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Confluencia

Acabo de terminar de leer una novela de detectives. Se titula Dawson Felpa. Es de un compañero de Titanium. La portada muestra a un osito de peluche con malas pulgas, sombrero y gabardina. Redondea la estética un paquete de cigarrillos, uno encendido.

En realidad, me encariñé del libro por la portada. La idea me parecía la mar de original. En un mundo donde abundan las novelas negras, ¿qué tiene de malo don Quijote?

Resulta que me veo con Dawson, el osito, apurando la lista de pendientes antes de la mudanza. Le llegó el turno el jueves y hoy (ayer, sábado) machaqué la colilla contra el cenicero con forma de anaquel. El autor se llama Alejandro Rodríguez Tarraga. No necesitamos ningún detective para saberlo: su nombre corona la cubierta (antes la llamé portada. Todos pecamos). En su escrito, que auguro rondará las 70.000 palabras, nos lanza de cabeza a la Ciudad de los Olvidados, una necrópolis espiritual de peluches amados… por un tiempo. Me recordó a mi Yesca, una perrita de peluche que quise con locura, o a una especie de corderito con rizos de oro más feo que un necrófago pedófilo a las tres de la mañana que me regaló mi abuela. A ambos los quise, envuelto en ese delirio infantil llamado inocencia. Quizá los quiero.

Bueno, tampoco nos pasemos de sentimentales. Al lío.

La novela se resuelve en varios casos entrelazados que entroncan el hilo argumental. Parte de su encanto es la precisa atención que presta Alex a los detalles. La forma en la que, literal, te hace empatizar con un ser de otra especie, es una maravilla. Es complejo. Y…, sí: la novela está escrita en primera persona.

Bendita sea la confluencia de casualidades que llevaba días rondando la temática del próximo Tierra de Paso. Quería que fuese especial, que para algo he renovado la imagen. En realidad, el jueves casi lo tenía decidido, solo me faltaba darle a la tecla. Fue leer la novelita del peluche y reafirmarme en mi premisa: era el momento de destapar la caja de Pandora.

No os preocupéis. Nada de disturbios… por ahora.

Entre vosotros, lectores y lectoras, abundan los creativos. No me centraré en la literatura por ser mi disciplina, creo que esta epidemia es tan virulenta que infecta cualquier rama del arte. Hablo, ni más ni menos, que de las coincidencias.

Cuando estaba reescribiendo MIMO, la novela que verá la luz en otoño, se dio un caso muy curioso. Veréis, el núcleo de la novela son una serie de eventos fechados. Toda la acción narrativa se encuadra en dichas fechas. Durante la primera redacción del texto, muchas las dejé en el limbo, por vaguedad. Rollo «siete de febrero», cuando podía ser el diez (o el nueve) para que cuadrase mejor.

En dicha segunda versión, afiné. Esto incluyó cambios mayores en algunas de ellas, incluso sustituciones buscando un mejor vehículo para transmitir cierta información al lector. La fecha decisiva era la del último capítulo. Sin spoilers es, en lo personal, un día importante. Quería incluirlo a toda costa. Y quería que uno de los personajes apareciese con un atuendo característico. Además, debido a una enfermedad, tenían que cuadrar X semanas desde otro evento previo. Sin saberlo, la fecha escogida resultó concentrar todo lo anterior: las semanas coincidían, no había día mejor para representarla y, sobre todo, tenía que ser ese día. No había opción a otro. El motivo está demasiado relacionado con la trama, pero el concepto está claro: la vorágine creativa me había arrastrado a un desenlace deseado donde, por azar o suerte, confluían todos los símbolos como las piezas de un rompecabezas.

Otro caso similar me está ocurriendo durante la primera redacción de un proyecto relacionado con MIMO. Como mínimo verá la luz en 2025, así que puedo ser franco; para entonces os habréis olvidado de esto.

Se trata de una compleja novela sobre la paternidad, donde el componente psicológico está muy presente. Vaya, que es parte del corazón de la obra. Diablo bueno, ángel malo. ¿O es al revés? El tema es que yo soy de relacionar conceptos. A veces, encajan solos y, fium, no queda más remedio que sentarse a escribir. La fuerza es arrebatadora. Empiezo por los personajes. Pardo de unas directrices y les dejo creer. La vorágine genera su pasado, temores, sueños…

Yo tenía bastante clara la amenaza principal de la obra, ante la cual se supeditaban las demás. Siempre hay que saber (o intuir) hacia dónde se navega en las solitarias y frías aguas de la literatura. En este caso, el flujo fue tal que así: introduje un elemento de tensión en el pasado de un personaje, un elemento onírico. Lo nombré (por educación). Documentándome sobre la amenaza, llegué a la etimología. Vaya… Otra vez la confluencia, atrapada en las capas residuales de la conciencia, conectada a yo qué sé faro cósmico de información codificada. Sí, habéis acertado. El elemento de tensión y la prehistoria lingüística de mi amenaza coincidían, al menos en parte. Y esto abre un horizonte de creación desbordante llegadas determinadas escenas.

El lector puede tener la sensación de que todo estaba pactado de antemano. Otro autorcillo que tira del hilo y sujeta la trama sobre alambre de espino. Ojalá fuera tan fácil de explicar o tan mecánico.

Me recuerda a los sueños. Autores, como Lovecraft, los acusan de susurrarles ideas sobre las que trabajar. Una vez más creo que nos ocurre a todos. De repente, plam, una estrella fugaz, una escena concreta, una enana blanca a la que le sigue el irrefrenable impulso de ponerse manos a la obra.

No puedo ofrecer una conclusión esclarecedora. Esto es una disertación, a fin de cuentas. Así que estaré encantado de que comentéis vuestras propias anécdotas. Porque, cuando la chispa se enciende y alumbra la cavidad craneal, el arte arroja una luz cegadora.

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