Feliz recuerdo entre aplausos de «El zoo de cristal», dirección de Francisco Vidal
Clásico de la segunda posguerra mundial, estrenado cuando el mundo apenas empezaba a respirar, en 1945, y a confrontar los horrores de la invasión nazi con angustias cotidianas. Obra maestra del teatro intimista, El zoo de cristal presentó una panorámica sobrecogedora de la lucha por la vida bajo mínimos, a través de una viuda temperamental y sus dos hijos. Tres soñadores que sobreviven al dolor de la sociedad bajo la crisis del 29, al que se añade un cuarto, un pretendiente para la joven de la casa, más soñador y embustero que todos ellos. La proeza consiste en que el dominio de las emociones sutiles de un gran teatro psicológico han de presentarse en escena en una medida muy delicada para que no se rompa la atmósfera cristalina de un zoológico humano muy visceral.
En 2014 se estrenó esta admirable versión donde la creación de Eduardo Galán como adaptador y de Francisco Vidal en la dirección sirvieron a Silvia Marsó «un punto justo entre la sobreactuación imprescindible —pues se la impone el propio personaje que necesita exagerar su comportamiento para no despeñarse en una ilimitada depresión— y los cambios de registro según las necesidades que vive. Su amor por los hijos teñido del egoísmo por su propia supervivencia, y a su vez el terror a la soledad que le impide comunicarse adecuadamente con cualquiera. Consigue unas transiciones tan fluidas que llevan al espectador a una montaña rusa que aúna fascinación y puntos profundos de reflexión». Conjunción maravillosa, uno de los últimos trabajos extraordinarios del hoy fallecido Francisco Vidal.
Trascripción de la crítica publicada en CULTURAMAS el 12 de noviembre de 2014
Silvia Marsó en una gran versión de «El zoo de cristal»
Por Horacio Otheguy Riveira
Una familia en los años de la depresión en Estados Unidos. Una comedia de recuerdos. Un drama en el que las mujeres se cuelgan de fantasías mientras los hombres viven las suyas, y abandonan a las mujeres. Una de las obras mayores de Tennessee Williams, que cuenta en esta ocasión con una gran adaptación de Eduardo Galán y una precisa y preciosa puesta en escena de Francisco Vidal.
Susurros interiores, gritos de alegría y de espanto, el pasado como una constante llena de brío y ráfagas de horror, y en todo caso la conmoción que provoca la posibilidad de un cambio, posibilidad próxima o imposible, lejana o hija del delirio: un drama con carga autobiográfica sólo parcial. En la vida de Tennessee Williams existió una madre tiránica que hizo operar el cerebro a su única hija (lobotomía) y la dejó encerrada en un psiquiátrico, mientras su hijo mayor salió al mundo como escritor, y tras una existencia con enormes éxitos (posiblemente el autor de más éxito mundial entre los años 45 y 60 con importantes adaptaciones al cine, e incluso con guiones originales) nunca dejó de pagar la habitación de lujo de su hermana discapacitada.
Un hombre que vivió intensamente, con angustia y alegría desbordante, que amó también con pasión, y que al morir dejó garantizada la estancia de su hermana Rose que falleció muchos años después, bien guardada y atendida por quien se ocupó de su calidad de vida, incluso en los años más difíciles de su carrera que también alcanzó una dolorosa decadencia:
«(A Rose) le llegaban flores, tenía enfermeras las 24 horas, buenos muebles, visitas frecuentes y una fotografía enmarcada sobre el televisor con su actor favorito, Tristan Rogers, de su serie favorita, Hospital general.» (En la muerte de Rose Williams).
En uno de sus primeros poemas, Williams dejó constancia de un sufrimiento que nunca le abandonaría:
Rose. Su cabeza cortada abierta.
Una navaja punzando en su cerebro.
Yo. Aquí. Fumando.
El zoo de cristal tiene algunos elementos de su biografía, pues hay una madre de carácter difícil, un hijo que cada noche va al cine para descubrir aventuras que no encuentra trabajando en una zapatería (en los comienzos del sonoro ir al cine era muy barato y la producción de películas abundante), y una hermana discapacitada que necesita con urgencia un futuro marido…
Pero Amanda, la madre, es un poco todas las mujeres del autor, tiene mucho de Blanche Dubois (Un tranvía llamado deseo) que va de la riqueza a la miseria, abandonada por el marido, de la actriz y su gigoló en Dulce pájaro de juventud, siempre añorando su tiempo de esplendor, colgada del alcohol; y más aún influencia de Violet Venable, la madre del joven Sebastian que ha muerto en la playa (un poeta, extraordinario personaje que nunca aparece en escena) y que intenta encerrar en un psiquiátrico a su sobrina Catherine porque cuenta historias de su hijo que le horrorizan (De repente el último verano).
Teniendo algo, bastante o mucho de estas mujeres (y otras muchas de diversas obras), Amanda es única, entre otros motivos porque de todas las mencionadas es la única madre de familia y por tanto también la única mujer sola que ha de hacer frente a una mala situación económica, a la desesperante preocupación por una hija incapaz de ocuparse de sí misma, en gran medida por la sobreprotección de la propia madre, pero a quien sería incapaz de lobotomizar, es decir, de anular por completo.
La genialidad del autor consiste en transformar este drama agobiante —que permite muchas lecturas—, en un texto que divierte y emociona, que se desborda y se contiene, que maneja los contrastes con una maestría impresionante, y que exige, eso sí, una interpretación cuidadísima que en esta ocasión está plenamente lograda, ya desde el comienzo con la escenografía del maestro Andrea D´Odorico que nos invita a entrar en una vivienda con las paredes chorreando humedad, un gramófono, una mesa convencional con sus cuatro sillas, amplio espacio para que los personajes respiren con holgura y un sofá rojo, emocionante símbolo de pasión, recogimiento y soledad en el que se concentran varias escenas clave.
Esta vez el responsable de la puesta en escena es Francisco Vidal, un gran amante del teatro que ha vivido experiencias muy duras en esta profesión, pero que permanentemente está buscando nuevas alternativas (la pasada temporada fue una gozada verle como actor y director en La alegría de vivir, formidable comedia de Noel Coward, y poco después dirigiendo nada menos que un notable Julio César en versión de Fernando Sansegundo). En esta ocasión ha entregado a sus cuatro estupendos actores muchas y muy buenas herramientas para moverse por el hondo paisaje de desolación y esperanza por el que deambulan día a día.
Alejandro Arestegui compone un Tom como nunca antes vi (y he visto tres versiones teatrales y dos películas), capaz de minimizarse cuando discute con su madre. Entonces el muchacho se convierte en un adolescente, todo él, sus gestos con los tirantes, su manera de hablar, su balbuceo, su arrogancia, su pedido de perdón. Matices muy bien trabajados como los de Pilar Gil en el papel de su hermana aferrada a una minusvalía que en realidad no tiene, o los de Carlos García Cortázar en la breve y espléndida aparición del tímido que goza «viviendo» un triunfo que no ha empezado todavía.
Los emocionantes matices de Silvia Marsó
Después de haberse ocupado con mucho talento de dos personajes tan importantes como Nora de Casa de Muñecas y Yerma, Silvia Marsó compone de manera admirable esta Amanda, madre de familia abandonada que en tiempos difíciles sobrevive de manera patética, delirante, posesiva, fascinante y trágica: una mujer que resume una soledad desgarradora en un mundo de hombres egocéntricos.
La creación de la actriz logra un punto justo entre la sobreactuación imprescindible —pues se la impone el propio personaje que necesita exagerar todo comportamiento para no despeñarse en una ilimitada depresión— y los cambios de registro según las necesidades que vive. Su amor por los hijos teñido del egoísmo por su propia supervivencia, y a su vez el terror a la soledad que le impide comunicarse adecuadamente con cualquiera. Consigue unas transiciones tan fluidas que llevan al espectador a una montaña rusa que aúna fascinación y puntos profundos de reflexión.
Y tras el final, la actriz agradece los aplausos todavía impregnada del personaje y su necesidad de éxito por encima de todos los fracasos. Pero si se tiene un poco de paciencia, conviene esperar para verla salir del camerino y deambular rumbo a la salida, a la vida cotidiana de la ciudad bañada por la noche. Entonces se valora más su gran trabajo: de apariencia juvenil, más menuda, tan sencillamente encantadora, con su largo, hermoso cabello castaño y su célebre sonrisa, torna todavía más impactante su creación de Amanda.
Una representación en la que cuando se va la luz, la acción se acompaña con velas (otro maestro en la iluminación: Nicolás Fischtel) que facilitan una atmósfera de ensueño para luego transformarse en un final entre sombras que provoca escalofríos, gracias también en una medida muy notable a la adaptación de Eduardo Galán, un autor y adaptador que nunca deja de sorprender (El caballero de Olmedo, Historia de 2, Última edición…). En esta ocasión ha logrado sintetizar, pulir, agilizar una obra maestra sin dañarla lo más mínimo, e incluso enriqueciéndola.
Hay muchas situaciones que parecen nuevas en sus manos, pero sobre todo ha creado un final limpio de estridencias, con una síntesis que mejora el original y unas últimas palabras que se quedan en el espectador porque indican que ahora es cuando su capacidad de interpretación y de balance de lo visto en escena le puede abrir muchas puertas de reflexión sobre toda la experiencia.
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El zoo de cristal se estrenó en Broadway el 31 de marzo de 1945 por Laurette Taylor, Julie Haydon, Eddie Dowling y Anthony Ross en el Playhouse Theater, manteniéndose en cartel por 563 funciones.
En castellano el estreno mundial sucedió en Buenos Aires en 1947 con protagonistas españoles: Margarita Xirgu y Esteban Serrador.
En España la primera función sucedió en 1950 en el Teatro de Cámara de Barcelona, con Carmen Vázquez Vigo, María Luisa Romero, Ricardo Lucía y Alfredo Muñiz.
En tres ocasiones se adaptó al cine. La primera vez fue en 1950 con Gertrude Lawrence, Jane Wyman y Kirk Douglas.
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Adaptación: Eduardo Galán
Dirección: Francisco Vidal
Intérpretes: Silvia Marsó, Carlos García Cortázar, Alejandro Arestegui, Pilar Gil
Escenografía:
Andrea
D´Odorico
Vestuario:
Cristina Martínez
Iluminación:
Nicolás Fischtel
Fotografías: Pedro Gato
Lugar: Teatro Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa
. Fechas: Del 6 al 30 de noviembre de 2014. REPOSICIÓN después de gira:
Teatro Bellas Artes de Madrid, del 24 de junio al 26 de julio de 2015.