La belle noiseuse, de Jacques Rivette
JOSÉ LUIS MUÑOZ
Confieso mi mala, en la actualidad, relación con la nouvelle vague francesa después de haber sido durante muchos años, sobre todo en mi juventud de cine-club, un acérrimo y apasionado defensor del iconoclasta movimiento cinematográfico que se alzó contra el cine convencional y se convirtió en vanguardia revolucionaria muy involucrada en los acontecimientos del Mayo del 68. El cine de Jean Luc Godard siempre me pareció irritante, incluso cuando yo era joven, salvo su ejemplar opera prima Al final de la escapada, y sobre todo por la presencia de ese ángel llamado Jean Seberg, y en su última etapa sencillamente soporífero. De François Truffaut guardo muy buena impresión de Los cuatrocientos golpes, pero su relación cinematográfica con Jean Pierre Leaud creo que menguó su talento, lo redujo como una cabeza de jíbaro. Claude Chabrol me aburría con casi todas sus películas, a pesar de sus argumentos muy punzantes, pero siempre me pareció un realizador tosco y plano al que le faltaba el énfasis. Con Eric Rhomer sí que congeniaba con sus cuentos morales que me parecían una delicia discursiva en esos años, pero no me atrevo a revisionarlos por si me llevo una decepción. Y en cuanto a Louis Malle he de decir, sinceramente, que siempre me pareció el mejor del grupo desde su espectacular Ascensor para el cadalso, ese noir claustrofóbico que transcurre en la cabina de un ascensor, a Lacombe Lucien, pasando luego por su etapa americana con La pequeña y Atlantic City, y terminando en Francia con Adiós, muchachos y, sobre todo, Herida, mi film fetiche con el que me identifico al cien por cien. ¿Y Jacques Rivette? Pues confieso que no había visto ninguna de sus películas, un poco espantado por el metraje de las mismas, hasta que cayó en mis manos Confidencial, un policial muy sui generis interpretado por Sandrine Bonnaire que me aburrió sobremanera. Así es que, el otro día, le di una oportunidad a La Belle Noiseuse, la versión de cuatro horas (posteriormente hizo una reducida a dos), inspirada en un relato de Honoré de Balzac, dispuesto a abandonarla al primer bostezo, y cual fue mi sorpresa que aguanté esos impensables 240 minutos sin parpadear en ningún momento y haciéndome constantemente la reflexión de lo imposible que sería rodar ahora ese film.
La historia tiene que ver con el artista y su modelo, y la tiranía del primero sobre la segunda. Edouard Frenhofer (un Michel Piccoli en estado de gracia absoluto) es un afamado pintor en dique seco desde que abandonó a medias un cuadro en el que retrataba a su esposa y musa Liz (Jane Birkin) porque dejó de inspirarle. Para recobrar su apetito artístico, consigue que la compañera sentimental de uno de sus muchos discípulos, el pintor advenedizo Nicolas (David Bursztein), Marianne (una Emmanuelle Béart en la plenitud de su belleza y juventud) pose para completar ese cuadro inacabado y maldito. La película, básicamente, se circunscribe a los diversos posados a los que el exigente artista consagrado obliga a su modelo para poder terminar ese desnudo y a las conversaciones entre ellos que truncan esos momentos de concentración y que tienen que ver con la vida sentimental del artista y su obsesión profesional. La modelo va a ser inmortalizada por uno de los grandes pintores del momento, y el pintor se quiere sacar la espina de ese cuadro que no terminó.
Viéndola, y gozándola, me iba dando cuenta de que esa película, según los estándares que reinan en la actualidad con respecto al lenguaje cinematográfico, sería impensable en estos momentos, que ningún productor arriesgaría su dinero en esas cuatro horas de proyección. En una escena, el pintor, antes de empezar a esbozar sus numerosos bocetos para luego poder plasmarlos en el cuadro, está diez minutos de reloj ordenando su mesa de trabajo, repasando su cuaderno de apuntes, afilando lápices, disponiendo a su alcance sus pinceles, llenando de agua las botellas en donde disolverá los colores, un trabajo obsesivo que define lo que puede ser la creación y se puede extrapolar a la literatura, la música o el cine (recordemos lo minucioso que era con su trabajo Stanley Kubrick). Luego, en tiempo real, el espectador va viendo cómo cobra vida el cuadro, las simples manchas que se convierten por la magia del arte en los rasgos y el cuerpo de la modelo. La Belle Noiseuse, cuya banda sonora es el ruido que hacen los lápices rasgando sobre el papel y los pinceles pintando sobre el lienzo, es una master class de pintura.
Pero hay otra razón por la que esta cinta, y muchas otras con las que el Séptimo Arte llegó a sus más altas cimas de expresividad y libertad (El imperio de los sentidos, El último tango en París, Salo o las 120 jornadas de Sodoma y Gomorra…), sería impensable en esta época sin que le llovieran al director un aluvión de críticas. Emmanuelle Béart interpreta su papel de modelo, como no podía ser de otra manera, completamente desnuda, y sus desnudos, en todas las poses posibles, porque el artista es exigente y quiere comprender y aprehender su cuerpo, ocupan el ochenta por ciento de la película. Edouard Frenhofer, el pintor de la ficción que es muy profesional y en ningún momento hace la más mínima insinuación sexual, quiere captar la belleza de un cuerpo femenino (y podría ser masculino como en el caso del David de Miguel Ángel) como con anterioridad lo hicieron Velázquez, Goya, Modigliani, Renoir, Rodin, e infinidad de maestros de la pintura y la escultura que captaron la belleza y armonía de las formas. A Jacques Rivette, que filmó esta epopeya pictórica en 1991, le habrían silbado los oídos en 2023 acusado de cosificar el cuerpo femenino, también a los fotógrafos Helmut Newton y a Robert Mappelthorpe por cosificar el masculino y sus miembros viriles erectos.
Enlazo todo esto con la pacatería que hermana a cierto sector de la extrema izquierda que puede ir de la mano de la extrema derecha y con unas declaraciones del escritor mexicano Guillermo Arriaga (el guionista de las mejores películas de González Iñarritu y excelente novelista) en las que dice que lo políticamente correcto (una invención de la conservadora sociedad norteamericana que se ha abierto camino de no retorno en la europea) se ha convertido en un horror y que la palabra cancelación (un palabro horroroso que se ha puesto de moda y es un eufemismo de censura, pero que a mí me suena incluso peor) parece algo salido de las señoritas de la Liga de la Decencia. Estamos en una época en la que los creadores tienen que hilar muy fino para no molestar a nadie, y que todo el mundo se puede sentir molesto y pedir que se cancele una obra de arte (lo hemos visto en algunas corporaciones municipales en las que VOX o el PP tiene la voz cantante), cuando precisamente, pero no únicamente, el arte está concebido para molestar, conmover y convulsionar.
Contra La Belle Noiseuse se habrían levantado no solo los que exigen un cine sincopado, de mil imágenes por segundo y doscientas mil explosiones por imagen, sino también esa Liga de la Decencia (de extrema izquierda y extrema derecha) indignada por la cosificación del cuerpo de la bellísima Emmanuelle Bèart que, que yo sepa, no se quejó jamás de interpretar desnuda ese papel. Yo, contra todo pronóstico, aguanté esas cuatro horas en las que no ocurre nada más que el nacimiento de un cuadro gracias a la sintonía del artista con su modelo y la tensión de esta con la primera musa Liz, inspiradora del cuadro inacabado (Edouard Frenhofer quiere que esa obra sea la póstuma y recuperar el amor de su esposa, así es que la película es también la historia de una crisis senimental a través de una obra pictórica). Seguramente soy muy raro por haber aguantado la película de Jacques Rivette sin moverme del asiento, hipnotizado por su tempo lentísimo que me hacía estar en el estudio del artista y ser testigo de la creación de su obra. Raro, a Dios gracias.