Murat, el inmortal

DAVID LORENZO CARDIEL.

Tenía dieciséis años cuando descubrí a Murat. Solía frecuentar la biblioteca en los recreos porque el patio, con su aire libre embarrotado y los herméticos grupitos de chavales, nos echaba para atrás. Así que mis amigos y yo nos pasamos la adolescencia recorriendo los pasillos del instituto, incordiando amablemente a los profesores y despejando la mente en la cafetería y en la biblioteca.

Del pequeño grupo, yo era el de las preguntas interesantes y las respuestas asombrosas. Un día, leí una reseña de Hadjí Murat, que era comparado con el wéstern y me llamó la atención. Desde entonces, lo he leído, pensado y repensado muchas veces. Ni Zweig, ni Mann, ni Apuleyo (salvando la distancia cronológica), ni Cortázar, ni Lorca. Nada de los miles de libros que he leído a lo largo de mi existencia puede compararse al Murat con el que me inicié en León Tolstói, que me llevó, acto seguido, hasta Guerra y paz y que continuó por el resto de la obra del autor ruso.

¿Qué tiene Hadjí Murat (o Jadzhi Murat, según la traducción) que no tengan otras novelas? Pienso, con seriedad erudita, si Federico García Lorca no se inspiró en el drama realista del maestro de Yásnaia Poliana para su Bodas de sangre. El penúltimo capítulo, con la luna llena, el silencio del bosque, los soldados embriagados por el alcohol y el momento álgido de la timba y una mujer superviviente de un tiempo donde su vida femenina palidecía en respeto que presiente que Murat ha muerto. Desvelaré cómo continúa la escena: un jinete rompe la quietud nocturna para llamar a gritos a los suyos. Mete la mano en el saco que porta consigo y muestra a los alegres presentes la chorreante cabeza del guerrero checheno. Su final, su destino, se había consumado.

Recuerdo que en la edición de La otra orilla se incluyen las palabras del crítico literario Harold Bloom sobre este relato. Añado a las suyas estas que escribo ahora. Cuando León Tolstói escribió Hadjí Murat tenía setenta y seis años. Hacía dos décadas que sus pensamientos habían dado un contundente giro de timón. El escritor había dado paso al filósofo, al moralista, mejor dicho, y en su búsqueda había ganado múltiples enemigos y cuantiosos enfrentamientos, algunos de ellos íntimos. Por ejemplo, la cuestión de la libertad. ¿Por qué no podía completar el que consideraba su camino vital, que era la entrega al apoyo y la educación de los campesinos libres y de los vinculados a un terrateniente, los mujiks? Él mismo impartió clases a los niños, ayudó desde la juventud a los trabajadores de sus tierras y a sus familias. Su paciente esposa, Sofía Behrs, que sufrió la misoginia propia de la época y de su marido, tuvo que arbitrar los intereses de sus hijos y los suyos propios. Me refiero al pago de estudios, de dotes matrimoniales y de manutención de su prole, que no era precisamente pequeña. El ruso había llegado al extremo de querer dedicarse material y espiritualmente a los demás desprotegiendo, muy probablemente, el nivel de vida de los suyos. La tensión en el matrimonio Tolstói llevó al anciano escritor a amenazar con echarse a los caminos y desaparecer. Lo intentó alguna vez, aunque casi siempre regresó o fue convencido de retornar al hogar. En 1910, en una de estas invectivas, terminó cayendo gravemente enfermo. Su esposa viajó hasta donde se encontraba, en la vivienda del jefe de estación de Astápovo, pero no la dejaron entrar. Sus últimas palabras, «amo a todos», la atormentaron el resto de su vida. Hoy, la localidad de unos ocho mil habitantes ha sido rebautizada con el nombre de León Tolstói, en honor al pensador.

Murat, el personaje, y León Tolstói, el autor, tienen demasiado en común. Aquí surge otra cuestión: ¿por qué escribió esta historia en su vejez, cuando el personaje y los hechos históricos en los que se basa los vivió en su juventud? El prólogo del manuscrito original es, además de introducción, confesión: él se sentía como el cardo tártaro, resistente, indolente, pero consciente de que su salud y sus capacidades terminarían por quebrarse ante las circunstancias. A su vez, recordó al checheno, cuya muerte pronto se convirtió en mito entre los soldados destinados al Cáucaso a mediados del siglo XIX. Es por estos motivos que Hadjí Murat fue escrita con una hermosura difícil de superar.

El libro es breve, tan contundente que cada línea está profundamente meditada. Además, el Tolstói que la escribe es un autor veterano y con una maestría consolidada tras décadas entregado a publicar relatos, novelas, ensayos y libelos. El complemento de su desarrollada imaginación de narrador a sus recuerdos forma una amalgama única. Y, finalmente, es muy probable que se produjese esta identificación, a ratos melancólica y triste, entre personaje y autor. El resultado es un libro que se lee con un placer inmenso, de una calidad, a mi juicio, inmejorable, que ocupa la extensión justa y que juega con una pluralidad de voces, de personajes, que discurren por las páginas con paso natural, dando la impresión de que sus caracteres los conociésemos ya de antemano y nos resultasen familiares, que es capaz de producir la belleza que encierra el arte de la literatura. Hadjí Murat, con su riqueza y singularidad, es «la novela», la cumbre jamás narrada, el ejemplo a seguir, la meta a aspirar a alcanzar, el significado de la literatura para quien desee, con loable ideal de esfuerzo o pérfida bohemia del pelotazo en ventas para alcanzar parnasos inexistentes que sólo alaban la ficción mental que es el ego, dedicarse a escribir y aspirar a vivir de ello.

El caso es que Nórdica ha publicado recientemente una deliciosa versión de este libro. Contando con una exigente traducción del ruso de Víctor Gallego y las ilustraciones, preciosas y en perfecta sincronía con el texto, de Albert Asensio, Jadzhi Murat ha alcanzado las librerías de los países hispanoparlantes con la esperanza de enriquecer el ánimo lector y el patrimonio bibliófilo de los lectores que se consideren tales. En una edición de tapa dura, con portada e ilustraciones exquisitas y papel de alta calidad, cada detalle ha sido meticulosamente cuidado para que la experiencia al leer esta novela sea inmejorable. Hubiera preferido, como gusto personal, un tamaño de letra un par de puntos superior, para que los lectores con alguna dificultad visual no tengan que depender tanto de la posición de la luz, incluso de tener que leer con gafas. También la grafía de Hadjí frente a Jadzhi, aunque mis conocimientos en este campo son tan frugales que no defiendo esta pequeña puntualización más allá de una apreciación personalísima que invito a no considerar al buen lector. En todo lo demás, esta edición es, sencillamente, perfecta.

Si todavía no conocen a Murat y a esta brillante novela tardan ya en hacerse con un ejemplar y entregarse a sus páginas. Y si la han leído con anterioridad, es el momento de hacerse con una edición única por su hermosura, mimo y asequibilidad. Lean, en cualquier caso, Jadzhi Murat, admiren las deslumbrantes ilustraciones que ofrece Albert Asensio y disfruten. Porque la libertad no consiste en elegir, sino en ser con consciencia de sí mismo, obrar en la vida según las circunstancias y pasar la existencia en el mayor bienestar posible.

© David Lorenzo Cardiel, 2023. 

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