Retener lo abocado a perderse
Ricardo Álamo.- Hacía mucho tiempo que no me encontraba ante un libro tan difícil de encasillar dentro de los usuales géneros literarios como este Garabatos de José Manuel Benítez Ariza (Cádiz, 1963). El propio autor, en el texto explicativo (y justificativo) que da inicio al libro, tampoco tiene muy claro a qué clase de género pertenece la suma de textos que a lo largo de 2022 ha ido componiendo en forma de «enunciados breves», pues por un lado no se atreve a etiquetarlos con el marbete de aforismos, pese a que pudieran tener «algún parentesco con la escritura aforística», y por otro lado tampoco descarta la posibilidad de que puedan ser leídos como los “pies de foto” que suelen servir de complemento verbal a las imágenes impresas. En cualquier caso, y aunque el autor no se decida a recusar abiertamente ninguna de las dos posibilidades —dejando al lector en el limbo de no saber qué clase de libro es el que tiene en sus manos—, al adentrarse uno en sus páginas se dará cuenta rápidamente de lo poco que importa cuál sea su adscripción genérica, dado que lo que al fin y al cabo interesa saber es hasta qué punto esos «enunciados breves» —que no son enteramente aforismos ni “pies de foto”— funcionan o no por sí solos como artefactos verbales llenos de significado y de sentido. Y es precisamente a este respecto, el de la funcionalidad literaria (de significado y de sentido) de esos «enunciados», sobre el que el lector tendrá que juzgar si Benítez Ariza ha llegado o no a conseguirla. A mi modo de ver, su arriesgada apuesta por aunar imágenes (fundamentalmente acuarelas, dibujos a tinta china y bocetos a lápiz, al carboncillo o a rotulador de lugares, objetos, animales y personas sobre los que ha posado su atención) y textos descriptivos o explicativos de esas mismas imágenes, se realiza a la perfección (logrando así el efecto deseado de multiplicar los significados y sentidos que las imágenes pudieran despertarle al lector/espectador) cuando efectivamente en el libro esas imágenes aparecen acompañadas de sus respectivos textos, complementando estos a aquellas, pero no así cuando los textos se nos presentan viudos de sus correspondientes imágenes. En este último caso (y lamentablemente son mucho más numerosas las ocasiones en que esto se produce respecto a las veces en que imágenes y textos forman una unidad), lo que se le ofrece al lector es una serie de textos vacíos de referencias icónicas o figurativas, haciendo así que los fundamentos plásticos sobre los que se deberían sustentar dichos textos los tenga que imaginar o inventar el lector, cosa que desactiva en gran medida esa funcionalidad literaria a que antes hacía referencia. Dicho esto, no está de más advertir que el mismo Benítez Ariza, siendo consciente del riesgo que corría a la hora de no ilustrar la mayoría de sus textos en el libro, invita no obstante al lector a que por alto ese riesgo y los visualice como quiera, pues no en vano cualquier materia textual —bien sea relato o novela y especialmente poema— se presta siempre a disparar nuestra imaginación sin necesidad de que venga acompañada de una previa representación iconográfica. Ahora bien, esto último puede funcionar más o menos eficazmente cuando el texto que se nos da tiene los suficientes elementos visuales o alegóricos como para que nos podamos hacer una representación de los mismos, y así ocurre por ejemplo como cuando Benítez Ariza escribe: «Rectas apenas entrevistas al fondo de un mar de bruma. En medio algún que otro islote rocoso, escarpado, inabordable: la Sagrada Familia, la Torre Glòries» o «Me asomo a la terraza y vuelvo a ser el niño que, con un carrete de hilo, jugaba a sondear esa altura. Con un pobre soldado de plástico atado al cabo, en caída libre, hasta tocar el césped allá abajo». Sin duda, estos dos ejemplos extraídos al azar, podrían servirle a cualquier lector para figurarse mentalmente cada de uno de los dibujos descritos en los mismos, sin necesidad de tener que recurrir a su visualización previa para poder hacerse una «idea» de cómo fueron efectivamente realizados por su autor en el blanco cielo del papel.
Pero qué ocurre cuando tales «enunciados breves» son sumamente abstractos o no presentan los pormenores figurativos precisos para que de su lectura nos hagamos una representación más o menos aproximada. Qué ocurre en casos como los siguientes: «Miran a la lejanía y son mirados desde un poco más cerca. De espaldas al espectador, son también horizonte: si avanzara hacia ellos hasta rebasarlos, caería al otro lado» o «Jugar al anacronismo por insuficiencia del presente: ay, Gaudí». En el primer caso, nos podríamos preguntar quiénes son los que miran a la lejanía (¿animales, personas?) y quién o quiénes los que los miran. Y en el segundo, cuál es el anacronismo al que se alude en referencia a Gaudí. Si no fuera porque Benítez Ariza ha optado por apuntar entre paréntesis al final de cada uno de sus textos una suerte de título o rótulo que los contextualiza espacialmente, al lector se le haría realmente difícil escenificar gráficamente lo sugerido en ellos. Así, en el segundo de estos dos ejemplos, sabemos que se está refiriendo a la Casa Botines [vista] desde la plaza de San Marcos de León, mientras que en el primero remite sin más especificación a un Horizonte con figuras, sin que en este caso termine de aclararnos qué clase de figuras son esas (¿personas, animales?) a las que se refiere.
Es de destacar, sin embargo, que Benítez Ariza al poner en pie unos textos que nacieron como complementos a una serie de dibujos y acuarelas, no pretendía condicionar la mirada del lector, a quien, como ya he dicho antes, le ha dejado enteramente abierta la posibilidad de imaginarlos a su gusto, aunque eso no repare del todo la mengua que supone no haberlos presentado todos como la unidad que en realidad forman unos y otros. De haberlo hecho, y no sólo en unos pocos casos, Garabatos sería sin lugar a dudas un libro mucho más completo.
Entre los rasgos definitorios que a los lectores habituales de Benítez Ariza no se nos suele pasar desapercibidos están su sobriedad expresiva, su acendrado lenguaje poético incluso en la prosa y su atenta mirada reflexiva —a veces con un punto de duda o perplejidad— sobre la realidad que le rodea, una realidad que no termina nunca de ser del todo aprehensible para quien la observa, la dibuja o la describe, quizá porque, como él mismo dice, lo más que podemos hacer con ella es intentar retener lo abocado a perderse. Y, efectivamente, cuando el escritor gaditano la observa, la dibuja o la describe el resultado es brillantemente perdurable.
El libro, en fin, se cierra con una curiosa e incluso divertida “Poética del garabato” en la que su autor ha querido condensar en pocas frases lo que significan los dibujos y acuarelas que ha ido trazando con su mano de nieve. Sirvan como ejemplos los siguientes:
«El garabato es a la línea lo que el borrón a la mancha: un fracaso, pero también una posibilidad»
«Es falsa, muy falsa la pretensión de modestia que lleva a algunos dibujantes y pintores a llamar a lo suyo garabatos»
«Firmar: cifrar tu identidad en un garabato»
«Dios creó el mundo trazando garabatos»
«Los niños, en cualquier caso, no dibujan garabatos: son los adultos quienes no saben ver más allá»