«Alguien camina sobre tu tumba»: Mariana Enríquez deambula por cementerios del mundo
Horacio Otheguy Riveira.
Mariana Enríquez hace largos recorridos por donde pocos se atreven con una ferviente ilusión de vivir más y mejor. Así recorrió históricos cementerios de los cuales nos cuenta pormenorizadas historias, panteón a panteón, monumento a monumento, tumba a tumba.
Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios es una Antología singular en la que cada capítulo está dedicado a una necrópolis. Empieza en Génova, Italia, y termina en África con epílogo en su Buenos Aires natal, aunque en el recorrido transita por otros camposantos de Argentina. No hay cronología, el libro avanza entre muy diferentes años, puede ser 1997, 2008 o 2019, pero la suma de historias tiene un ritmo casi musical y un afán novelístico de raigambre originalísima.
Historias muy distintas entre sí por etnias, culturas, clases sociales que se leen como si se tratara de una novela cuya protagonista es la escritora que no nos cuenta detalles profundos de su vida cotidiana, pero con muy poco enaltece la sensación de fantasma al fin reencarnado en este tiempo desde muy lejanas epopeyas, arribado a nuestras costas para sorprendernos con testimonios reales que parecen fantásticos.
Con pulso narrativo tan notable como el ya conocido y aplaudido en otras obras (señaladas al final de este artículo), discurren sus viajes con buena carga de tensión dramática, de acontecimientos de los que siempre apetece seguir leyendo.
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El primer capítulo: LA MUERTE Y LA DONCELLA
Cementerio Monumental de Staglieno, Génova, Italia, 1997.
Sigue un extracto de este fascinante relato en el que la autora se abandona al profuso exceso de cuerpos femeninos desnudos y descubre una pasión sexual con un desconocido que le abre las puertas de un nuevo cielo, a partir del cual se impondrá, gozosa, exultante, recorrer muchos cementerios: Aquí deja constancia de 24 y un epílogo con Los cementerios que quiero ver antes de morir…
«[…] Cuando llegamos a la tumba Oneto, Enzo me besó. Bien cerca del Ángel de Monteverde, encargado para el presidente de la Banca Generale. Un ángel mujer, con la trompeta en la mano y algo de mal humor en la mirada, el cuerpo voluptuoso enredado en una túnica transparente, los rulos largos. Cuando lo vi, no sé por qué, estuve segura de que era un ángel hombre. ¿Me habrá resultado parecido a Enzo? Porque, con la distancia de los años, no se le parece. Es mujer porque tiene curvas, pero, en realidad, los ángeles no tienen sexo. Es un andrógino, como todos los de su especie. Y es obviamente sexual, decidido, se cubre con falsa modestia.
Muchos años después, supe que la sensualidad del ángel (es de 1917) perturbó a sus contemporáneos, pero que, al mismo tiempo, su imagen resultaba tan poderosa que tiene réplicas en muchísimos cementerios. Las encontré en Lima y en Frankfurt y siempre que veo ese ángel recuerdo los dedos de Enzo enredados en los breteles de mi vestido negro. Me lo había puesto porque, aunque era muy corto y terriblemente ajustado, el color me parecía oportuno; lo acompañé con zapatillas All Star, también negras. Cuando llegamos al Ángel de Monteverde, Enzo ya no tenía puesto el saco, que había guardado en la mochila, junto al violín.
Seguimos. Vimos otras manifestaciones de dolor, igual de indecorosas, pero menos sensuales. Una monja que pedía al cielo, con un niño agonizante en brazos, alivio para el sufrimiento. Dos hombres bajitos, con sus grandes sacos y sin sombrero, como corresponde al luto, en la puerta de una tumba, que se sostenían el uno al otro en el duelo. De tamaño natural. No entiendo por qué no tenía idea de esto, me dijo Enzo. ¿Nadie habla de este cementerio?, le pregunté. Sí, claro que hablan, contestó, pero nunca les presté atención.
– Yo no crecí en Génova.
– Ah, ¿no? ¿Y dónde?
– En Bolonia. Mi padre es profesor en la universidad. Mis papás viven en Bolonia. Yo estoy viajando.
Eso fue todo lo que quiso decirme. Me hubiera contado más, seguramente, pero pasamos menos de diez horas juntos y él no hablaba mucho. O yo hablaba demasiado.
Otra mujer desnuda, estilo art nouveau, el pelo en melena años veinte, el cuerpo encogido, abrazada a sí misma, con la mirada clavada en una calavera que está encima de una cruz. Una mujer de enormes pechos y ojos glaucos que se agacha, con laurel en el pelo. Una hembra infernal parada sobre una tumba. La tumba Canale, con su chica dormida, exquisita, el pelo desparramado sobre la almohada, y ese ángel de la muerte, otra chica –con una vincha–, que viene a llevársela apurada, con curiosidad lésbica en la mirada piadosa. En la tumba Fassio, un cadáver hermoso, delgado, esbelto, envuelto en su mortaja.
No recuerdo el orden de las tumbas. Podría reconstruirlo: es fácil conseguir algunas guías de Staglieno. Sin embargo, quiero conservar este caos en mi memoria. La Nocciolina («vendedora de nueces»), una mujer del pueblo, una mujer pobre y trabajadora, vendedora de castañas y dulces, que juntó peso sobre peso para que le levantaran el monumento acá, entre los ricos. Y ahí está la viejita Caterina Campodonico, con su canasta, sobre un pedestal, digna. Su lápida tiene una oración en dialecto. Enzo me la leyó y, cuando llegó al punto en que la vendedora pedía una oración por su alma, se calló la boca de pronto y, al darme vuelta, él tenía los ojos húmedos y no trató de ocultarlo. Dice Caterina de sí misma: «Vendiendo baratijas en los santuarios de Acquasanta, de Garbo y de San Cipriano, desafiando la intemperie, me he procurado los medios para transcurrir mi vejez y también para inmortalizarme mediante este monumento, que yo, Caterina Campodonico (llamada “la Paesana”), me hice hacer mientras aún estaba viva.» ¿Qué lo conmovió tanto de la vendedora de castañas? Me dio la mano para seguir caminando por el pasillo hasta que encontramos la Danza Macabra, la infaltable escultura de la muerte bailando con una mujer joven, esa imagen medieval que perdura como visión romántica de la presencia de la muerte entre los vivos, y le dije: Enzo, deberías tocar algo. No, negó con la cabeza, van a venir los guardianes. Pero podría hacerse. De noche.
Estaba pensando comercialmente, creo, pero también podía imaginarse dando un breve concierto ante esa chica grandota, alta, bailando con el esqueleto, un esqueleto cubierto por una mortaja y, por eso, más aterrador, que la toma de la mano con su propia mano de hueso. No voy a olvidarme nunca de ese baile con la muerte enmascarada de negro. Es también de Monteverde, el escultor del Ángel.
De pasada, vimos la tumba Ribaudo, la de Closer; otra mujer ángel desparramada sobre el sepulcro, tapándose la cara, como en un éxtasis de dolor y orgasmo. Enzo quería ir a la parte del boschetto. Entre las plantas, los árboles, las capillas góticas, las capillas clásicas, podíamos adivinar estatuas escondidas en los caminos de musgo.
Vimos a una mujer desnuda, blanca y tendida, inmóvil, sobre algo que parecía una camilla. Cuántos, pensé, se habrán acostado al lado de ella; cuántos locos pueden venir y practicar sus fantasías en este silencio. Le acaricié una mano a la mujer inmóvil. Otra mujer, cerca, arrojada sobre una gran piedra, con el cuerpo quebrado en el más erótico de los ángulos, de costado, con uno de los pechos pequeños que apunta al cielo y el otro cerca de una rosa, con una expresión de placer o de muerte, Eros y Tánatos. ¿Qué es esta locura?, le dije a Enzo, y él hizo que no con la cabeza, con las ojeras como dos golpes en la cara, por no dormir. Por tu culpa, me dijo riéndose: la bruja que no me deja dormir y me hace caminar por cementerios sexies. A ella la dejó sola, después de hacer el amor, algún ángel o algún demonio, dijo, y dio varias vueltas alrededor de la mujer de vientre desnudo, con una pierna encogida y la cintura quebrada, desesperada por una caricia: la mujer sobre la tumba Burrano.
(…) Vimos a varios patriarcas rodeados por su familia, su esposa, los hijos, los nietos: algunas esculturas eran más altas que nosotros. Vimos a una madre que abrazaba la ropa vacía de su hijo muerto. Busqué un rato y no pude encontrar a Constance Lloyd. Subimos unas escaleras de piedra, con árboles a los costados, un camino secreto en un bosque, y nos encontramos con la tumba de Italino Iacomelli.
Grité y Enzo insultó en italiano, en voz alta. El niño Italino está jugando con un aro, tiene cinco años. Murió el 16 de agosto de 1925. Lo cuenta su lápida. En medio del juego, fue atacado por un asesino loco, que lo mató. Detrás de Italino, que no las ve, hay dos manos que salen del suelo o, en rigor, de la plataforma donde está la escultura del chico, en esta misteriosa escalera. Dos manos enormes, sin cuerpo, que están a punto de atraparlo. Las imágenes de manos que salen de la tierra en un cementerio –vistas en películas, por ejemplo– siempre me dieron terror, pero, sin embargo, me acerqué a la tumba de bronce del chico, que está enterrado junto a sus padres.
Vamos, me dijo Enzo. Tengo hambre. Tengo miedo.
Bajamos las escaleras. Nos encontramos con una chica tan hermosa que Enzo se detuvo otra vez. Acostada sobre una piedra, con el pelo larguísimo cayéndole entre las tetas y tapándole la vagina, ella tocándose el pelo con un brazo doblado sobre la cabeza, en pleno abandono.
Enzo me llevó del otro lado de la chica, del lado liso de la tumba, y me alzó hasta que pude rodearle la cintura con las piernas. Dejó la mochila en el piso y me acarició con sus dedos largos. Me acuerdo de que tuve vergüenza porque tenía la bombacha húmeda de sudor y de tantas estatuas desnudas que bailaban con la muerte y de los ojos azules de Enzo.
Nunca le pregunté la edad. Debía tener poco más de veinte, como yo. Logró penetrarme con delicadeza y después fue brutal: mi espalda raspada contra la piedra y ahí, cerca, la imagen de una chica muerta en su cama, desnuda (¿desnudarían a las mujeres en la muerte?), con los ojos cerrados, por suerte, para que no nos viera coger en silencio en el calor aplastante de la siesta, bajo el cielo azul. Ella tan fría; nosotros tan jóvenes.
Salimos de Staglieno abrazados por la cintura, como si lleváramos años enamorados. Lo acompañé hasta el lugar donde tocaba, frente a un palazzo. En el bus, me acarició los raspones de la espalda con la lengua y esta vez nos miraron los otros pasajeros. Con reprobación. Con envidia. […]».