Eso que algunos llaman crecer

Creo que crecer es un acto extremadamente simple y, a la vez, lo más complejo que se me ocurre. Y no estoy del todo seguro que sea un acto. Había pensado usar la palabra cosa, sacada del baúl, pero creo que queda feo. También creo que se acerca más a la definición. Si con acto entendemos una acción, para crecer, ¿es necesario hacer algo?

Hemingway, en París era una fiesta, un libro en el cual narra ciertos acontecimientos del París donde se formó como escritor acompañado por su primera esposa (y desborda el amor que la profesaba, a pesar de reconocer, a posteriori, su metida de p**** en la olla), charla acaloradamente con esta acerca de un arriesgado corte de pelo. «Asno mal esquilmado, en dos días arreglado», o algo así que decía mi abuela. En resumidas cuentas, llegaban a la conclusión de que lo peor que podían hacer, en caso de desastre, era simple y llanamente esperar: el pelo volvería a crecer. Es una suerte que no todos tenemos. Y creo que puede aplicarse a cualquier problema de la vida.

Entendamos entonces «crecer» no ya como acto, ni como cosa, sino como proceso. Igual que la comida al entrar en nuestro organismo: sin intervención directa, la digestión y otros procesos absorben lo que vale (nutrientes útiles) y desechan lo que no. Un tema como cualquier otro para tratar un domingo por la mañana.

Creo, y permítanme un acto de filosofía barata, que crecer y cagar son primos hermanos. La escala equivalente es la que mantienen un ecosistema concreto, pongamos los Valles Pasiegos (o, si lo preferís, la sabana o una selva exótica), y la Tierra en su conjunto. Defecar es el resultado material de crecer un poquito, a lo alto y a lo ancho. Como comentaban Hemingway y su esposa, efectivamente basta con esperar para que crezca el pelo o se degrade nuestro organismo, pero el alimento es el combustible que permite que eso pase. Y la vida, en su conjunto, está íntimamente relacionada con esa navaja de doble filo: los banquetes son un acto social, de celebración, pero luego cada cual caga en su propio retrete (y, por su bien, con las ventanas bien abiertas).

Se me ha ido de las manos. Si aún seguís conmigo, tiremos de la cadena. Toda esta monserga queda muy graciosa pero ¿qué es crecer y qué implica?

Si miro al pasado veo a un niño gordo al que le gustaban los dinosaurios, los Pokémon y la caballería. También los elfos y la épica fantástica, y alguna cosilla más. Vuelvo al presente y veo a un adulto con kilos de más al que le siguen gustando los dinosaurios, no es capaz (mal que le pese) de sentarse a disfrutar de un videojuego, y le sigue gratificando la fantasía, aunque con la carestía del mal soñador al que las responsabilidades le impiden pasar en su Peñaverso (disculpadme: ahora está muy de moda eso del multiverso, todo el mundo patenta el suyo) el tiempo que le gustaría. La estatua se ha moldeado, pero bajo el ennoblecedor mármol, el corazón, la esencia, es la misma. ¿Quiere esto decir que crecer es una banalidad? ¿Qué, atendiendo a cuestiones de gustos y carácter, somos inmutables?

No lo creo. Me considero medianamente afortunado. Ninguna de las cosas que me gustan, salvo obsesiones, son dañinas. Eso lo pone fácil.

Y, a pesar del vaho en la lente, el cambio es notorio. Segmentando y analizando las diferentes etapas entre «el niño de los dinosaurios» y «el escritor», cada decisión ha cincelado los hombros de este David-Héctor. Las importantes. Las que dejan huellas y secuelas, que no son necesariamente lo mismo. No las enumeraré, pero en conjunto guardan relación con cuestiones intrínsecas al Yo; en genérico, pareja/s, mudanzas, viajes iniciáticos…

Entonces, parece claro que «crecer» es un proceso (una cagada superlativa) que toma de la base/alimento (la infancia, etapa formativa) lo útil y desecha lo que no. Al igual que los nutrientes se transforman, lo útil también lo hace: ya no disfrutamos igual de lo que antes nos hacía felices, pero tenemos acceso a un catálogo mucho mayor. Y, lo que a mi parecer es el pilar fundamental de lo que Yo llamo crecer: para hacerlo es necesario equivocarse, meter la pata, cagarla, y limpiarse en la soledad del escusado antes de salir con las manos limpias y la sonrisa puesta.

 

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