El superviviente de Auschwitz, de Barry Levinson
JOSÉ LUIS MUÑOZ
¿Se puede contar alguna historia que ya no sepamos del Holocausto? Pues sí. Hay directores de origen judío que no pueden resistirse a llevar a la pantalla ese tema que les toca tan de cerca como es la mayor masacre de la historia de la humanidad cometida en la civilizada Europa, el exterminio sistemático de una raza que estaba en el epicentro de una ideología del odio y el mal absoluto. Roman Polanski lo hizo en El pianista, Steven Spielberg en La lista de Schindler y Barry Levinson seguramente pone un broche de oro a su carrera, a los ochenta años, con El superviviente de Auschwitz, rodada hace un par de años (y seguramente no estrenada en su momento por la pandemia) que nos llega ahora y cuyo argumento es muy similar a la polaca El campeón de Auschwitz de Marciej Barczewski del 2020 inédita en nuestros cines.
Barry Levinson (Baltimore, 1942), que también es guionista (Silent Movie, Tootsie, Donnie Brasco), pertenece a esa generación de directores artesanales que han dirigido filmes de todos los géneros, muchos de ellos sin pena ni gloria, sencillamente alimenticios, y otros muy notables como Rain Man, por la que obtuvo el Oscar a la mejor película, Good Morning, Vietnam, Cortina de humo o Bugsy, y que, como Ridley Scott, no tira la toalla y parece querer morir en el set de rodaje filmando (Wise Guys, una historia de gángsteres con Robert de Niro será su próximo trabajo).
La historia de Harry Haft (Ben Foster, el hermano abatido por el sheriff Jeff Bridges en Comanchería), un boxeador judío de origen polaco que sobrevive a los campos de exterminio, le sirve a Barry Levinson para desgranar una película dura y dramática que, sin embargo, huye de todo sentimentalismo. El discreto pugilista, que llegó a enfrentarse con la leyenda del ring Rocky Marciano (Anthony Molinari) para salir en la prensa y ser localizado por su primer amor Leah Krichinsky (Dar Zuzovsky) deportada por los nazis en Polonia a principios de la Segunda Guerra Mundial, tiene una parte oscura en su pasado que el periodista Emory Anderson (Peter Sarsgaard) escarba para darle notoriedad: durante su internamiento en Auschwitz-Birkenau, el entonces miembro de los Sonderkommandos (los judíos que hacían el trabajo sucio en los campos de exterminio como llevar a los suyos a las cámaras de gas y acarrear luego sus cadáveres para llevarlos a los hornos crematorios), que respondía al nombre de Hertzko Haft, cayó en gracia al oficial de las SS Schneider (Billy Magnussen), con quien mantuvo una relación ambigua de agradecimiento (gracias a él vivió) y odio (por lo que tuvo que hacer para sobrevivir), que lo convierte en un boxeador temible, la bestia judía, y lo utiliza en combates a muerte (hasta 72) contra otros presos para diversión de los oficiales del campo. Y esta colaboración con los nazis, para sobrevivir al horror, pesa como una losa en la conciencia del boxeador, le acarrea un sentimiento de culpa que le va a acompañar durante toda la vida.
Rodada en color la parte actual, y en un expresivo blanco y negro las escenas del campo de exterminio, Barry Levinson dirige la que sin duda es su mejor película, un drama que duele tanto como las brutales secuencias de combates del pasado y el presente a las que se enfrenta ese boxeador que persigue durante toda su vida el fantasma de la chica de la que estaba profundamente enamorado y por la que sobrevive a cualquier precio con la esperanza de reencontrarla. Se puede comparar El superviviente de Auschwitz con Toro salvaje (atención a los espectaculares combates de boxeo que salpican de sangre la platea) y con La lista de Schindler sin que desmerezca un ápice la película de Levinson que es una pieza clásica, y por ello duradera, ejecutada con brío por un realizador octogenario que no ha querido salir de este mundo sin aportar su grano de arena a la denuncia de la mayor monstruosidad de la historia de la humanidad.
Sin las excelentes interpretaciones de los actores, la película no llegaría al público. Ben Foster encarna al atormentado Harry Haft, se mete en su piel, pierde 28 kilos para estar convincente en su papel de preso judío y gana 22 para interpretarlo en la actualidad (como Robert de Niro en Toro salvaje), transmite su dolor y furia desde la pantalla en donde su presencia es omnipresente y poderosa. Vicky Krieps, la envenenadora de El hilo invisible de Paul Thomas Anderson, interpreta a Mirian Wofsoniker, la esposa que le ayuda a buscar a su antigua novia desde su centro de búsqueda de supervivientes del Holocausto, y Danny DeVitto reaparece brevemente para interpretar a Charley Goldman, el preparador judío de Rocky Marciano que le da algunos consejos al boxeador novato para perder con dignidad y sobrevivir en el intento.
Hay secuencias memorables, además de las pugilísticas, en la película que jamás baja el tono y lo mantiene muy alto en sus más de dos horas de proyección, como la de ese combate a muerte con uno de sus mejores amigos que recuerda al de Epartaco (Kirk Douglas) y Antonino (Tony Curtis) en la obra maestra de Stanley Kubrick y que acaba con un rezo en yidis, sencillamente estremecedora, o la frustrada noche de bodas entre Harry y Miriam cuando el primero fija la vista en la mirilla de la puerta del hotel y le hace retrotraer al horror del campo, una pesadilla de la que jamás se libra.
La última película de Barry Levinson, coproducción entre Estados Unidos, Canadá y Hungría (en donde se han rodado las secuencias del campo de exterminio) es una excelente lección de historia, porque esa atrocidad hay que recordarla constantemente, y buen cine (bien rodada, bien musicada por Hans Zimmer, extraordinariamente fotografiada por George Steel, ambientada con rigor, con un montaje perfecto que nos hace ir del pasado al presente), se sitúa entre las mejores películas sobre la barbarie nazi, una lista larga en la que yo incluiría, además de las dos citadas de Roman Polanski y Steven Spielberg, El hijo de Saúl de Lászlo Nemes, La zona gris de Tim Blake Nelson y Paraíso de Andréi Konchalovski. Aún pueden contarse historias sobre el Holocausto sin repetirse. Barry Levinson lo ha hecho con un film estremecedor que cierra, a modo de metáfora, con un excelente chiste judío que hace que asome la sonrisa entre tanto horror.