“Fatty” Arbuckle y la cancelación “avant la lettre”
Por Carlos Ortega Pardo.
Durante la desopilante juerga que prologa a la igualmente hiperbólica Babylon (ídem, 2022), a uno de los personajes, un obeso mórbido fetichista de la lluvia dorada, por poco no se le muere de sobredosis su compañera de sordideces, una joven y anónima aspirante a actriz. Dicha eventualidad permite a la protagonista, estupendamente interpretada por Margot Robbie, acceder a un mundillo que hasta entonces le había estado vedado y remite, como muchas otras situaciones recreadas en la película, a una historia real: El juicio por asesinato de la gran estrella cómica Fatty Arbuckle y, pese a su absolución y a una insólita petición de disculpas por parte del jurado, el final inmediato e inapelable de su hasta entonces exitosísima carrera; eso dado hoy en llamar cancelación.
Roscoe Arbuckle (1887-1933) es una de las primeras celebridades del cine mudo. Padrino (artístico) de Chaplin y Buster Keaton, su trayectoria arranca a las órdenes de Mack Sennett para luego constituir un fecundo tándem junto a Mabel Normand, con quien rodaría una decena de cortos englobados bajo la genérica etiqueta de Fatty and Mabel y entre los que destacan Fatty y Mabel a la deriva (Fatty and Mabel Adrift, 1916) y la sorprendentemente sombría —y en parte profética— He Did and He Didn´t (1916). La vida sonreía al simpático actor de Kansas y la década de los 20 lo recibe con un jugoso contrato con la Paramount por valor de un millón de dólares al año, ningún estudio había pagado tanto hasta entonces.
El 5 de septiembre de 1921 celebra una fiesta en un hotel de San Francisco. Cuatro días después, una de las invitadas, la figurante Virginia Rappe, fallece de una peritonitis producto de un aborto reciente y mal practicado. Maude Delmont, alcahueta de jóvenes ilusas y extorsionadora de productores rijosos, también asistente a la fiesta, acusa al anfitrión de haber drogado y violado a su protégée con un trozo de hielo, causándole los letales desgarros internos. La escasa credibilidad de denuncia y denunciante no parece haber importado demasiado a Matthew Brady, un fiscal a la búsqueda de notoriedad, y al magnate de la prensa sensacionalista William Randolph Hearst, a quien la realidad no le iba a estropear un buen titular. Al truculento infundio sostenido por Maude Delmont sumarían sus cabeceras otros como que el enorme peso de Arbuckle había partido por la mitad a su víctima; o que el orondo intérprete, impotente de tan borracho, la había penetrado con una botella rota —de Coca-Cola o de champagne, se dieron las dos versiones—. No en vano el propio Hearst reconocería que jamás —ni siquiera con los hundimientos del Maine y el Lusitania— había vendido tantos diarios.
Tampoco importó que, tras tres juicios —nulos los dos primeros—, fuese declarado no culpable, ni que el jurado hiciese inusual autocrítica con la siguiente declaración: «La absolución no es suficiente para Roscoe Arbuckle. Sentimos que se le ha cometido una grave injusticia y no había la más mínima prueba que lo relacione de ninguna manera con la comisión de ningún delito. Le deseamos éxito y esperamos que el pueblo estadounidense tome el juicio de catorce hombres y mujeres que Roscoe Arbuckle es completamente inocente y libre de toda culpa».
No, el escándalo de Fatty Arbuckle era el aldabonazo que buscaba la América puritana para meter en cintura a la libérrima gente de Hollywood, esa nueva Babilonia —si no peor—, y, de paso, instrumentalizar la industria del cine para la difusión de su pacata cosmología de camas separadas y besos de menos de tres segundos. William H. Hays, que daría nombre al célebre código en vigor durante cuatro décadas largas, ordenó la retirada de todas las películas de Arbuckle, aunque paradójicamente aconsejó que se le dejase seguir trabajando. En efecto, sobreponiéndose al alcoholismo y al abandono de su esposa, Fatty cambió su nombre artístico por el de William Goodrich y se reinventó como director. A comienzos de los 30 su figura parecía lo bastante rehabilitada como para volver a actuar en diversos cortos bajo su nombre real. Acababa de firmar con la Warner para rodar un largo cuando un infarto lo fulminó a los 46 años. Buster Keaton, prácticamente su único valedor durante el linchamiento popular al que había sido sometido, afirmó que a su amigo le habían roto el corazón.
Aun hoy Arbuckle sigue siendo un personaje un tanto incómodo. Así se desprende del antedicho preámbulo de Babylon y de la dificultad para encontrar buenas copias de sus films, a diferencia de lo que sucede con coetáneos suyos, caso de los inmortales Keaton y Chaplin, pero también los algo menos conocidos Harold Lloyd o Harry Langdon. Probablemente hayan pesado más el sensacionalismo de Hearst y libelos como Hollywood Babilonia de Kenneth Anger que el veredicto y las disculpas del jurado, o que todos sus compañeros de profesión, muchas de ellas mujeres, alegasen —liberados ya de los draconianos contratos por los que las productoras los obligaban a un vergonzoso silencio— la absoluta imposibilidad de que Fatty Arbuckle hubiese perpetrado tamaña aberración.
Como se ve, la (in) cultura de la cancelación no constituye un fenómeno exclusivo de las sociedades líquidas y enconadas en que nos ha tocado vivir. Tampoco los juicios paralelos y el furor justiciero de las masas en busca permanente de un chivo expiatorio desde los inmemoriales tiempos del Antiguo Testamento. Si bien la ubicuidad y la inmediatez de las nuevas tecnologías no hacen sino multiplicar sus efectos de modo exponencial, a tal punto que, salvando las distancias, lo de Fatty Arbuckle puede ya pasarle a cualquiera.