“Ese día cayó en domingo”: intimidades de Hispanoamérica en relatos de Sergio Ramírez

Horacio Otheguy Riveira.

Una serie de diez cuentos distribuidos en tres partes, a manera de novela alimentada de historias independientes que el escritor nicaragüense, Sergio Ramírez munido de numerosos premios internacionales, ha publicado en 2022. Cada uno tiene su fecha de creación al final. Algunos, como el extraordinario primer relato, Hola, Soledad, escrito entre 2006 y 2017. En cualquier caso demuestra el buen caudal de su talento, ya valorado en novelas y otros libros de cuentos: compromiso social, magnífica disposición de estilos por los que un cierto localismo navega con destreza entre imágenes líricas cuando no surrealistas, surgidas de los propios hechos reales que, a menudo, bañan las historias. Situaciones, todas, bien imbricadas en conflictos hispanoamericanos, relatadas con tal elegancia y precisión poética que se tornan universales.

Aquello que deviene propio de sociedades muy patriarcales, machistas con una amenaza creciente de dominio del nuevo capitalismo generado por el narcotráfico son algunas de las constantes que, por ejemplo, se dan con ejemplar cosmovisión en los boleros que escucha la protagonista en el ya mencionado  Hola, Soledad, que comienza así:

«Canto que emiten los pájaros: trino. Encadenamiento fatal de sucesos: destino. En la noche calurosa, su mano humedecía de sudor la página del Libro de oro de los crucigramas, y, como siempre, se llevaba el lapicero a la boca para morderlo mientras buscaba las palabras. Su cabeza vivía llena de palabras horizontales y de palabras verticales. Y de letras de boleros de antes del diluvio universal, aquellos que interpretaba el vocalista de la orquesta de los hermanos Cortés imitando a Rolando Laserie en las tertulias dominicales del Club Social donde una aprendía a bailar con los primos o con los noviecitos. Canción bailable de ritmo lento: bolero.

Vuela mariposa del amor, juguete del destino, un tocadiscos automático su cabeza tocando boleros, como el que Eduardo le había comprado recién pasada la boda, para que no te aburrás cuando estés sola, Soledad. Como entonces, cada long play de la pila cae sobre la tornamesa y da vueltas raspando la aguja en su cráneo, yo soy un pájaro herido que llora solo en su nido porque no puede volar.

La colmaba un desasosiego que la hacía impulsarse en la mecedora buscando que el vaivén fuera a calmarla, un ave de alas que el vendaval rompió, sola, sin hijos, sin padres, sin amigas. Y encima se llamaba Soledad. María Soledad. Dejó de mecerse, y los balancines se quedaron quietos bajo su peso.

Las nueve de la noche. Había resuelto permanecer en la salita de estar donde veía televisión, hacía crucigramas y a veces bordaba en punta de cruz. Medias de seda, zapatos de charol negro de medio tacón, una falda negra y una blusa blanca planchadas a la carrera. Seguía lloviendo en ráfagas que soplaban contra la casa de corredores abiertos, anegándolos.

En la cocina continuaba el ajetreo. Los meseros de la funeraria habían traído bandejas de madera, una jaba con tazas y escudillas suficientes, y una percoladora con capacidad de cincuenta tazas. En la sala de visitas, una vez desalojados los muebles, toda la vida cubiertos con sus fundas plásticas porque nadie se sentaba allí, los operarios claveteaban para instalar el catafalco, colocaban la peaña, el cortinaje, el cristo crucificado de yeso. El cadáver llegaría a las diez.

Te seguiré hasta el fin de este mundo, te adoraré con este amor profundo. Que tiene el fondo muy distante de la boca o cavidad: profundo. Deja atrás ya los sesenta, pasada de peso, nada de pilates, nada de salones de belleza, nada de cremas rejuvenecedoras, abandonada de sí misma en el encierro de la casa que desde fuera parece deshabitada, salvo esta noche cuando se halla llena de extraños. Asida a los brazos de la mecedora ahora quieta retrocede con cautela hacia la neblina del ayer perdido y se ve en su dormitorio de la casa paterna, un caserón de tres patios en el barrio San Juan:

Van a ser las dos de la madrugada, tiene diecisiete años y está a punto de tomar la decisión de su vida. Siente un pálpito en el estómago y de pronto unas ganas de vomitar provocadas por el miedo, que se aplacan solas. El dormitorio huele a Flit porque cada noche una empleada va de cuarto en cuarto fumigando los rincones con una bomba manual. El mosquitero de la cama de dosel se halla recogido con sus lazos de organdí en cada uno de los cuatro pilares. Su camisón está tendido sobre el cobertor rosado. […]».

Ficciones con referencias históricas, elucubradas con un grado muy alto de artística creatividad, para reflejar los abismos generados por una sociedad clasista, o un registro preciso de los crímenes cometidos por el terrorismo de estado en Guatemala bajo las órdenes del general Ríos Montt, entre muchos otros temas, todos de algún modo acompañados por canciones populares de gran raigambre en la América hispana, brotes tensos o irónicos que salpican los relatos…

Porque tu barca tiene que partir…

Vuela mariposa del amor, juguete del destino…

Te seguiré hasta el fin de este mundo, te adoraré con este amor profundo…

Un libro que se desarrolla en tres etapas: la primera con tres cuentos íntimos (con pincelada sobrenatural uno de ellos), la segunda con cuatro (iniciados con el panorama de crímenes guatemaltecos bajo terrorismo de estado) y la tercera con otros tres a los que hay que llegar reposados para entrar de lleno, poco a poco, en la creciente maestría de un escritor excepcional que cabalga lento y avizor por territorios inhóspitos con violenta carnadura de epopeya social.

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Comienzo del cuento Amanecer desde una ventana

«Cada vez que la enfermera entra llevando su carrito y enciende la luz, Ladi Di recoge las piernas y se incorpora buscando asentar los pies en el piso como si quisiera huir, así descalza, arrastrando consigo las sábanas, y solo empieza a sosegarse cuando oye a su lado aquella risa tranquila de registros graves, complacida, y siente sobre la frente la tibieza de la mano oscura que huele a gel de alcohol, pero su ojo asustado no deja de mirar ansioso, de reclamar, de dudar; el ojo sano, porque el otro, bajo la venda, ha sido operado, la retina desgarrada a causa de una patada.

Y llora. Ahora llora menos, pero siempre el llanto pugna en su boca como un vómito seco del que solo queda el sabor amargo de la bilis, un llanto que no enturbia sus ojos, no los moja de lágrimas, no le llena de mocos las narices. Un llanto que solo se queda en sollozos, una tormenta que se arremolina desdentada porque también perdió dos incisivos y un canino, de otra patada.

No es la celda pestilente donde nunca se sabía si era de noche o era de día, allá en Managua, sino el cuarto del séptimo piso en el hospital México de San José; la voz sosegada, la mano en la frente se lo confirman. […] Ladi Fi. Le pusieron ese nombre porque al empezar a peinarse como mujer escogió el estilo pixie de la princesa de Gales, un corte retro de cabello, según había leído en Cosmopolitan en español, desaliñado en apariencia y a la vez chic, que volvía de los finales del siglo veinte, cuando ella era apenas ¿un niño, una niña? […]».

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