido por el viento constante, se corresponde con el de nuestro país durante la larga noche franquista, es una imagen certera y metafórica del estado de ánimo de la mitad de esa población vencida condenada al silencio. No sé si todos los espectadores, los que no han conocido ese período triste de nuestra historia reciente, consiguen sentir ese halo de tristeza y desesperanza que transmiten las imágenes de la primera película de Víctor Erice, y la mejor sin lugar a dudas, por la que entró en el Olimpo de nuestro cine.
un artículo bastante interesante de leer