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«Traigo noche en los zapatos», de Andrés Ortiz Tafur

LA PALABRA FRANCA, por María José Muñoz Spínola.

Entender el lenguaje de la noche no solo es interpretar el paisaje de los sueños y las representaciones de los deseos latentes freudianos para expresar aquello que la mente consciente no puede aceptar. 

Andrés Ortiz Tafur (Linares, 1972), en Traigo noche en los zapatos (Siltolá poesía, 2023), con una voz cercana, aguda e inteligente se introduce en el lenguaje de la noche en vigilia para buscar entre los recuerdos sin engaños ni adornos que enmascaren la realidad. Una llamada a la memoria donde despierta esa noche que se desliza en nuestro interior como el murmullo de una música más allá del tiempo: «”Todavía” es un privilegio con lindes asimétricas, / un reino, / el único que reconozco». El recuerdo de la ausencia de la tierra que lo vio nacer, su infancia, su juventud y, sobre todo, las ausencias que son, en las imposibilidades del volver, “en la mayoría de los casos, un dolor” —como ora en su dedicatoria a todos los que duelen—, validan la existencia del escritor jiennense en su segundo libro de poemas. Una obra en la que el gesto de las deudas —«Una mancha a lo limpio / Un dondequiera que esté a lo perdido»— y las dudas —¿qué desazón es esa / capaz de convencernos de que resulta lícito / quitarle el abrigo a otro para paliar nuestro frío?— forman parte del proceso de reflexión que define el devenir procedente de lo cotidiano a través de las tensiones internas propias de la vida: fluidez-densidad, vacío-lleno, ligero-pesado, azar-control, orden-caos, luz-sombra o color-no color como ejes de expresión emocional que matizan los contrastes del recuerdo de las experiencias vividas.

«La culpa a un remordimiento» imprime la vida de aquel que «tomó conciencia de que el futuro es un tiempo / que va perdiendo sentido y fuelle antes de ser vivido». Hay que estar despierto abajo en la oscuridad intraterrestre, intracorporal, de los diversos cuerpos que el hombre terrestre habita: el de la tierra, el del universo, el suyo propio (1). Así, lo que se ha quedado abandonado en el camino «Y todas las tablas de multiplicar al martillo / que me permite recordar lo que ya no vivo» acrisola si «persiste la oscuridad y ello nos obliga a hablar con la boca, con la misma boca con que comemos y besamos». Honestidad, necesaria, para quien «la prueba irrefutable de que si algo nos enseña la vida / —con su paso— / es justamente a no saber vivir» y, como el poeta, asume el riesgo de quebrar una alegría descreída para definir en la primera parte del libro un Nuevo catecismo para la vida: «Y no de cualquier manera / con convicción, / como un mandato divino».

El autor sabe que «A veces / la paz se erige en el detonante de la guerra» al hacer de la memoria una contadora de historias a través de fotografías. Instantáneas a las que, como Luis Cernuda, da vida y les pregunta (2) para ofrecernos poemas en blanco y negro que exhiben los secretos de las pasiones. Imágenes que por la acción neuroquímica de la llama(da) interior proyectan sombras para alumbrar el horizonte, abujardado por las creencias con el paso de los años. La vida se ofrece porque la psique del poeta está en ella con «ninguna clase de bienestar interior / que venga a reprobar la maldita costumbre de sentir» aunque, lejos de un laberinto de melancolías —del que algunos no aciertan a salir nunca, complacidos, aparentemente, de estar perdidos siempre—, sabe que «el fuerte empuje del tiempo / —que no descansa— / barre penas e imposibles». En sus versos lo humano y lo divino se dan cota al adquirir lo cercano una dimensión espiritual y encontrar valores eternos en los senderos y los abismos del amor que, a veces, serpentean la nada, «Porque sin eso, sin querer, / todo este melodrama no vale la pena, / languidece”. En Fogata, la segunda parte de la obra, hay un pasado por inferir, pero lejos de la inferencia inconsciente de Helmholtz, Ortiz Tafur nos sorprende al no alterar lo observado, pues si la imaginación es tomar memorias pasadas y combinarlas de manera diferente para formar algo que nunca se ha experimentado —«Un militante del olvido / que no sabe que de las cenizas del fuego se aprende»—, el escritor, al apelar a la memoria declarativa episódica, sincera y honesta, nos (de)mostrará las coincidencias en cada afirmación con los hechos y la realidad: «El objetivo eran estrellas cruzando el firmamento / y ni una. Después de un rato postrados en la tierra, / solo aviones hasta arriba de urgencias y deseos».

En la tercera y última parte, homónima al título del libro, en los retratos persiste la fuerza misma del ser humano y sus pasiones, «dejando todo en la mera presunción / de lo que podría haber sido levantar el vuelo», en tanto el paisaje continúa en la sencillez y grandiosidad de la naturaleza del tiempo. Una cosmología filosófica basada en la certeza de que cualquier lugar o espacio vivido es tiempo. «Lo malo viene cuando olvidas esa primera vez / y piensas que alguien debería inventar / el modo de ahorrar tiempo gastado en ese trayecto». El poeta transforma el tiempo de vencimiento de quien busca la felicidad en el deseo de repetir lo ya vivido —deseo circular imposible en nuestro tiempo lineal— en tiempo vencido que, al recordar los rostros del pasado y las horas vividas y, a pesar de ser por momentos «un asesino de mentira / y una muerte segura», aduce que «Trasmutaremos de lo tierno a lo franco / en ocasiones, de lo franco a lo tosco».

Si el mayor servicio que podemos ofrecer al mundo es nuestra propia realización, el autor, galardonado en diversos certámenes literarios y consagrado ya en el arte literario del cuento con cinco libros publicados, en Traigo noche en los zapatos, nos habla de la vida y de nosotros mismos en textos henchidos de la experiencia y del oficio de quien sabe bien lo que vive cuando afirma: «Trabajo en algo que quiero que se entienda como felicidad / Derecho tengo». Un derecho ganado al pensar alto, sentir hondo y hablar claro para plasmar gestos o miradas conocidas que atraen al lector por su fuerza, veracidad y realismo para describir el mundo desde «una habitación de tres por tres, con dos cristales rotos». Un lector que hallará en sus versos palabras que dicen lo que quieren decir, mientras sus silencios son preguntas que solo dejarán de resonar en la mente lectora ante una respuesta —una Nada previsible más allá de todo suceso y de toda temporalidad—: aquella honesta con uno mismo, porque la mayor sabiduría es ver a través de las propias apariencias y comprender que siempre «Hay un presente que recordaremos algún día».

Andrés Ortiz Tafur, en Traigo noche en los zapatos, con la palabra franca nos acerca a un paisaje de realidades que arrastran en sus pasos las sombras de lo cotidiano de los días. Esa negrura que contiene tanta verdad como la extraña belleza de la oscuridad interior de quien, ajeno a banales sueños y con unos pocos y sencillos deseos, camina por la vida inmerso en la realidad y, sin precisar de representaciones simbólicas o ficciones a conveniencia, entre el anverso y el reverso de esta, plenamente consciente enfrenta la noche oscura del alma cada amanecer:

«Todavía es la palabra que busco por las mañanas».

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  1. Claros del Bosque. María Zambrano. Alianza Ed. (p.59). 
  2. Poema “La fotografía”. Luis Cernuda.

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