Costa Clavell, un centenario ronco
Por Antonio Costa Gómez.
Se cumplen cien años del nacimiento de Xavier Costa Clavell, un escritor y poeta que llegó a ser muy notable en España.
A veces me deslumbran algunos versos suyos. Como esos de “El hombre y la muerte” : “Afuera todo era ruido, todo sermón monocorde/ Las cerezas de la infancia reventaban de color”. Parece la rebelión de la niña Momo contra los Hombres Grises en la novela de Michael Ende.
O estas frases de “A rouca gorxa do meu ser” (La ronca garganta de mi ser): “Llevo mi cadáver desnudo dentro de los ojos. En el sentido sin sentido de mí mismo, donde aguardo el relevo de la carne que la tierra me prestó, allí me lloro apasionadamente hasta que el aliento me falla. Y entonces bebo vino y me voy, del brazo de la noche, a holgar locamente por las calles desvergonzadas de la ciudad extranjera” (traducción mía del gallego).
O cuando recoge el tono de César Vallejo, al que llamaba su “dios hermano”: ”Hay momentos, hermano, en que la vida/ – tú lo sabes, compañero, igual que yo-/ se nos clava en las raíces del cabello”.
Hizo una poesía desgarrada y de sinceridad radical. Es una pena que pocos la conociesen. Sin retóricas ni adornos, incluso más allá de sus encierros ideológicos. Siempre cuando uno crea de verdad lo hace con todo el ser, y entonces uno va más allá de los conceptos y los esquemas cerebrales. Como señalaba Sábato que hacía Balzac en sus novelas, mucho más hondas que sus declaraciones ideológicas.
Recuerdo cuando salió de su despacho en el apartamento de Barcelona, yo tenía quince años, y vino a leerme todo ilusionado como un niño un cuento que había escrito, impregnado de subjetividad y recuerdo. Yo le dije que me encantaba. Y era una época en que me tiranizaba con su estalinismo.
Casi nunca nos llevamos bien. Y él no me apreciaba, pero a veces me apreciaba de modo fulgurante. Como cuando le mandé un poema desde Chantada sobre “ese lagarto inmundo del dolor fundido”. O cuando incluyó un poema mío sobre la Gioconda en su libro sobre Leonardo da Vinci, en el cual yo hablaba de la sonrisa “desde tu mundo insólito callada/ callada y suspirando, tu sonrisa/ fija como la muerte desvelada”.
Poco nos entendimos. El mantenía el estalinismo incluso a nivel doméstico. Una vez me confiscó un montón de libros. No quería que tuviera una biografía de Trotski. Decía que sin la Unión Soviética no se podía hacer nada y no admitía réplica. Había que callar siempre, como ante el Gran Jefe.
Un día me quitó la llave de la casa, dependía de sus horarios. Tampoco comprendía mis problemas, aplicaba esquemas simples de psicología barata. Pero cuando le escribí con un tono sincero me habló con tono sinceramente conmovido. Parecía que estábamos hablando de aliento a aliento. Cuando me fui de su casa le escribí una carta como la que escribió Kafka a su padre, soltándole con libertad todo lo que tuve que callar. Y me la estuvo leyendo frase por frase con la ventana abierta de madrugada y yo sin vestir. Años después vino a verme a mi buhardilla de Santiago con un toque humilde y yo le dije que se fuese.
Pero yo admiraba en secreto algunas cosas suyas. Como consiguió vivir de escribir libros, y ser solo escritor, lo cual yo no pude. Como soltó su vitalidad chorreante por encima de todo. Y visitó un montón de países a su aire y se gastó el dinero abundante que ganaba en buenos vinos y exquisitas comidas. (Aunque se acordaba poco de sus hijos). Su vida fue un festín secreto y rebelde contra una muerte que siempre acechaba. Un existencialismo acorralado, un existir sin sobornos.
Una vez yo subía caminando en Lisboa hacia el castillo, en la época en que me sentía más alejado de él, con más rencor. Y de pronto me di cuenta de que, aunque no quisiera, me parecía tremendamente a él. Fue como un relámpago que venía de las raíces, algo que me asaltó como una visión. Así vienen las visiones, en contra de todo lo que uno piensa y sostiene.
Escribió montones de libros comerciales, reportajes históricos, biografías, libros de cotilleos históricos, una serie sobre ciudades, una serie sobre Genios de la Pintura, ediciones resumidas de clásicos. Algunos con seudónimos, a veces graciosos, como cuando firmaba François de la Côte y él se llamaba Francisco Javier Costa Clavell. Una vez mi madrastra Nuria le recordó que él escribía esos libros, en un momento en que él reprochaba eso mismo a un amigo suyo, y se puso furioso, casi la come. Menos mal que yo me puse de parte de Nuria. Y después él me dio las gracias.
Pero también escribió la mejor biografía que existe de Rosalía de Castro. Una biografía intensa y muy trabajada, sin tópicos ni retóricas baratas. En ella resaltaba su personalidad fuerte y sus renovaciones poéticas. Y su hondura que según él se anticipaba al existencialismo sartreano, a la angustia existencial. No hay más que pensar en esa “Negra sombra” que la perseguía, como nos persigue a todos. Y lo perseguía a él la muerte y por eso quería vivir con desesperación, porque sabía que tenía un plazo. Y sus ojos vibraban rebeldes delante de la nada.
Y escribió algunas novelas curiosas, como “El conde de Viloide”, donde se declara la reencarnación de un conde de la Edad Media. Aunque no lo apreciara, en eso era tal vez hacía como Julien Green. Y recuerdo su libro de cuentos “Lume esmorecido” (Fuego desvanecido). Ahí está el cuento “Sueños y colores”, donde una mujer fatal devora hombres y se ayunta furiosa con un toro. Mi tío se escandalizó, dijo: sale sexo con animales, qué asqueroso. Mi tío no recordaba la mitología griega ni la historia del Minotauro. Ni apreciaba las invenciones desaforadas.
Pero sobre todo en ese libro se incluye el cuento “Mi amigo”. En él Costa aparece muerto en el cielo y habla con Dios. Dios se muestra amistoso y comprensivo y le dice continuamente: no me llames Señor, llámame amigo. Costa se burla de sí mismo, porque siempre se proclamó ateo o agnóstico. Y sin embargo imagina a Dios que lo sostiene y le da vida. ¿Estoy muerto?, le pregunta Costa. Muerto para la tierra, le contesta Dios, pero sigues muy vivo. Y luego Costa le enseña a Dios todos los rincones de Galicia y van de vinos por la calle del Franco en Compostela. Y a Dios siempre le hace gracia cuando Costa dice: Arre Carallo. Y en eso coincide con un texto mío en que yo decía que Dios está debajo para sostenernos y no encima para aplastarnos. Éramos parecidos aún sin quererlo. Es un misterio que escapa de nosotros.
Y tiene gracia, porque era estalinista durante años y amigo de la Unión Soviética y el realismo socialista. Y sin embargo al final de su vida siempre decía sin cesar : Castro es un dictador. No importaba lo que le preguntaran los periodistas, él contestaba: Castro es un dictador. Le preguntaban: ¿Cómo va Galicia? Y él decía: Castro es un dictador. ¿Qué tal lo pasaste en la Fiesta de Chantada (su pueblo de Lugo)? Y él decía: Castro es un dictador.
Quería vivir con cierta rabia, porque se acordaba a menudo de la muerte. La muerte lo acorralaba y él resistía con más vida. Uno de sus últimos libros fue una recopilación de artículos que se titulaba “Agora que vou morrer axiña”( Ahora que voy a morir enseguida). Yo estaba alejado de él en ese momento, pero confieso que me impresionó ese título.
Y cuando al final tuvo cáncer, no quiso seguir ningún tratamiento. No quiso privarse de nada. Quiso seguir con su vino y su carne de cerdo exquisita. Siempre lleno de vida hasta el final, de un modo algo salvaje y rebelde. También eso me impresionó, sentí una admiración renuente e inevitable. Con el dinero que me tocó recibir de él me fui a Japón a luchar contra la muerte.
Publicó muchos libros comerciales, pero fue solo escritor, lo cual admiré siempre. Se enfrentó a su familia de clase media-alta gallega y se casó con una campesina pobre, aunque eso salió muy mal. Y se fue a Barcelona y se dedicó a escritor por encima de todo. Y se enfrentó a todo y vivió de un modo chisporroteante y callado en el fondo. Y publicó en las mejores editoriales, como Plaza y Janés, Destino, y llegó a ser un escritor famoso, sobre todo en Galicia, porque se dedicó mucho a temas gallegos.
Pero, sobre todo, aunque pocos lo sepan, dejó algunos libros de poesía muy intensos. En la línea de rechinar existencial y humano, en la onda de César Vallejo. Con una “metafísica a nivel humano”, como él decía. Una metafísica de carne y hueso, como decía Unamuno. A menudo hablaba con rechazo de Unamuno, pero en secreto lo admiraba mucho y se parecía mucho a él. Y tenía el mismo agonismo de lucha interior.
Y hablaba de la muerte porque estaba lleno de vida. Aunque él no quería grandes palabras ni apreciaba la palabra “trascendencia”, se parecía en el fondo a la tragedia griega. Y escribió con rebeldía y nostalgia en “El hombre y la muerte” : “Me muero tristemente pero no vencido/ por nadie más que por la vida. /Me muero como un hombre que amó y que cantó/ y que quiso, como todos, vivir de otra manera”.
Era mi padre.