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Una nueva novela de espías: «El palacio de la traición», secuela de «Gorrión rojo»

Horacio Otheguy Riveira.

El palacio de la traición es la segunda entrega de una trilogía, cuyo primer volumen, Gorrión Rojo, resultó ser un bestseller mundial que ha sido llevado al cine. Escrita por el autor estadounidense de novelas de espionaje —exagente de la CIA— Jason Matthews, en estas páginas renueva su talento para aunar situaciones reales con una ficción que nunca pierde la precisa dimensión de los personajes bien desarrollados, dentro de una acción envolvente minada de episodios en gran parte por él mismo vividos, ya que mientras trabajaba para la CIA, ejercía labores diplomáticas en Europa, Asia y el Caribe: un gran decorado para ocultar su doble labor a la hora de reclutar, y posteriormente adiestrar, a agentes extranjeros.

La novela continúa narrando la historia de Dominika Egorova, una doble agente que desprecia a los oligarcas, ladrones y matones de la Rusia de Putin —un hecho que hace improbable que, a día de hoy, el libro pueda ser publicado en Rusia—. Dominika trabaja como capitana del Servicio de Inteligencia ruso y, en secreto, para la CIA. Fue entrenada en el arte del espionaje sexual, un hecho que complica los riesgos que debe asumir, al que hay que añadir otro factor como es el amor que siente por su mentor, Nate Nash.

Gorrión Rojo tiene versión cinematográfica con el mismo título, protagonizada por Jennifer Lawrence, perfecta en el papel de una espía que debe esgrimir artes amatorias en su trabajo.

 

 

Thema: FHD
978-84-11314-89-3
528 páginas
Rústica con solapas
15 x 24 x 3.4 cm · 702 g
PVP: 27.95

Colección Tapa Negra

Editorial Almuzara • www.editorialal

 

«1

La capitana Dominika Egorova del Servicio de Inteligencia Exterior ruso, el SVR, se estiró el extremo inferior de su pequeño vestido negro mientras se abría paso entre la multitud de peatones en el caos de neones rojos del bulevar de Clichy, en Pigalle. Sus tacones negros repiqueteaban en la acera parisina mientras caminaba con la barbilla levantada, sin perder de vista la cabeza gris del conejo: la vigilancia en solitario de un objetivo a pie y en movimiento era una de las habilidades más difíciles de la ofensiva callejera. Dominika lo solventó con holgura, caminando en paralelo por la acera divisora del bulevar y ocultándose tras los primeros transeúntes de la tarde para encubrir su rostro.

El hombre se paró a comprar una brocheta carbonizada —por lo general de carne de cerdo en ese barrio cristiano— a un vendedor que avivaba el carbón de un pequeño brasero con un cartón doblado; de vez en cuando saltaba alguna chispa hacia la multitud que pasaba por delante, a la vez que envolvía la esquina de la calle con nubes de humo con aroma de cilantro y chile. La joven se ocultó detrás de un poste; aunque era poco probable que el conejo utilizara la pausa para la merienda como una artimaña para vigilar el ángulo a las seis —durante los últimos tres días se había mostrado ajeno a lo que ocurría a su alrededor—, prefería evitar que advirtiera su presencia demasiado pronto. Muchos otros viandantes ya se habían fijado en ella mientras caminaba entre el gentío —piernas de bailarina, busto majestuoso, ojos azul eléctrico—, aspirando su fragancia, buscando el olor de su fuerza o de su fragilidad.

Con dos miradas ensayadas, Dominika comprobó la variedad de caras, pero sin sentir ese cosquilleo en la nuca que predecía el principio de los problemas. El conejo, un persa, terminó de arrancar los trozos de carne con los dientes y tiró la brocheta en un sumidero. Al parecer, ese musulmán chiita no tenía reparos en comer cerdo ni en meter su cara entre las piernas de las prostitutas. Comenzó a moverse de nuevo y ella lo siguió.

Un joven moreno y sin afeitar se alejó de sus amigos, que estaban apoyados en el escaparate humeante de un local de tallarines, se situó junto a Dominika y le pasó un brazo por el hombro. Je bande pour toi, le dijo en el defectuoso francés del Magreb. Se había empalmado al verla. Por Dios. No tenía tiempo para eso; sintió la oleada ardiente que se iba desplazando desde el estómago hacia el brazo. No. Fría como el hielo. Se quitó de encima el brazo de aquel hombre, le apartó la cara y siguió caminando. Va voir ailleurs si j’y suispiérdase y busque si estoy por allí, dijo por encima del hombro. Él se detuvo en seco, le hizo un gesto obsceno y escupió en la acera.

Volvió a ver la cabeza gris del persa justo cuando pasaba bajo las luces parpadeantes que indicaban la entrada de la sala de baile La Diva. Fue hacia la puerta, observó la pesada cortina de terciopelo y concedió un tiempo para que ese pequeño hombre, que guardaba en su cabeza los secretos nucleares de la República Islámica de Irán, entrara. Era su presa. Un objetivo para inteligencia. Afiló su voluntad con la cuchilla de diamante que era su mente. Iba a ser un intento de reclutamiento hostil, una emboscada, una coacción, iba a cogerlo desprevenido; pensó que tenía una oportunidad para ganárselo en la siguiente media hora.

Esa noche, Dominika llevaba el pelo castaño suelto sobre los hombros, con el flequillo cubriéndole un ojo, como si fuera una bailarina apache de los años veinte. Llevaba unas gafas de carey de montura cuadrada y cristales claros, una Lois Lane parisina que salía de noche. Pero el efecto secretaria se perdía con el vestido negro escotado y los zapatos Louboutin. Era una antigua bailarina de piernas bien torneadas y fibrosas pantorrillas, aunque caminaba con una, apenas perceptible, cojera en la pierna derecha; un pie destrozado por culpa de una rival de la academia de ballet, cuando tenía veinte años.

* * *

París. No había respirado el aire de Occidente desde que regresara a Moscú tras ser parte de un canje de espías en un puente de Estonia meses atrás. Las imágenes del intercambio se desvanecían en su recuerdo y el sonido de sus pasos en el puente mojado tras la lluvia era cada vez más leve; todo iba desapareciendo entre la niebla de aquella noche. De regreso en casa, había respirado en profundidad el aire ruso. Era su país, Rodina, la Madre Patria, pero la limpia bocanada de aire del pinar y la negra tierra arcillosa estaban contaminadas por una pizca de putrefacción líquida, como si hubiera un animal muerto bajo las tablas del suelo. Por supuesto, había sido recibida con entusiasmo, con floridos elogios y buenos deseos de burdos funcionarios. De inmediato, se había presentado a trabajar en el cuartel general del —conocido como «la sede central»—, pero al ver de nuevo a sus compañeros del Servicio, el rebaño de los siloviki, el círculo íntimo de los elegidos, su espíritu se había derrumbado. Qué esperabas, pensó.

Todo era diferente con ella ahora. Exquisita, enorme y peligrosamente diferente. Había sido reclutada por un agente de la CIA —del que se había enamorado—; luego la habían investigado, entrenado y devuelto a Moscú, como infiltrada en la sede central. Estaba aprendiendo a esperar, a escuchar y a ser una criatura silenciosa en la nauseabunda atmósfera de su Servicio. Por eso no había aceptado varios puestos triviales en el cuartel general. Esperaría a tener un trabajo que le proporcionara los contactos que la CIA quería. Fingió interés en el proceso y, además, asistió a un breve curso de psicología operativa y a otro de contrainteligencia. Podría ser útil para el futuro saber cómo cazaban a los topos en su Servicio, saber cómo sonarían los pasos en la escalera cuando fueran a por ella» […]

 

El hombre gruñó una vez mientras ella tiraba de él con violencia hacia atrás; la cabeza golpeó contra la pared. El yeso crujió. Quedó tendido en el suelo. No se movió.

Dominika se agachó, recogió la navaja de afeitar y la cerró. No dejaba de sentir el impulso de acercarse y arrastrar el filo con fuerza por la garganta del matón inconsciente. Jamshidi se había ido deslizando con lentitud hacia el suelo. Se puso en cuclillas junto a él con el vestido a mitad de sus muslos, dejando ver el triángulo de encaje negro de la ropa interior, pero el iraní solo podía mirar ese rostro iluminado, con un mechón de pelo rizado hechizante sobre un ojo. Aunque le faltaba un poco de aire, susurró mientras enderezaba sus gafas:

—Te he dicho que cuidamos de nuestros amigos. Te protegeré siempre. Ahora eres mi agente.

Con el El candidato del Kremlin, que será publicada próximamente por Almuzara, el autor puso fin a esta exitosa trilogía. Jason Matthews falleció a los 69 años el 28 de abril de 2021, tras padecer una degeneración corticobasal.

 

Jason Matthews escritor estadounidense de novelas de espionaje y exagente de la CIA que alcanzó la fama gracias a la trilogía «Gorrión rojo». Matthews estuvo casado con Suzanne, también una antigua agente. Antes de ser novelista, trabajó durante 33 años para la CIA. Mientras lo hacía fue oficialmente diplomático en Europa, Asia y el Caribe, pero su trabajo real era reclutar y posteriormente adiestrar a agentes extranjeros. En 2014, su primera obra, «Gorrión Rojo», ganó el Premio Edgar a la Mejor Primera Novela de un autor estadounidense. El escritor y crítico Art Taylor la elogió en The Washington Post al escribir que «no es solo un thriller de ritmo ágil, es una novela de primer nivel, notable tanto por su rico estilo como por su apasionante descripción de un mundo secreto». La novela fue adaptada en la película del mismo título protagonizada por Jennifer Lawrence, que también logró un gran éxito. En 2015 y 2018 Matthews publicó «El Palacio de la Traición» y «El candidato del Kremlin» (publicada próximamente por Almuzara), que completan la trilogía.

 

 

 

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