El Tour como ficción 2023 (y IV). Desde Comala, a Christian Prudhomme, al Gran Piscátor, a Monsieur Verdoux, a nadie
En esta ocasión no me disculparé ante ti, querido lector, ni me explayaré sobre los motivos que han ocasionado que me tome con calma la escritura de este artículo. Tampoco me escudaré en la sensación generalizada, que he percibido en no pocas personas, de que en estas lides creativas Luis representa el trabajo, el esfuerzo, y yo, por el contrario, soy la inspiración, el talento, traslación pretenciosa del símil que, de manera compulsiva, siempre establecía Carlos de Andrés entre Tadej Pogačar y Jonas Vingegaard en las retransmisiones por la tele pública. No, no me voy ni a excusar ni a resguardar en decires ajenos, que, por otra parte, con cierta justicia se me mostraban sardónicos. La única realidad es que, tras dos semanas, nuestras crónicas sobre el Tour explotaron en la contrarreloj que acabó en Combloux. Y el hecho de publicar antes o después este texto pasó a ser secundario, como también lo fue la excepcional contrarreloj de Pogačar. Este especial podría haber acabado hace diez días, coincidiendo con el blancazo del Rey Minero camino de Courchevel, excedidas las artes de prestidigitador de Matxín ante la escalada armamentística del Jumbo, o puede acabar hoy, poco después de la tercera clásica de San Sebastián que gana Remco Evenepoel, porque lo que pasó en apenas 22 kilómetros, o, como atinadamente señaló ciclismo2005, en tan solo 6’4 kilómetros, hizo que el salvaje y sentimental western alpino entrara en otra dimensión. Aquella que no puede ser explicada por el encanto de París, metrópolis cada vez más convulsa y confusa, sino por otra población, mucho más adecuada debido a su inherente carácter ficcional.
Desde el momento en que Vinagres demostró, una vez más, que es un atento lector de nuestras crónicas, al hacer caso punto por punto a mi incauto compañero de página, que se alarmaba por el riesgo de que el magnífico duelo al Sol entre los dos colosos pudiera entrar en los dominios de la comedia, el espectador se dio de bruces contra lo que Ortega denominaba «realidad radical». Recordemos que Luis solicitó, es más, exigió, que «la lucha contra el cronómetro» debía deparar «diferencias apreciables». Lo que no sabía es que, ante su requerimiento, Vingegaard hizo caso omiso de la parodia para refocilarse en los códigos de la ópera bufa: la extrema igualdad que se vivió tras las jornadas del Joux Plane y del Mont Blanc dio paso a que un ciclista de apenas unos sesenta kilos, capaz de subir montañas como Marco Pantani, pudiera transmutarse no en un gran cróner, sino en un corredor superior a Miguel Induráin. Vingegaard no derrocó a su máximo rival en las montañas, sino que recurrió a una técnica excepcional: le metió algo más de cuatro segundos por kilómetro, diez en la recta final de la etapa, pese a que la bicicleta de contrarreloj es más pesada que la estándar utilizada por el esloveno en Domancy, cota de segunda categoría. Y pese a que Pogačar estuvo a punto de ser doblado por el nuevo capo del Tour, téngase en cuenta que el Rey Sol, para más inri, fue el segundo de la etapa. Induráin, en cronos de más de sesenta kilómetros, y pesando lo que pesaba, no llegó nunca al registro real-maravilloso del Vinagres.
El diferencial fue tal que la broma se tornó en infinita, de risa vergonzosa y descontrolada, de mal gusto: en definitiva, al igual que aquellos «Bufos de Italia» de los que habló Torres de Villarroel, el Gran Piscátor de Salamanca, en su prólogo a las Vistillas de San Francisco (1763), Vingegaard dio un golpe sobre la mesa para, con un humor «de más poca vergüenza que los que se resbalan por los entresijos», rematar al tintinesco héroe que parecía haber resucitado el día del Tourmalet, volver a vengarse de la afrenta de la Planche y, merced a una asombrosa paradoja, con su rostro hierático, de niño que jamás ha roto un plato, dedicar las más insolentes y descaradas cabriolas y muecas de las que un ciclista es capaz sobre la bicicleta. Al día siguiente, en la Loze, Pogačar no dio con la tecla, y, sencillamente, se disipó como un azucarillo al ritmo de Marc Soler, semejante al de la pavana por una infanta difunta. Fue la confirmación, si es que todavía no la habíamos recibido, de que todo lo visto en los días anteriores no había sido más que una ilusión, un embeleco, un simulacro: «I’m gone. I’m dead». La chanza obscena había terminado. Bienvenidos al perspectivismo fantasmagórico, bienvenidos a Comala.
Porque tras esa etapa, bien ganada por Felix Gall, quien se convirtió en uno de los animadores de la última semana del Tour, y pese a las buenas victorias de Kasper Asgreen y Matej Mohoric, y, en el esprín final de París, de un sorprendente Jordi Meeus, el ciclismo se convirtió en una suma de perspectivas, en una narración fragmentaria y contradictoria: qué buen Tour hemos vivido, y, sin embargo, qué conflicto entre la realidad y la verdad, qué lucha tan vaporosa en la que el resultado nos lleva irremediablemente a una historia de tintes malditos, a un entorno tan mutable como el existir de los personajes de Pedro Páramo. Porque este Tour, pese a sus momentos de folclore vasco, de lirismo hernandiano, de sentimentalidad javimariana y de disparos al Sol, solo podía descifrarse entrando en el mundo de Comala, aquel universo en el que se ha de aceptar que la «realidad radical» del ciclismo se cifra en una dualidad expuesta por Juan Rulfo a lo largo y ancho de todo su libro, desde la forma hasta el contenido, la dualidad de la apariencia-profundidad que el Jumbo Visma resumió con una sentencia que dice —y sugiere— mucho más de lo que en un principio la semántica nos desvela: «Today you show to the world who is the strongest».
Este Tour tuvo un aspecto exterior que en realidad no tenía, no ha sido más que un conjunto de circunstancias con las que se nos aparecía al entendimiento un simulacro de igualdad, una apariencia como la de aquellos corrales de comedias en los que los actores representaban una escena que ya estaba pintada sobre un paño, el cual se hallaba, estratégicamente, detrás del telón de fondo, para ser descubierto justo en el instante que conviniera para así causar el mayor efecto posible de pasmo en el público: «Hoy le vas a enseñar al mundo quien es el más fuerte» y, entonces, solo entonces, Vinagres mostró la naturaleza de la apariencia, de la muerte en diferido a la que estaba siendo sometido el Rey Minero. Vingegaard mostró cómo había que concebir lo que estaba pasando en este Tour, cómo había que juzgarlo y compararlo respecto a los días del futuro pasado. El increíble Jonas mostró la profundidad del asunto a través de un golpe intenso, que se extenderá a lo largo del tiempo y que quizás sea difícil de captar en toda su intimidad. Esta problemática relación entre el ser y la apariencia quedaría resuelta en Pedro Páramo, a través del simbolismo del cementerio, capaz de subsumir el mundo terrenal en el mundo de los muertos: el fragmentarismo de Rulfo no deja de ser un ardid puesto al servicio de una hondura meditada, en la que todas las perspectivas acaban convergiendo en el camposanto, espacio lúgubre en el que no importa la existencia, sino la conciencia de que cualquier hijo de Comala habita en un bucle, «en un perpetuo hacerse que pasa de generación en generación», tal y como expresé en un artículo de hace unos pocos años del que he refrescado no pocas ideas para este: «Me fui. Estoy muerto». Pogačar quedó atrapado en tal laberinto. Y Vingegaard ganó el Tour.
Y hete aquí, querido lector, y sí, me refiero a usted, Christian Prudhomme, director de la carrera —o al Gran Piscátor, o a nadie, vete tú a saber—, que, en cierta manera, el desarrollo de los hechos corresponde, en perfecta simetría, con un intento no poco descarado de disimular el fenómeno que venimos señalando en este especial desde hace ya varios años, el de la pérdida de la verosimilitud, de ahí que la organización no quisiera que publicáramos nuestros artículos. Ahora bien, la catarata de ardides y de artimañas con los que se intentó hacer descarrilar nuestra fabuladora investigación no han sido sino uno más de esos paralelos, rumbos, astros y estrellas de la versión ciclista del Retablo de las Maravillas, al mismo nivel, por qué no, de otras ficciones y realidades, como las de Jonas Vingegaard, verdugas de aquellas engendradas por Tadej Pogačar en una noche de difuntos. Atontonelados podríamos quedarnos, pero pese a ciertos afanes, la ficcionalización es terca, y siempre acaba, en esto del mundillo del ciclismo, por convertir el verbo en carne. No obstante, y, con esto nos despedimos hasta la siguiente, si Dios quiere, cabe acordarse de lo que siempre nos dicen voces más autorizadas y más serias: «cuando se acepta ver el ciclismo de julio se aceptan estas cosas». Esto lo sabemos nosotros y lo sabes tú, quien nos lee, seas de carne y hueso o no lo seas, seas Christian Prudhomme, Jonas Vingegaard, el indestructible Pedro Sánchez o cualquiera de aquellos lectores empíricos que desfilaron con nosotros en el inolvidable comienzo en Bilbao. Habrá quien opine que tal actitud es semejante al cinismo sarcástico y amargo que no pocos críticos achacaron a Chaplin en Monsieur Verdoux (1947). ¿Importa si al final de todas las cosas nuestras almas no son nuestras porque siempre pertenecieron a Dios, tal y como mantiene el Barba Azul charlotesco? A nosotros solo nos queda la palabra, allí donde se refugian tantas almas: apiádese el Supremo, apiádense nuestros lectores.
Creo que, aunque no lo pretendía, al final me he explayado sobre los motivos que han ocasionado el retraso de esta historia. Más vale acabar, por tanto, disculpándome con aquel que, incauto, disfrute con estas letras y con esto tan incongruente, absurdo y literario de la bicicleta, que, al fin y al cabo, es como la vida misma.
Anteriormente en Culturamas:
El Tour como ficción 2023 (I). Desde Bilbao, a nuestros lectores empíricos
El Tour como ficción 2023 (III). Dos cabalgan juntos: un wéstern en los Alpes