Teatro en el cine: Pacino es Shakespeare en "El mercader de Venecia"
Por Maximiliano Curcio
Introducción: Acerca de la transposición literaria
Es válido señalar que la crítica de cine acerca el film a lo literario para establecer valores y la dimensión temporal del cine incorpora a éste la función de la narración, aunque en el séptimo arte siempre prima por encima de todo el trabajo del realizador, es decir, la imagen. El cine es concebido primordialmente como representación de realidad producto de contar fielmente acontecimientos, como a través de la palabra la literatura recrea ambientes y sigue cierto hilo temporal de acciones. Entonces podemos afirmar que el cine independiza a la literatura de éste al describir el mundo. Desde ya, este factor no resulta una novedad; antiguos realizadores (y desde los comienzos del cine mismo) utilizaban obras literarias para desarrollar films, como una gran bolsa de historias de la que se nutrían estética y narrativamente.
Bajo dicha concepción, podemos comprender la literatura como un sistema que crea situaciones narrativas, construye personajes y efectos de sentido ligados a lo genérico, cuyo plano de expresión es la lengua. El cine es un lenguaje de expresión múltiple: la puesta en escena, el juego actoral, los planos, el montaje y el sonido son las herramientas expresivas que entrarán en juego mediante el mecanismo de ‘reescritura’. Así, el cine cuenta al transponer una obra con infinitos recursos para adaptar su significación literaria. La adaptación puede codiciar parcial o profundamente un texto literario, por lo que textos relativamente pobres pueden convertirse en grandes films dadas las posibilidades expresivas y especificáis del lenguaje, que al observarlos desde un modo crítico se ponen de manifiesto como objeto de estudio de sus recursos.
Desde el estudio crítico también se establecen relaciones entre cine y literatura. El hecho de que el film y su dimensión temporal incorpore la sensación de narración, nos hace acercarnos a lo literario para establecer una valoración. Cierta corriente crítica sobrevalora lo contenido en la escritura del guión por encima de la realización; sucede que si bien el cine narrativo (representación de acontecimientos reales que reproducen una línea de tiempo) tiene su origen en la novela, este independizó al cine de la literatura en su deber de describir al mundo a través de la palabra: ahora podía mostrarlo. Además, la base de exposición nudo y desenlace fue el punto de referencia de los cineastas primitivos. Como se ve, desde lo estético, lo formal y lo conceptual, se trata de tres acercamientos bien disímiles a un mismo relato. La huella de la obra original está allí presente para establecer qué tipo de cercanía tiene con la obra fílmica, que tipo de espectador cuenta con el interés de esas obras que no en vano han permanecido vigentes al paso del tiempo.
En el film, cabe aclarar, la huella que el acontecimiento ha ocurrido es la imagen y una adaptación fílmica está sujeta a varias interpretaciones y juicios posteriores, evaluación primaria y próxima a cualquier expresión artística que se precie de ser tal.Hoy en día un fenómeno masificado, como es sabido, la transposición más común conocida fue desde el teatro o la literatura. El análisis de este fenómeno nos obliga a conocer temas, géneros y núcleos narrativos que generan interés en una sociedad, cultura y época determinada a lo largo de siglos, épocas y modas vigentes.
Shakespeare adaptado: análisis de El Mercader de Venecia,
de Michael Radford
En mención a lo expuesto, podemos establecer que el imaginario personal de cada lector provocado por el texto original (literario o teatral) dejará la adaptación de la historia sujeta a la mayor de las subjetividades, más allá de la fidelidad o no con que se retrate la obra respecto de su original. El cine fija el tiempo, la huella es la imagen del acontecimiento y en el libro los acontecimientos son la palabra del autor. En este caso Shakespeare, nada menos.Aquí, la mirada del autor se posa sobre la siempre ambigua visión depositada sobre el racismo y la xenofobia, arista que aborda de una manera reveladora. Quizás allí se encuentre el principal motivo por el que ésta no sea una de sus obras más transitadas.
El Mercader de Venecia es, curiosamente, una de las pocas obras teatrales de William Shakespeare que no habían sido adaptadas al cine en tiempos recientes. Sólo se recordaba una versión muda en 1914 y varias adaptaciones de películas en formato televisivo. Pero no en la gran pantalla. Como el espectador cinéfilo sabrá, varias obras del célebre y prolífico autor británico han sido llevadas a la pantalla: los escritos del dramaturgo inglés siempre han sido objeto de revisionismo cinematográfico. Algo así como una inagotable dadora de argumentos desde donde los cineastas más reconocidos han abordado la contundencia literaria de Shakespeare.
Desde la tragedia de “Enrique V” (1953) de Laurence Olivier, pasando por la comedia parodia de “Mucho Ruido y Pocas Nueces” (1993) o “Sueño de una Noche de Verano” (1997) de Brannagh, quien también adaptó su propia versión de “Enrique V” (1988) y “Hamlet” (1992). Dicha libertad también se traduce en la llamada adaptación shakespeareana posmoderna: “Shakespeare Apasionado” (John Madenn, 1998) y “Romeo y Julieta” (1996) de Baz Luhrman toman riesgos artísticos para un acercamiento bien distinto a la obra del autor anglosajón.
Situada en la Venecia del siglo XVI, este imperecedero drama de Shakespeare sigue el destino de un grupo de nobles cristianos y de su relación con el prestamista judío Shylock (Al Pacino). Antonio (Jeremy Irons) acepta dinero prestado de Shylock para ayudar a su joven amigo Bassanio (Joseph Fiennes) a conquistar a la bella Porcia (Lynn Collins). Al no devolvérsele el préstamo, puesto que su amigo se encontraba en la quiebra económica, Shylock reclama que se le resarza con una libra de carne del propio Antonio. Allí será cuando, con desesperación y fortuna dispar, Bassanio trata de evitar este destino reservado a su amigo, sobreviene la ayuda milagrosa de alguien inesperado, a último momento.
Para Pacino, un especialista en abordar a Shakespeare en las tablas, esta fue su segunda incursión en el dramaturgo, luego de dirigir su propia versión en «Buscando a Ricardo III». Allí, el talentoso actor realizó un debut experimental como director mezclando representación dramática con registros documentales en una suerte de homenaje a su respetado dramaturgo inglés y eterna influencia. Shakespeare, al igual que Pacino, se encuentra cómodo con la adaptación de Radford: estamos ante la típica historia donde en forma de tragedia se revelan a manera de catarsis las relaciones, el ambiente tenso, la atmósfera literaria de época, la injusticia social, la venganza, el honor, la sangre y la religión.
El relato se polariza convirtiendo victimas en victimarios e incrementando la implicancia socio-cultural actual de la obra, luego de tantos siglos. Consistente desde la depurada puesta visual -fotografía-vestuario, maquillaje, ambiente- a lo narrativo -desde su poesía, su lirismo, sus diálogos y su expresionismo romántico- la contraposición final de los dos personajes centrales refleja los conflictuados y traumáticos vínculos que dejan ver las miserias y las codicias de sus protagonistas: las debilidades humanas, la falta de piedad, el abuso de clase y las conveniencias sociales.
El elenco encuentra en sus intérpretes centrales a cuatro actores insignia para dar vida y emoción a los personajes que Shakespeare pensó: Al Pacino es un excepcional y contraído Shylock, Jeremy Irons un contenido e intolerante Antonio, Joseph Fiennes un pasional e intermitente Basiano y Lynn Collins un correcto retrato de Portia. Para Pacino el mérito es doble, porque su destacada labor trasciende en un ambiente ajeno a sus climas usuales, de un actor formado en el Actor’s Studio de Lee Strasberg, que nos debía este gran papel de Shakespeare en la gran pantalla.
El contraste no lo es tanto con actores como Irons y Fiennes, formados en la escuela teatral británica, con un tono y ritmo más‘shakespeareanos’. El espectador disfrutará, y no deberá extrañarse, si vemos a un Pacino distinto, que no comete excesos con sus habituales monólogos, donde realiza su show unipersonal marca registrada con una leve contención, asegurando el impacto y la calidad. Impostando la voz y gestualizando con la autoridad, presencia escénica y magnetismo actoral que tan bien conserva, la llama pasional que aviva el arte interpretativo de Pacino está intacta.
Para Michael Radford -el director de la recordada «El Cartero»- semejante emprendimiento tiene su merecido reconocimiento en el hecho en que es una película sincera con su prédica. Aquello que relata a lo largo de sus más de dos horas de duración no intenta justificarlo con el típico prólogo que introduce la historia, sino que a medida que la misma avanza -y lejos de querer promover el odio racial y el antisemitismo- el autor intenta reflexionar con mesura sobre el resentimiento, la marginación y la violencia que genera sentirse una minoría discriminada de la sociedad.
Figura insoslayable del canon literario occidental, Shakespeare continúa siendo necesariamente auténtico porque los temas que atraviesa son de una profundidad existencial innegable y lo atemporal de su huella escapa a cualquier convención. Su vigencia reside en el hecho de que, a lo largo de los tiempos, sus relatos continúan invariables, agudos y fuertemente necesarios para reflexionar sobre la imperfecta condición humana.
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Entre el drama afligido por el rencor y la comedia romántica más gentil, los versos de Shakespeare nos van, de forma parsimoniosa, enredando a lo largo de un texto poético e inteligente, a la vez que vigoroso y chispeante cuando la ocasión lo requiere.
La adaptación a la gran pantalla debía guardar un preciso equilibrio moral, que pusiera en su justo contexto ciertos temas vinculados a la sociedad europea de finales del siglo XVI. De ahí el comprometedor prólogo —una escena añadida ex profeso— y el entregado esfuerzo interpretativo de Pacino como Shylock —que arriesga al no restarle nada de la ira malsana a su personaje y, en cambio, le otorga la humanidad de los sentimientos atormentados—.
Hay alguna que otra libertad más a la hora de descifrar las supuestas intenciones dramáticas del bardo en cuestiones melancólicas y, por último, señalaría el esplendido y cuidadoso trabajo de ambientación del film.
Por todo ello, no es un mal negocio el visionado, en todos los sentidos, de «El mercader de Venecia». Lo compro.
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