El Tour como ficción 2023 (II). Vingegaard y Pogačar, salvajes y sentimentales: «Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía»
Pido a nuestros lectores que me disculpen por el siguiente hecho: al revés que en años pretéritos esta segunda entrega se ha hecho de rogar. La razón no es otra que el indisimulado desvelo por parte de los que parten el bacalao por impedir que les entreguemos estas reescrituras literarias del hecho ciclista. La sorpresa es mayúscula, dado que, al menos por mi parte, me resulta evidente que todo lo que les decimos por acá se ha de entender con distancia, con extrañamiento, con reservas, conscientes de que nuestras palabras, pese a atesorar verdad y veracidad, no renuncian a su carácter de farsa y ñaque. Todo lo contrario, lo celebran y lo exacerban. Por desgracia, existe alguna mente privilegiada que no asume el poder de la palabra sin pretensiones, algún gerifalte en la organización que, protegido por la oscuridad, se esfuerza por intervenir en nuestras vidas con medios arteros para que surjan oportunidades tan inesperadas, luminosas y seductoras que pongan a prueba la absurda vocación de los corresponsales especiales de Culturamas. Así, de repente, una prueba de acceso más accesible que nunca. Asá, de repente, contratos que harían suspirar a los ojos de Mbappé. Asó, de repente, filólogos objeto de deseo para la economía nacional. Y hete aquí que como humano que soy, la duda brotó, y pasaron los días hasta que un encargado de la organización, que ya nos enturbió en Bilbao, me dijo que para acceder a todo tipo de parabienes debía renunciar a escribir más cosas de estas y que, en añadidura, reconociera la existencia de una autoridad suprema en el mundo del ciclismo. Ante tal atrevimiento, recordé el evangelio, el episodio de las tentaciones del diablo, y le solté al menda un crístico «Apártate de ahí Satanás», para acto seguido llamar a mi compañero de columna y pedirle su conmiseración e indulgencia. «Obras son amores», me respondió y con denuedo, pese al retraso, me puse manos a la obra a escribir esta segunda entrega.
Precisamente, comentaba Luis en el anterior artículo que reposaba en los hombros de Tadej Pogačar, también conocido como el Rey Minero o el Rey Sol —este último apodo surgido, por vez primera, en los dominios de ciclismo2005—, una responsabilidad única, casi insoportable. Mantener la altura épica de un deporte en el que, hasta hace no tanto, esta dimensión parecía pasto de las peores pesadillas ficcionalizadoras, con trenecitos más dolorosos que un billete de Renfe, o corredores temerosos del peso del aire, de cualquier elemento que les hiciera gastar, supuestamente, unas energías que los llevarían a cotas inimaginables, a dominar con mano de hierro la clasificación del maillot marrón al corredor menos combativo del Tour de Francia. El desafío del que se debía encargar el joven esloveno no dejaba de ser una lucha contra el inexorable devenir del tiempo: «Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y homicida / sostiene un vuelo y un brillo / alrededor de mi vida». Nuestros padres, nuestros abuelos, pronunciaban con vehemencia —y con cierto candor— no solo los nombres de aquellos ciclistas de épocas amarillentas —Poulidor, Merckx, Ocaña, Hinault o Perico, sírvase usted mismo—, sino también el de las montañas que configuraron la mitología de un deporte con el que se alimentó la hoguera de las ilusiones de no pocas generaciones: Marie Blanque, Tourmalet, Puy de Dôme… Cimas en las que se produjeron batallas que forjaron extraordinarios palmareses o en las que el aficionado, lleno de exultación o compungido, volvía a sentir aquellas emociones intensas y fugaces propias de la niñez. Montañas que, por cierto, debían volver a subirse este año.
Esta última reflexión se la debo en parte a Artemio Gonçalves, quien, en una de tantas conversaciones, tras recordar a su añorado Javier Marías, se dirigió con paso decidido a una de las estanterías que engalanan su cuarto de baño y que confunden a los patidifusos visitantes: «Mejor expulsar lo que hay que expulsar bien acompañado» me dijo el poeta con su habitual retranca. De allí sacó un libro, situado justo al lado de la epopeya marciana de Edgar Rice Burroughs, del que empezó a leer unas páginas. Tras mostrarme las dos dedicatorias —la de Javi Mari y la de Dafne Rosales, autora uruguaya de la que habrá que hablar en futuras ocasiones—, se detuvo en «La recuperación semanal de la infancia», artículo escrito en 1992. El panameño buscó dos fragmentos. En el primero Marías confiesa al lector cómo el fútbol «[…] es de las pocas cosas que me hacen reaccionar hoy en día de la misma manera —exacta— en que reaccionaba cuando tenía diez años y era un salvaje». Con ímpetu, Gonçalves cerró el libro para dejar claro que a él se la traía al pairo el fútbol: él coincidía en gustos con Cabrera Infante —opinión referenciada al inicio del texto por Javier Marías—, pero la confesión de su amigo le asombraba, puesto que en nuestra temporalidad no ya líquida, sino viscosa, todavía era posible advertir que existen cosas que logran situarse fuera del tiempo a través del tiempo mismo; que siempre, por mucho que cambiemos, tales elementos nos provocarán idéntica ilusión, gemelo estímulo. Aun a riesgo de ser un cenizo, todo un cortapuntos, objeté que Javier Marías había firmado el artículo en 1992, que habían pasado más de treinta años desde que lo escribió y que, desde luego, esa temporalidad difería sobremanera de la presente. A lo que Artemio, sardónico, me respondió que no cayera en un vicio común a la sociedad contemporánea, el de la adoración del mito de la modernidad: «no existen las ideas modernas ni antiguas, existen las ideas que están vigentes o no lo están. Y la expresada por Javier sigue estando vigente».
Semanas después, el soniquete de aquel diálogo seguía resonando en mis oídos, más cuando, tras las etapas vascas, se constató que el Tour había comenzado con buen pie. En Bilbao y en San Sebastián pudimos disfrutar de un espectáculo lleno de variopintas actuaciones. Por ejemplo, el primer día los gemelos Yates entremezclaron sus personalidades, la áurea y la decadentista, para así sacar tajada de la primera etapa y dar pábulo a las primeras cábalas: ¿podría Adam Yates emular, en pro de los intereses del Rey Sol, a un ciclista de la clase de Primoz Roglič? Pronto vimos que no. ¿Qué Simon Yates nos encontraríamos: al guadianesco o al Zalacaín dispuesto a morir en el monte Aquelarre? Por el momento, a ninguno de los dos. Tampoco se hizo de rogar el dúo destinado a escribir la historia de este año, puesto que hicieron acto de presencia en los montes vascos: el Rey Minero atenazaba a Jonas Vingegaard en Pike mientras se les unía un invitado especial del todo inesperado y que, sin embargo, reservó su mejor show para la segunda etapa. Apareció Victor Lafay, clasicómano francés que, imperturbable, siguió a los dos colosos como si de un paseo dominical se tratase. Ya se sabe que la fe mueve montañas. Como decíamos, su momento cumbre llegó al día siguiente: poco después de los ataques del voluntarioso Peio Bilbao —que obtendría el premio en la etapa con final en Issoire— y del increíble acelerón, por lo inusual, de Emmanuel Buchman, el cual provocó un momento de sorpresa e incredulidad, el ciclista francés logró anticiparse al pequeño grupo comandado por el Jumbo Visma y marcarse un José Luis Sampedro para ganar la etapa. Saco a colación al novelista porque este ganó su plaza de académico a Paco Umbral, quien, según cuenta la leyenda, al día siguiente de la votación, decidió hacer aguas menores frente a la Docta Casa. Quizás el desagrado de Wout Van Aert por su derrota ante Lafay, tuviera algo de la mala uva de don Francisco, a tenor de su evidente gesto de fastidio: «Quiero que vengas, flor, desde tu ausencia / a serenar la sien del pensamiento / que desahoga en mí su eterno rayo». Los efectos colaterales de dicha derrota amenazaban con metamorfosear al increíble gregario belga en un corredor desleal, frustrado por vivir al albur de la fidelidad perpetua que es de obligado cumplimiento cuando se milita en el mismo equipo que el último campeón del Tour de Francia. Algunas declaraciones en medios belgas y holandeses avivaron la polémica, pero la llegada de los Pirineos pronto disipó cualquier sospecha respecto a Van Aert, que buscó serenar su pensamiento haciendo lo que mejor sabe: tirar y tirar kilómetros en fuga. Por lo demás, Jasper Phillipsen ha dominado con mano de hierro las volatas, aunque el siempre luchador Mads Pedersen le mojó la oreja en la llegada a Limoges, octava etapa situada como prolegómeno a la subida al histórico Puy de Dôme.
Pero, al revés de lo que parecía en un principio, la reverberación del pasado no tuvo lugar en el volcán en el que el cuñado de Blaise Pascal, a petición del filósofo y científico católico, comprobó el concepto de presión atmosférica: los ciclistas constataron hasta qué punto pesa el aire en dos cimas históricas de los Pirineos, el Marie Blanque y el Tourmalet. Dos puertos que parecían condenados a la más grosera de las inanidades, víctimas de los tiempos modernos en los que reinaban las reinterpretaciones de la realidad exasperantes, abúlicas y enemigas de la aventura, se revelaron como lo que siempre fueron, lugares propicios para que el aficionado volviera a las ensoñaciones de la infancia: «Ríete, niño, / que te tragas la luna / cuando es preciso».
No obstante, la apuesta por el ciclismo de ataque no fue puesta sobre la mesa —al menos en un principio— por el Rey Minero. Quien tomó dicha responsabilidad fue el fino, espigado y tranquilo Jonas Vingegaard: en una etapa loca en la que Jai Hindley dejó de ser el hombre invisible y protagonizó un movimiento lejano digno de toda admiración, que le supuso el triunfo de etapa y el honor de vestir el maillot jaune, el Vinagres puso a toda marcha el trenecito del Jumbo Visma. Pero no para atacar a quinientos metros, sino para lanzar un órdago al Rey Sol. Este, incapaz, renunció a responderle siquiera: «Desperté de ser niño. Nunca despiertes». A falta de unos pocos kilómetros de la cima del Marie Blanque, el Tour de Francia parecía visto para sentencia. La apuesta de Vingegaard no solo era correcta, era también racional. La lesión en el escafoides debía haber retrasado la preparación de Pogačar y este, consciente de ello, había echado mano de una tradición dramática en la que se rastreaba la fanfarronería propia del miles gloriousus y el decir humorístico común al vizcaíno del teatro clásico del XVI y del XVI. Esas celebraciones, esas declaraciones, esos gestos con los que el Rey Sol buscaba escenificar que todo iba bien no soportaron la apuesta del danés, obcecado en demostrar que no a todo el mundo le pesa de la misma manera el aire. En apenas dos kilómetros de subida el Vinagres le plantificó cincuenta segundos que, a ojos del espectador, se sentían como un rayo mortal, como una agonía que no cesaba.
Al día siguiente, el Jumbo-Visma decidió que era el momento para mandar a la lona de la historia a Pogačar. En cierta manera, el equipo holandés tenía en cuenta el segundo fragmento que Artemio Gonçalves me leyó del artículo de Marías: «A diferencia de otras actividades de la vida, en el deporte (pero sobre todo en el fútbol) no se acumula ni atesora nada, pese a las salas de trofeos y a las estadísticas cada vez más apreciadas. Haber sido ayer el mejor no cuenta ya hoy, no digamos mañana». El momento para ganar el Tour pasaba por un espacio que exigía un comportamiento salvaje. La forma de ganar el Tour reclamaba una vuelta al pasado, el reconocimiento de que para destruir al Rey Minero no podía obviarse el factor sentimental, encarnado en una subida al Tourmalet que requería de un valiente ataque a algo más de cincuenta kilómetros de meta. El Vinagres llevó a otro nivel la apuesta de Pascal, asumió que, para formar parte de la historia del ciclismo, hay que desprenderse de cualquier posesión, que tan solo cuenta la acción, la asunción de que las respuestas que demanda la historia no están tan lejos, quizás pululando en la emoción infantil del aficionado. Vingegaard supo que debía ser un hombre sentimental.
Sin embargo, fracasó en su misión. Al menos en los Pirineos. Porque Pogačar, que ya está curtido en estas lides, aguantó en el Tourmalet. Aguantó la amenaza de Van Aert en el llano dirección a Cauterest. Y, con una frialdad extraña a su personalidad juguetona, supo que ese día se haría más grande gracias a su rival. Porque el día que estaba destinado a su destrucción como referente del ciclismo de ataque, del deporte de época, se convirtió en el día de su resurrección. Tras cruzar la línea de meta y arrancarle medio minuto al que se convirtió en el líder de la carrera, el Rey Minero hizo una reverencia, como si le dijera a su rival —y, también, por qué no, al público embriagado por el entusiasmo— que aceptaba el envite y que, irremediablemente, para dilucidar cómo acabará la historia de este Tour deben darse cita en el ayer. Porque, en ocasiones, el tiempo para avanzar ha de retroceder. Algo de ello hubo en el Puy de Dôme, batalla breve en la que Pogačar le arrebató otros ocho segundos a Vingegaard para situarse a tan solo diecisiete segundos en la clasificación general. Algo de ello hubo en el comienzo de la etapa diez en Vulcania, cuando el Rey Sol intentó colarse en un corte y el Vinagres no se amedrentó, sino que le siguió en esa aventura.
Queda la mitad del Tour y se presenta apasionante e imprevisible. Los Alpes y los Vosgos dictarán sentencia. Mientras tanto, Vingegaard y Pogačar, después de leer, sin duda, la petición de Luis para mantener la altura épica del ciclismo, viven salvajes y sentimentales, quizás conscientes de que en los recónditos pasadizos de la memoria únicamente sobreviven aquellos que guardan en su corazón el rayo que no cesa, el ímpetu de la niñez. Porque «algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía» y, entonces, solo entonces, los dos ciclistas lograrán situarse fuera del tiempo a través del tiempo mismo.
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El Tour como ficción 2023 (I). Desde Bilbao, a nuestros lectores empíricos