‘Naufragio y peregrinación’, de Pedro Gobeo de Vitoria

RICARDO MARTÍNEZ.

Navegar es vivir, lo sabe todo marinero. Navegar es ser, lo sabe todo hombre de bien. Navegar es… gozo y dolor, aventura y calma, pasado y futuro en la memoria, en el corazón.

Esta hermosa narración lo tiene todo, y todo lo contiene dentro de una calidad literaria seductora a la que es difícil que el buen lector se pueda resistir. Desanimado y con el ser incierto luego de una malhadada travesía, escribe Gobeo en un pasaje: “Comencé a cavar mi sepultura con mis propias manos, ayudándome  de una conchuela que había traído de la playa para el efecto y de las muchas lágrimas que vertía, pues al ser tantas, aun cuando la tierra estuviera dura se ablandara” 

Aún así, en tal situación, cavaba en un espacio que se podría decir guardaba algo de esperanza; el lugar “era estrecho, rodeado por todas partes de peñascos altísimos, tanto que por partes se perdía el cielo de vista. Me pareció a propósito este pequeño sitio –por tener el suelo de arena (nunca lejos del mar)- y acomodado para hacer un hoyo en que vivo enterrarme, y también porque desde allí divisaba el cielo”, que es como decir, divisar una forma de destino plácido, como cuando el marinero emprende aventura al navegar.

La prosa es sobria, limpia, descriptiva, y la narración, así, se deja llevar –y nos lleva- como una antigua y aceptada compañía.

El navegante, Pedro Gobea de Vitoria, nació en Sevilla hacia 1580. En 1593, con apenas trece años de edad, emprende viaje al Perú con el ensueño de vivir aventuras y hacerse rico. Tardó más de dos años en llegar a destino y tuvo que superar obstáculos de todo tipo. El principal de ellos, la marcha a pié por la peligrosa costa de Esmeraldas (Ecuador) durante más de 800 kms.

El libro, se nos indica en el documentado prólogo, “fue publicado en Sevilla en 1610, siendo el relato de la juventud de nuestro protagonista” pues, en 1602, era ya el precoz Gobeo un veinteañero en Lima. El contenido de la historia en sí encierra avatares, aventuras y valentía a través de mares y tierras americanas, y diríase que, en sí, es un homenaje a la voluntad material y espiritual que movió a tantos emprendedores españoles en el siglo XVII.

En palabras casi emocionadas narra Gorochategui en el prólogo: “Su vida transcurrió durante el Siglo de Oro, cuando se hallaron los límites del mundo, una época que imprimió el gran empuje a España, que supo mantener hasta el siglo XIX” Ese gran empuje a que se alude habría de constituir en la historia de España el reflejo de un dominio territorial de siglos, un crecimiento económico sin igual en el imperio establecido, y ello sustentado, como se pretende exponer, en grandes sacrificios que habrían de dejar huella en textos de la mejor literatura aventurera: “Volví de nuevo a luchar con las ondas, que casi me privaron de sentido y vida, y trayéndome de unas partes a otras, como a un cuerpo muerto, pensé acabar allí con los azotes y reventazón de la creciente; y sin duda fuera ello así si de repente no me hallara, sin saber cómo, asido de un peñasco, donde a lo que entiendo me arrojaron las olas” Un decir vívido asumido con voluntad y firmeza, una narración humana y heroica donde las hubiere.

Haciéndose eco de esta múltiple gesta americana, concluye el prologuista como a modo de identificación con un ideal: “Y aunque a nadie se le ocurra todavía tomarlo como modelo para una estructura planetaria del futuro, integradora y multipolar, quizá podamos mientras tanto, extraer alguna ejemplaridad en las nunca vistas andanzas de Pedro Gobeo de Vitoria en la selva ecuatorial, cuando los sujetos eran elevados por sus ideales.

En fin, lo demás ha sido… y sigue siendo la historia.

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