Desenfados e ironías
Ricardo Álamo.- No me cabe ninguna duda de que este primer libro de aforismos de J. L. Perdomo (Algeciras, 1973) está recorrido de principio a fin por un innegable tono desenfadado e irónico. En clave burlona está puesto el título, Obras encogidas, y en clave asimismo bromista está colocada la cita anónima en alemán que sirve de antesala al resto del libro y que literalmente dice: «Das Zitieren in Femdsprachen verleiht eine distinguierte Erscheitung», es decir, «Citar en otras lenguas da un aire distinguido». Lo de que la cita aparezca sin firma y por consiguiente se pueda entender como anónima, tengo para mí que no es más que otro ardid burlesco que utiliza Perdomo para epatar al lector, y no me extrañaría que su verdadera autoría se la debamos a él mismo, quien muy probablemente se habrá inventado la frase y luego habrá recurrido a un traductor googleano español-alemán para hacer partícipes a los lectores de su guiño humorístico. Y es que el humor, el demasiado humor, es la principal seña de identidad de su libro. Humor, mucho humor, hay en sus más de cuatrocientos aforismos. Se diría que el único y principal propósito del escritor algecireño al escribirlos no ha sido otro que jugar a pasárselo bien, pero, eso sí, sin perder ni un momento de vista que también nos lo pasáramos bien sus lectores. Así se entiende que declare en la página 20 que se apresuró «a escribir este librito al cumplir los cuarenta y nueve años porque dicen que la creatividad decae a los cincuenta», cosa que naturalmente no deja de ser una boutade, puesto que la historia de la literatura está llena de ejemplos eximios que demuestran todo lo contrario (sin ir más lejos, J. R. R. Tolkien tenía sesenta y tres años cuando publicó El señor de los anillos, Arthur C. Clarke cincuenta y uno cuando vio la luz 2001: una odisea del espacio, José Saramago setenta y tres al editarse Ensayo sobre la ceguera, Mario Vargas Llosa sesenta y cuatro cuando publicó La fiesta del chivo o nuestro Cervantes cincuenta y ocho cuando dio a la imprenta la primera parte del Quijote). Pero ya digo que Perdomo no se toma muy en serio nada de lo que dice. Tan es así que ni siquiera se toma en serio su propio nom des lettres y en un momento dado (página 73) llega a ironizar sobre los equívocos y las descacharrantes consecuencias a que ha dado lugar su raro apellido: «Perdomo. ¿Perdón? No: Perdomo. ¿Perdón? Así he llegado a perder trenes». Siguiendo la estela de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, a quien por cierto dedica uno de sus aforismos («El mecanógrafo es el pianista de la mono-tonía»), Perdomo no perdona en casi ninguna página su acusada preferencia por los juegos de lenguaje y las ingeniosidades verbales, sin más pretensión literaria que la de sacarnos una sonrisa: «Sólo las gallinas dictan una ponencia al día», «Si me dan a elegir, prefiero pasar a la prosperidad que a la posteridad», «La poesía está llena de malversadores», «Epitafio: Con su permiso, me voy a tumbar» o «Buscando la excelencia, publicaba varios libros por año. Cuando murió nos legó una obra excedente».
No obstante esta recurrencia a los juegos de lenguaje y al ingenio verbal —que no tiene ni mucho menos que ser entendida como una tacha—, uno de los aspectos que más interés despierta este libro es la profusión de páginas que precisamente hablan de los libros y de sus aledaños (escritores, géneros literarios, plagios, bibliotecas, librerías, signos de puntuación, accesorios de lectura, etcétera, etc.). No son pocos los homenajes que Perdomo le dedica a sus escritores preferidos, muchos de ellos grandes nombres del aforismo, como Nietzsche, Antonio Porchia, Cioran, Juan Ramón Jiménez o el ya mentado Ramón Gómez de la Serna. Esos homenajes, además, se complementan con encendidas reivindicaciones de la lectura («Leer no es suficiente, pero siempre leemos poco») y el pensamiento («Hablar es gratis, dicen, pero pensar es un lujo…»). Un pensamiento, por cierto, que ni quiere condescender con actitudes o expresiones poco precisas ni militar engañosamente en las imperturbables filas del escepticismo, pues este, como se sabe, no toma partido ni por la mentira ni por la verdad, ni por la afirmación ni por la negación, manteniendo a quien lo secunda en un estado mental de reposo, aquel estado que los antiguos griegos llamaban epojé («Primera regla del club de los escépticos: desconfíe de los escépticos», «El escepticismo no puede ser militante porque la verdad nunca es un acuerdo de mínimos»). Aunque en ningún momento Perdomo utilice el concepto «posverdad», leyendo algunos de sus aforismos se percibe bien a las claras que es un concepto que denosta. Por eso afirma, con contundencia, que la verdad, a diferencia de la mentira, no necesita ser verosímil. La verosimilitud sólo es una añagaza que usan astutamente los maquiavélicos para ganarse a los ingenuos, haciendo que una mentira bien disfrazada de verdad sea más creíble que una dura verdad sin soncapa.
Y como decía antes, cuántos aforismos dedicados a los libros y sus aledaños. Son tantos y tan juiciosos y amenos que, espigándolos y reuniéndolos todos, bien merecerían formar una obra aparte, algo así como lo que en su día hiciera Elsa M. Ramírez Leyva en su Trataditos sobre el mundo de los libros y la lectura o más recientemente Guillermo Busutil en Papiroflexia. Sobre el libro y la lectura. Lean si no estos ejemplos:
«Novela histórica: novela sobre novela».
«Subrayar es leer con los dedos».
«Los buenos libros inspiran; todos los demás expiran».
«Hasta el escritor más impío sueña con ser editado en papel biblia».
«No es raro que en un libro de aforismos haya alguno que no entiende ni su padre».
Por fortuna, y a propósito de este último aforismo, todos los que ha escrito J. L. Perdomo en estas Obras encogidas se entienden perfectamente.
J. L. Perdomo, Obras encogidas. La Isla de Siltolá, Sevilla, 2023.