‘Lecciones de un siglo de vida’, de Edgar Morin

RICARDO MARTINEZ.

En un principio, después de algunas páginas de lectura, el lector está tentado de pensar que estamos, mutatis mutandi, ante un libro próximo a la autoayuda, pues, aún siendo balance de algo, es un balance selecto que se transfiere al lector casi como patrón o conducta.

Sin embargo no es tal, esto es, el resumen necesario en que se desenvuelve toda la trayectoria vital de un hombre rico en cultura, observación –ética y estética- y compromiso, se transfiere al lector como una confesión que sí sirve no como código, sino como asunción de una forma de ser y de pensar; y así, donde pareciera dictado es sugerencia, invitación a plantearse el proyecto de vida como un proyecto de vivir y ser:

“La palabra vivir contiene un doble sentido. El primero es estar vivo, existir, que nuestra organización biofísica mantenga nuestra condición de seres vivos mediante su resistencia a la degradación mortal: respirar, alimentarse, protegerse. En este sentido, vivir significa solamente mantenerse con vida, es decir, sobrevivir. El segundo  sentido de la palabra vivir es gestionar la propia vida con sus oportunidades y sus riesgos, sus posibilidades de goce y de sufrimiento, sus felicidades y sus desdichas. La supervivencia es necesaria para la vida, pero una vida reducida a la supervivencia deja de ser vida”

Siempre una llamada hacia la vida (sería la que lo posibilitaría todo) pero una llamada de consciencia, de implicación; y, por extensión, en defensa de determinados criterios: capacidad crítica, solidaridad con el débil, defensa de la libertad; de esa permanencia de la curiosidad como afán de conocimiento, como viaje sin fronteras… Así quiso construir para sí Edgar Morin su vida como un principio de respeto (al hombre, a la naturaleza) y de armonía:

“El dogmatismo es una enfermedad esclerotizante de la razón, que debe estar siempre abierta a una posible refutabilidad” bien a sabiendas de que “la razón también implica el riesgo de la racionalización, que es una construcción lógica, pero a partir de premisas falsas”

Hay una pretensión permanente en su voluntad de construir un orden para su vida donde, inevitablemente, aparece un inexcusable vínculo solidario con el amor:

“Mi necesidad esencial, desde la adolescencia, fue la realización de mis aspiraciones propias, y al mismo tiempo el deseo de vivir en una comunidad de amor o de amistad. Descubrí que este deseo es universal, aunque a menudo haya una renuncia y, sobre todo, una imposibilidad de satisfacerlo. A veces, sobre todo en nuestra civilización, la primera aspiración individual se convierte en individualista y luego en egoísta, y el yo se impone antes que nada.  También, a veces, en la exaltación colectiva, el yo se difumina en el nosotros. Eso puede dar lugar a abnegaciones y entregas magníficas, proporcionar una alegría sublime. Pero también puede comportar una pérdida de autonomía intelectual, cosa que ocurre tanto en los pánicos y los delirios colectivos como en las ceremonias de culto al guía omnisciente”

Estar a bien consigo mismo, de una manera crítica y consciente, parece ser su secreto, su legado de vida, que él manifiesta de una manera noble y sencilla:

“Finalmente, es bueno ser bueno, uno se siente bien estando a favor del bien, el sentido de la complejidad permite percibir los aspectos diferentes y contradictorios de los seres, de las coyunturas, de los acontecimientos, y esa percepción favorece la benevolencia. Mi lección última, fruto conjunto de todas mis experiencias, está en ese círculo virtuoso donde cooperan la razón abierta y la benevolencia amable”

Es tan fácil de entender; es tan difícil de decir honestamente. Por eso un balance así, de cien años cumplidos, es un grato legado. Y en ello esa ironía del misterio seductor. Dos líneas nada más cierran el libro bajo el epígrafe de Mementos: “La realidad se esconde detrás de nuestras realidades. El espíritu humano está ante la puerta cerrada del misterio”

Quien leyere que entienda.

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