La sociedad del Titanic
El otro día, durante la cena, estaba viendo First Dates con mi pareja cuando una de las comensales se marcó un solo de micrófono llamativo. Vino a decir que su película favorita era Titanic, que si muy romántica y todo eso, pero que la enorme cantidad de muertos y el hecho de que Rose le diese un «solo sí es sí» a Di Caprio le atraía aún más. Si he exagerado, lo siento. En su defensa diré que la tragedia también me gusta más que el romance.
Escucharla hablar me hizo rememorar algunas escenas de la película. La catástrofe, que se deriva del choque con el iceberg, se prolonga durante una notable parte de la cinta. Más allá de las aventuras de los protagonistas por huir del villano e intentar sobrevivir, sorteando todos los obstáculos que liberan las tripas del transatlántico, vemos cómo los pasajeros se enfrentan a su destino. La muerte no se pone tiquismiquis con la clase social. En las horas previas hemos conocido cada colectivo y sus dependencias. Ahí tenemos al capitán, que naufraga con su barco; allí, la orquesta, manteniendo la moral a ritmo de violín, chelo y piano. Para todos ellos, una ineludible tumba de agua.
Toda sociedad es un navío surcando las aguas de su época y, aunque sea un pensamiento derrotista, en el océano del tiempo siempre aguarda un iceberg. En la cubierta se respira el mismo aire, pero cada camarote es un mundo. Por cada lujo, diez ratas. El día y la noche se hermanan en una danza inexorable. La proa rompe las azuladas crestas tejiendo una estela argéntea. Y al final, el final. El océano, o el tiempo, no hace distinciones. Sálvese quien pueda. Y a quien le dejen.
En domingos como este pienso que nuestro iceberg asoma en el horizonte. Seremos (me incluyo) tan estúpidos de no verlo venir. Ya ha ocurrido antes; que si Roma cayó o calló transformada en otra cosa. Solo espero que entre los supervivientes hacinados en los botes, algún cerebro tome nota y construya mejores barcos en el futuro.