La vara del zahorí

El paraíso era el infierno

 

José Luis Trullo.- Desde la publicación en Francia, en 1997, de El libro negro del comunismo, ya no es posible seguir apelando a dicha ideología sin tener que asumir el reguero de oprobios, atropellos y abusos que se cometieron en su nombre. En dicho libro, fruto de la colaboración de un nutrido equipo de investigadores, se consignaban, con cifras y datos fehacientes -todo lo fehacientes que pueden ser los documentos históricos acerca de un sistema caracterizado por la opacidad y el oscurantismo en lo referente a sus crímenes-, las fechorías de una de las máquinas de matar más efectivas de la historia, superando incluso en cifras al nazismo. De hecho, ambos sistemas comparten las bases fundamentales del totalitarismo homicida, cuales son: la implantación de un régimen de partido único («La verdad es una; el error, múltiple. No es una casualidad que la derecha profese el pluralismo», llegó a afirmar Simone de Beauvoir); la supresión de los derechos individuales («¡A la mierda las libertades civiles! ¿Estás con nosotros o contra nosotros?», le espetó Hemingway a Dos Passos durante la Guerra Civil española); el culto a un líder carismático, infalible y de perfiles sobrehumanos («Su sencillez y su sabiduría, / su estructura / de bondadoso pan y de acero inflexible / nos ayuda a ser hombres cada día», cantó Neruda en su Oda a Stalin);  la supresión de la libre circulación de las ideas, con cierre de periódicos y quema de libros incluidos; el control opresivo de la discrepancia y, como consecuencia de la aplicación de un método perfectamente industrializado de exterminio, la eliminación física de cualquier disidente, entendiendo por tal no solo aquel que combate activamente un sistema político, sino incluso el que no se adhiere a él de manera entusiasta.

Como continuación lógica de aquel proyecto editorial, se publica ahora en España Escritores y artistas bajo el comunismo. Censura, represión, muerte, de la esforzada mano del escritor, periodista y editor Manuel Florentín. Se trata de una obra de un volumen estratosférico (más de 900 páginas), profusa y escrupulosamente documentado, con gran número de notas, índice onomástico y bibliografía adicional, aparte de la inclusión de testimonios de primera mano aportados por el autor, quien por su profesión tuvo ocasión de mantener contacto personal con numerosos escritores perseguidos por su negativa a dejar de ser hombres, es decir: libres de pensar por sí mismos, sin tener que ajustarse a ninguna directriz decretada por ningún comité central, en esa «lucha contra el gramófono» (pág. 674) que supone el criterio individual frente al todopoderoso Estado.

Si algo vamos a encontrar en este libro es, precisamente, eso: individuos, personas de carne y hueso, víctimas únicas de un engranaje inmisericorde, bárbaro, para el cual la mera existencia de la singularidad, en su desnudez escandalosa, se vivía -y se sigue viviendo: no olvidemos que en el segundo país más poblado del mundo, la República Popular China, dicho sistema sigue vigente- como una amenaza que debía ser extirpada. Es precisamente el carácter no intercambiable de las vivencias de cada una de esas víctimas lo que confiere relieve y profundidad a una narración que, en lo esencial, resulta tristemente previsible: se sabe de antemano quién es el verdugo y cuál el destino fatal de quien ha puesto en su punto de mira; sólo varían las vicisitudes de la masacre, el procedimiento aplicado y los vericuetos del sadismo con que el Sistema aplasta al Hombre bajo su bota descomunal.

La estructura del libro es clara y funcional: tras describir de manera más o menos somera, según los casos, el modo y manera en que el comunismo se implantó en un territorio concreto (Rusia, Europa del Este, Latinoamérica, Asia), se procede a desmenuzar, de manera concienzuda, la peripecia de aquellos escritores, artistas, intelectuales y profesores que, por un motivo u otro, fueron detenidos, procesados en juicios sin ninguna garantía, encarcelados o enviados a «campos de reeducación», torturados y, muchas, muchísimas veces, ejecutados sin miramiento… todo, por supuesto, en nombre de un bien superior: el Partido, la Revolución, el Socialismo, el Proletariado o cualquiera de las zarandajas biensonantes a las que el tiranuelo de turno tuviera a bien apelar para atrincherarse en el poder y ejercerlo con mano de hierro. Y es que, como bien advirtió Octavio Paz, «el paraíso [comunista] era el infierno» (pág. 769): tras la apelación a la sociedad sin clases, perduraba una nomenklatura mimada con todo tipo de lujos; bajo la apariencia de la paz social, regía una obsesiva supervisión de la cotidianidad que, en muchas ocasiones, suponía poner a media población a espiar a la otra media (caso de la RDA)… y así, en todos los frentes. Si algo atestigua la pesadilla del llamado «socialismo real» es que la profecía del reino que mana leche y miel ha de permanecer en el ámbito del que salió y que nunca debería haber abandonado: el del espíritu y como metáfora, jamás en cuanto proyecto político viable y realista. Otra cosa, por supuesto, es postular la reducción de las abismales diferencias sociales entre quienes lo poseen casi todo y los que no les queda casi nada… pero lo cierto es que ello también se produjo en dichos regímenes, como se ha podido comprobar, y de manera harto escandalosa.

Todo y con ser sobradamente conocidas, a estas alturas, las atrocidades perpetradas por los regímenes comunistas durante décadas, apabulla constatar la recurrencia de los métodos empleados en los países donde estuvo vigente, así como ciertas crueles y sangrantes ironías que se produjeron en todos ellos; una de ellas, y no la menor, la sistemática tendencia a devorar a sus propios artífices, en la más pura tradición revolucionaria. Y es que si algo caracteriza al totalitarismo es que nunca es lo bastante absoluto: siempre le sobra… casi todo y casi todos, pues la vida es múltiple y variopinta, y tarde o temprano -como la hierba- acaba proliferando allí donde se creía haber acabado con ella.

Personalmente, el aspecto que me ha resultado más atractivo del libro es la meticulosa crónica de esa doble moral que han venido padeciendo, y siguen padeciendo, muchos intelectuales occidentales respecto al comunismo y sus variantes más o menos mostrencas (maoísmo, castrismo, chavismo): asquea, pero no sorprende, leer a Sartre afirmar que «un régimen revolucionario debe deshacerse de un determinado número de individuos que la [sic] amenazan, y no veo más salida que la muerte» (pág. 692), uno más entre los múltiples pronunciamientos exculpatorios del genocidio comunista emanados de las filas de la gauche divine. También en nuestro país hemos padecido este tipo de bochornosas declaraciones; como botón, esta execrable muestra de Juan Benet a raíz de la publicación de la traducción española de Archipiélago Gulag: «Mientras existan personas como Aleksandr Solzhenitsyn, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir» (pág. 763). Florentín analiza espléndidamente los mecanismos complejos que llevan a una intelectualidad supuestamente libre, ciudadana de una sociedad supuestamente libre, a odiar el sistema que le permite expresarse en su contra, e incluso adherirse al del enemigo… cosa que éste no toleraría ni en sueños. Y es que el comunismo, para Evgenia Ginzburg, tiene mucho de «hechizo místico», (pág. 198); de «iglesia», para George Orwell (pág. 745); de «nueva religión», para Bertrand Russell (pág. 747); de «devoción inamovible», para Vivian Gornick (pág. 779), cuando no de «sangrante tomadura de pelo», para nada menos que Luis García Montero (pág. 767) quien acto seguido afirma que «es muy peligrosa la defensa de una igualdad social que no conviva con la libertad y con la democracia». De hecho, como desarrollo en otro lugar, igualdad y libertad puede que sean términos antagónicos, pues allí donde cada cual puede dar lo mejor de sí, necesariamente se diferencia del vecino… lo cual no implica, por supuesto, que ello le otorgue derecho alguno a oprimirle, ni siquiera a despreciarle.

A este respecto, reproduzco estas oportunas palabras de Rosa Montero, poco sospechosa de connivencias fascistas, y publicadas en El País el 14 de febrero de 2016:

«Tan bestial es el totalitarismo de derechas como el de izquierdas, aunque la progresía occidental siempre ha sido mucho más tolerante con este último (yo también lo he sido, a mí también me ha costado verlo)».

A pesar del balance netamente positivo de la tarea de Florentín, quien ha realizado una labor hercúlea presidida por la honestidad y el afán de rendir tributo a los damnificados por los regímenes comunistas, cabe lamentar la enorme desproporción existente entre las páginas dedicadas al tema en Rusia y los países del Este, y aquellas que cabría haber esperado, por ejemplo, en torno al papel de dicha ideología en España, sin ir más lejos, durante la Segunda República y la Guerra Civil, o en la sustentación del terrorismo etarra (el cual, no olvidemos, se declaraba marxista-leninista). De hecho, si el libro emprende la marcha de manera sólida y pormenorizada, casi con pies de plomo, en ciertos lances empieza a corretear de manera demasiado ligera, de trámite, lo cual nos hace plantearnos si, en su conformación actual, la obra quizá resulte demasiado extensa para ser una monografía, y demasiado poco para alcanzar la que sin duda era su auténtica vocación: la de enciclopedia.

Sea como fuere, la impresión final es la de encontrarnos ante un esfuerzo monumental que, desde ya, se constituye en una referencia ineludible en cualquier debate serio en torno al pasado, el presente y el futuro del comunismo.

M. Florentín, Escritores y artistas bajo el comunismo. Censura, represión, muerte. Madrid, Arzalia Ediciones, 2023, 910 pp.

 

 

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