«Paraíso»: realismo mágico africano de Abdulrazak Gurnah, Premio Nobel de Literatura 2021
Horacio Otheguy Riveira.
Cuando los padres de Yusuf, de doce años, le comunican que vivirá con su tío Aziz durante una temporada, el chico se muestra tan sorprendido como ilusionado: tomar el tren y conocer otros lugares es un sueño para alguien que nunca ha salido de su pequeña ciudad. Pero lo que Yusuf ignora es que su padre lo ha empeñado para saldar una deuda imposible de pagar, como tampoco sabe que Aziz no es pariente suyo, sino un rico y renombrado comerciante con el que recorrerá el corazón del continente africano en vísperas de la primera guerra mundial. Así, a través de los ojos del joven, descubrimos una naturaleza exuberante y hostil, poblada de tribus salvajes e invasores desalmados, donde una vida vale tanto como unas cuantas gotas de agua.
Yusuf entra en la vida adulta con 12 años en un mundo desconocido, como un pelele bajo el «destino» impuesto por las necesidades económicas de su padre, un trabajador con más pérdidas que ganancias. El contexto está dentro de una zona africana de muchos kilómetros, de belleza y exuberancia tan impactantes como la crudeza de sus gentes, perfiles muy dramáticos por su desafío permanente ante el racismo que provocan musulmanes e indios de la India a los nativos, y los propios conceptos de qué es salvaje y qué civilización. Conviven, sin embargo, con imaginación, capacidad de ensueño y afán de sobrevivir a las muchas embestidas naturales y coloniales que les genera su mera existencia.
A nuestros ojos occidentales y cristianos, el furor y el temor, las alegrías y los dramas que vive el niño Yusuf se nos presentan desprovistos de paternalismo, escritos por un hombre que también fue un niño que se vio obligado a ir con su familia a Inglaterra, tras el acoso de una dictadura en su fascinante país, Tanzania, y más concretamente la idílica isla de Zanzíbar.
Nacido en 1948, Abdulrazak Gurnah en 2021, recibió un muy merecido Premio Nobel que le permitió expandir su obra a muchos idiomas, tal y como el industrial sueco Alfred Nobel deseó e impulsó en 1895, logrando el primer gran relieve en 1901. En esta poderosa y vibrante mezcla de relato de iniciación y epopeya histórica, evoca, con la prosa sutil y exquisita de los grandes narradores, el desgarro producido por la inapelable metamorfosis de un mundo en extinción.
Trascripción del comienzo de la novela:
El jardín cercado
1
Empecemos por el niño. Se llamaba Yusuf, y cuando tenía doce años tuvo que abandonar su hogar de manera repentina. Recordaba que era época de sequía y que cada día era igual al anterior. Las flores morían apenas brotaban. Extraños insectos salían de debajo de las piedras para retorcerse hasta morir bajo la luz abrasadora. El sol hacía que los árboles lejanos temblasen en el aire y que las casas se estremecieran y jadearan con dificultad. Con cada pisada una nube de polvo se elevaba, y una quietud agobiante se cernía sobre las horas de más calor. Momentos precisos como éstos acudían a su memoria cuando menos se lo esperaba.
En aquella época vio a dos europeos en el andén. Eran los primeros que veía en su vida, pero aun así no se asustó, por lo menos al principio. Iba a menudo a la estación para ver la entrada de los trenes, estruendosos y llenos de gracia, y luego esperaba hasta que volvían a ponerse en movimiento bajo las órdenes que el ceñudo guardavía indio impartía valiéndose de un banderín y un silbato. En ocasiones, Yusuf esperaba durante horas la l0res voluminosos apilados con esmero a corta distancia. El hombre era corpulento, y tan alto que tenía que agachar la cabeza para no tocar el toldo bajo el cual se protegía del sol. La mujer, cuyo resplandeciente rostro aparecía parcialmente oscurecido por dos sombreros, estaba un poco detrás de él, en la sombra. Llevaba una blusa blanca con volantes abotonada en el cuello y las muñecas y una falda larga que le rozaba los zapatos. También era grande y alta, pero de manera diferente. Mientras ella daba la impresión de estar hecha de alguna materia maleable, como si fuese susceptible de adquirir otra forma, él parecía haber sido tallado de un solo trozo de madera. Miraban en distintas direcciones, como si no se conocieran. Yusuf observó que la mujer se pasaba el pañuelo por los labios y, con toda naturalidad, se quitaba trocitos de piel seca. El hombre tenía manchas rojas en la cara y, mientras sus ojos recorrían lentamente el atiborrado y reducido paisaje de la estación, abarcando los cerrados almacenes de madera y la enorme bandera amarilla con el dibujo de un brillante pájaro negro, Yusuf tuvo ocasión de estudiarlo detenidamente. Entonces se volvió y advirtió que Yusuf lo miraba. El hombre primero apartó la vista, pero luego se volvió hacia él y lo observó por un buen rato. Yusuf no podía dejar de mirarlo. De pronto, el hombre dejó escapar un involuntario gruñido, mostró los dientes y dobló los dedos de un modo inexplicable. El muchacho captó la advertencia y se alejó sin dejar de murmurar las palabras que le habían enseñado a decir cuando precisaba de la repentina e inesperada ayuda de Dios.
El año en que abandonó su casa fue también el año en que la carcoma infestó los postes del pórtico de atrás. Su padre aporreaba con furia los postes cada vez que pasaba por su lado, para que de esa forma supiesen que estaba al corriente del juego que se traían entre manos. La carcoma dejaba regueros en las vigas, que poco a poco se asemejaban a aquella tierra revuelta que señalaba los túneles de los animales en el lecho de un arroyo seco. Cuando Yusuf los golpeaba, los postes sonaban a blando y hueco, y diminutas y granulosas esporas de putrefacción se desprendían de ellos. Si refunfuñaba pidiendo comida, su madre le decía que se comiese los gusanos.
—Tengo hambre —se quejaba, una letanía que nadie le había enseñado y que recitaba con creciente malhumor a medida que pasaban los años.
—Cómete la carcoma —le sugería la madre, para luego, ante la exagerada expresión de congoja y repugnancia del muchacho, echarse a reír—. Anda, atibórrate tanto como quieras y cuando te apetezca. No seré yo quien te lo impida.
Para mostrarle lo patética que era su broma, él suspiraba como si estuviera hastiado del mundo, de una manera que llevaba tiempo ensayando. A veces comían huesos, que su madre ponía a hervir para preparar una sopa ligera bajo cuya superficie grasienta acechaban trozos de médula esponjosa. En el peor de los casos, sólo había guisado de quingombó, pero por mucha hambre que tuviese, Yusuf era incapaz de tragarse aquella salsa viscosa.
Su tío Aziz también los visitaba en aquella época. Sus visitas eran breves y espaciadas, y normalmente acudía con un montón de viajeros, porteadores y músicos. Se detenía en el curso de los largos viajes que realizaba desde el océano hasta las montañas, los lagos y las selvas, cruzando las llanuras secas y las desnudas colinas rocosas del interior. Sus expediciones solían ir acompañadas de tambores, panderetas, cuernos y siwas, y cuando su tren entraba en el pueblo, los animales salían en estampida y defecaban, y los niños se desmandaban. El tío Aziz despedía un olor extraño y poco corriente, una mezcla de piel de animal y perfume, de resinas y especias, y otro olor más difícil de definir que a Yusuf le hacía pensar en el peligro. Solía vestir un kanzu ligero y vaporoso de algodón fino y un gorro de ganchillo en la coronilla. A juzgar por sus aires de gran señor y su actitud cortés e impasible, se habría dicho que era un hombre dando un paseo al atardecer o un feligrés camino de las plegarias vespertinas, en lugar de un mercader que había llegado allí abriéndose paso a través de matorrales de espino y nidos de víboras que escupían veneno. Incluso en medio del acaloramiento de la llegada, entre el caos y el desorden producido por el revoltijo de bultos y rodeado de porteadores cansados y ruidosos y mercaderes alertas y llenos de arañazos, el tío Aziz conseguía parecer tranquilo y a sus anchas. En aquella ocasión, había ido solo.
A Yusuf siempre le alegraban sus visitas. Su padre decía que suponían un honor para ellos, porque era un mercader muy rico y renombrado —tajiri mkubwa—, pero, aunque el honor siempre era bienvenido, había algo más. Cada vez que los visitaba el tío Aziz le regalaba, sin excepción, una moneda de diez annas. Lo único que tenía que hacer Yusuf era estar presente en el momento apropiado. El tío Aziz lo buscaba con la mirada, sonreía y le entregaba la moneda. El muchacho tenía la sensación de que debía devolver la sonrisa, pero no lo hacía porque intuía que ello podía volverse en su contra. La piel luminosa y el olor misterioso del tío Aziz lo embelesaban. Después de su marcha, el perfume persistía durante días».
… Los pescadores hablaban de sus aventuras y de las apariciones y tribulaciones que les acontecían en el mar. En una especie de tranquila ceremonia, hablaban de los demonios que, disfrazados de tormentas imprevistas, bajaban hasta ellos desde un cielo límpido, o por las noches surgían del mar en forma de gigantestocs rayos luminosos. Indulgentes los unos con los otros, intercambiaban relatos de batallas memorables que habían librado contra enemigos poderosos y valientes…
Abdulrazak Gurnah (Zanzíbar, 1948) es un escritor de origen tanzano afincado en Inglaterra desde hace más de medio siglo. Doctorado en 1982 por la Universidad de Kent, ejerció la docencia en las universidades Bayero (Kano, Nigeria) y Kent, donde dio clases de literatura hasta su jubilación en 2017. Es miembro de la Royal Society of Literature desde el año 2006 y autor de numerosos cuentos, ensayos y una decena de novelas, entre las que destacan Paraíso (Salamandra, 2021), nominada para los premios Booker y Whitbread, A orillas del mar (Salamandra, 2022), El desertor y La vida, después (Salamandra, 2022). Considerado uno de los escritores poscoloniales más relevantes, ha sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 2021 por su «conmovedora descripción de los efectos del colonialismo y la historia de los refugiados en el abismo entre culturas y continentes».