La evanescencia del autor
La literatura es una forma extraña de estar en el mundo. Porque su geografía se corresponde con una no-geografía, un espacio que está entre lo real y lo irreal, entre lo imaginado y lo nunca soñado. No es físico pero tampoco es abstracto como un sueño o un recuerdo. Se trata de un mundo paralelo por el que discurren acontecimientos inventados pero que se nos aparecen en nuestras cabezas tan sólidos o más que los reales. Y los personajes, avatares y proyecciones oníricas del autor viven su existencia de ficción ignorando quién los ha creado. Como dijera Borges, la literatura es un sueño dirigido, pero cuyas mejores páginas se deben más a la deriva, a lo involuntario y caprichoso que a lo programático. Su espacio y su tiempo trascienden nuestro mundo y en sus fronteras –siembre borrosas– es donde a veces coincidimos con la otredad, con la gran verdad del arte. La literatura, entonces, es siempre una frontera, un límite.
A través de su manifestación y exposición en el mundo real, el escritor acaba desapareciendo, disolviéndose como un fantasma tras la espesa nube de fantasía que el texto literario expulsa por las chimeneas imparables de su fantasy-factory. El escritor, a medida que escribe, pierde consistencia en su “realidad” para ingresar en el mundo de la ficción. Escribe para dejar de estar en el mundo cotidiano, para ingresar en otro espacio ilimitado y denso. El escritor construye una realidad paralela a través de la cual consigue que su materialidad se desvanezca. Y paradójicamente, logra que el lector, ese otro ser de carne y hueso al otro lado del tiempo y del espacio, cobre un nuevo tipo de vida y le acompañe a un remoto páramo. La literatura es un triángulo de tensiones: lector, autor, texto. Leer, al final, es acompañar a un fantasma. Vivir en un mundo raro o no familiar, como diría Freud. Infinito y nuevo, recién inventado pero eterno. Como el Infierno o el Paraíso, o como ese mundo aparente sin historia que postulaba J. W. Dunne en An Experiment with Time: un mundo recién creado pero que nuestros recuerdos falsos nos hacen creen más viejo.
Si el tiempo no existe, la identidad carece de sentido. Porque el lector más comprometido, quien también esquiva su propia identidad, es aquel que ha logrado penetrar con éxito en el texto, deformando su impulso yoico, evadiendo su tiempo y haciéndose cómplice de la obra en la que bucea. Entrar en la obra es formar parte de ella.
El escritor se convierte así en un traductor de sueños, más o menos fiable, más o menos constatable, más o menos ilusorio. El escritor fluye hacia la nada, y a veces, como ocurre con Cervantes y su Don Quijote, pasa a ser la sombra de su creación o una confusa masa amorfa que se pierde en el texto primigenio. La vida, entonces, es un texto y vivir no es otra cosa que el palimpsesto forjado por hombres y mujeres que escriben y sueñan a lo largo de la historia.