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«Heredar la lluvia», de Gregorio Dávila de Tena

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ESCUCHARSE EN UN CONTINUO DIÁLOGO INTERTEXTUAL

Por Ana Isabel Alvea Sánchez.

Bajo el derrumbe del mundo florece la vida inagotable y la poesía es nuestro modo de salvación, nos indica certeramente José Manuel Martín Portales en el prólogo del último libro de Gregorio Dávila de Tena, Heredar la lluvia (XXIX Premio Nacional de Poesía «Poeta Mario López»). Por encima de todos los escarnios y en las grietas de nuestro vacío brota la vida. Encontramos modos de soportar esta intemperie y Gregorio reconoce siempre en su escritura la belleza del mundo y el milagro de vivir, y del poema, los cuales contrastan de continuo con el dolor y la tragedia que irrumpen y con los rescoldos de un esplendor que siempre se desvanece. Situaciones vitales con las que empatiza y se identifica -como en el poema Las viudas del mar, inspirado en la fotografía de Carlos Valcárcel, mujeres que esperan con angustia el regreso de sus maridos pescadores-  porque todos podemos llevar, en líneas generales, casi la misma vida, o si no, el mismo latido e idéntica emoción. Unión y semejanza, fraternidad y universalidad de un ser humano con los demás, de un individuo con el mundo. Y el consuelo de la poesía, siempre ahí, al alcance de la mano.

Se comenta a su vez en el prólogo que el agua engarza las diferentes partes del poemario, como un árbol genealógico o puente, nos relata el pasado para comprender el presente, empezando por aquello que heredamos, como el nombre, y la lluvia, agua que limpia y purifica, ligera, suave; pero también nos puede herir, amortajar, sacudir -como nos dice en Lluvia-. Este aguacero podría representar el misterio de la vida, o la constancia, todas esas gotas que insisten, o la propia vida, el río de la vida, nos puede salvar del olvido -según nos dice en Inocencia-; igual puede referirse a los errores o al dolor recibidos. Desde luego, cada lector le dará su propio sentido.

Heredar es un verbo potente y rotundo, heredamos los dedos del padre, el testimonio de otros escritores, la historia de nuestra familia, el amor de padres y abuelos, la vida, heredamos la vida, la forma de mirarla, pensarla y sentirla. Seguramente el silencio y las preguntas formen parte de nuestro legado. Somos peregrinos en un continuo y perenne aprendizaje y recibimos el conocimiento, al menos una parte, de la mano de la Literatura y de la Poesía, en este caso universal –no se ciñe solo a la tradición española-, fuente para buscar respuestas o plantearlas.

Estructurado el libro en tres partes, en su primer apartado, De los manantiales. Huellas en la mirada, su título está íntimamente ligado al contenido de los poemas: la lectura es un manantial del que bebemos, una guía en la vida. Cada lectura deja una huella y de ella nace y se inspira cada uno de estos poemas, de su impronta -los poemas llevan el mismo título que el libro al que alude, indicándose también el autor- . Entabla de este modo un diálogo intertextual con grandes poetas y maestros como Hugo Mujica, Ernesto Cardenal, Rilke, Antonio Praena o Alejandra Pizarnik. Qué han escrito ellos de las vivencias, los problemas y cuestionamientos eternos y universales del ser, qué manifiestan sobre qué es esto de vivir y en cuanto al dolor en un continuo fluir de tiempo y agua.

Resumiendo en gran medida, el autor resalta la importancia del silencio para Hugo Mujica, lugar en el que se encarna el poema; “todas las cosas nos hacen guiños para que las sintamos” según Rilke; la lluvia de Ernesto Cardenal, capaz de calmar una sed de milenios; la belleza de la libélula o la mariposa, o de lo pequeño, señoreando en un haiku, “esa forma de herir que tiene la hermosura”; el vacío interior del sujeto contemporáneo y su falta de valores, como refleja Praena en Historia de un alma; el doloroso tormento de Alejandra Pizarnik; la nada que es preciso pronunciar de José Manuel Martín Portales; igual que Juan Cuevas, para nosotros también amar era nombrar;  la misteriosa noche de Novalis que nos acuna en la soledad; la búsqueda de la verdad y del yo en el laberinto de la realidad por Javier Sánchez Menéndez; el canto como consuelo de Sara Castelar; la nostalgia siempre amarilla de Julio Llamazares por un mundo rural perdido y abandonado. Todos estos libros y autores le hablan de su propia historia, conversa con ellos en estos poemas plagados de insólitas imágenes. Un hondo manantial de agua en tiempos de sequía.

En Mi menor. Memoria del gozo, se introduce en su memoria personal, empieza a cavar en sí para encontrarse con la infancia y el árbol genealógico que ha crecido hasta llegar a él y que continúa con sus hijos y nieta. Su primer dolor fue en la infancia –no quería un frío albergue/ repleto de soledad y pasillos-, cuando siente la expulsión del paraíso, de su cándido hogar en un mundo rural,  donde lo arropaban sus padres y abuelos.  Versos elegíacos que rememoran la ternura de los abuelos Antoliano y Gregorio, los avatares y giros inesperados de la vida, las excursiones con su padre al pueblo vecino. Todo y todos confluyen en el agua de la eternidad.

Los poemas de esta segunda parte no llevan, por lo general, título, pues constituyen un continuo alrededor de la familia y el origen, un modo de afirmar su procedencia e identidad y de cumplir con la necesidad que tenemos de hilar nuestra historia para comprender el presente y comprendernos. El delicado poema inocencia tal vez aluda a su nieta, niña que tiene una mañana fresca en la sonrisa. En él apela a recordar la inocencia perdida y que la lluvia logre vencer al fuego del olvido: limpiaría la memoria de dolor, brillarían el amor, la dulzura y bondad como un sol de verano en el cielo azul de la infancia.

En su último apartado, Gusano de primavera. Hilar el silencio, retoma el diálogo con una red de textos ajenos: la poesía como alivio y consuelo en los Cantos de Leopardi; hace referencia a la pasión y el deseo; surge el tema de la muerte, la muerte o enfermedad de un niño como el mayor de los sacrilegios y sinsentidos, lo más cruel y terrible que la vida puede depararte, como bien transmite Francisco Umbral en su excelente Mortal y rosa. La vida de un hombre puede ser la de todos los hombres, repetitiva y cíclica, nos indica en su verso: Has visto tu historia de siglos en la superficie del agua; con el miedo dentro y aprendiendo a mirar y a amar, a vivir en definitiva, con la humildad y conciencia de nuestra pequeñez   -polvo, ausencia, hueco, así se define en el poema Claros del bosque: me deshago como el hiato de la noche-.

En su poema Naderías cuestiona sobre qué tema escribir, por qué no crear un poema descriptivo, en el que no ocurra nada, sólo la belleza del mundo, la mirada. Termina con Epílogo, dedicado a Gil de Biedma, difiere de este autor al no concebir el problema en envejecer, sino en el silencio, en olvidar tal vez, o no haber comprendido ni aprendido, que el mundo y la vida no se le hayan revelado, muy a pesar de la suma de años.

Es este un poemario en el que encontraremos musicalidad, belleza, profundidad, sensibilidad, cuestionamiento, espiritualidad, delicadeza, emoción, herida y memoria en poemas sugerentes que guardan en sí el misterio y que pueden provocar variadas lecturas.  Una red de textos de grandes autores en cuyos hilos podemos ver nuestro propio trazado y que seguro disfrutarán y les hará pensar; la llamada intertextualidad por Julia Kristeva, en unos tiempos en los que impera, o debería imperar, no el mandato, sino el diálogo, y en esa conversación escucharnos.

Heredar la lluvia

Gregorio Dávila de Tena

Bujalance (Córdoba)

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