Una mezcla agitada en silencio
Ricardo Álamo.- Han pasado cuatro años desde que Roberto Herrero publicara su primer libro de aforismos, Abrir la ventana está sobrevalorado, libro del que Javier Irazoki dijo que no contenía grandes bloques de verdad ni tampoco ecos de la arenga o del sermón. «Sus afirmaciones —decía Irazoki— arrastran una bola de preso: la duda». Han pasado cuatro años y ahora, en este nuevo libro, de título tan aparentemente desconcertante como el primero, se podría decir que esa «bola de preso» sigue estando presente, pues no en vano una de las singularidades que lo recorre casi de principio a fin es la excesiva cantidad de interrogaciones que el autor se plantea, mostrando así que no le importa tanto dar una visión acabada de sus puntos de vista como interpelar al lector para que sea él quien asuma el riesgo de pensar cuáles pueden ser las mejores respuestas a tanta pregunta que en cada página le salga al paso. Es verdad que hay escritores que usan el recurso retórico de preguntar afirmando o de afirmar preguntando, logrando así que la interrogación no llegue a ser más que una inocua redundancia. No es este el caso de Roberto Herrero. Y no lo es porque cada una de las muchas interrogaciones que se hace (y que nos hace) son verdaderas interrogaciones, preguntas abiertas a la indagación, cuestiones que no se pueden ventilar sin una honda reflexión encaminada no a despejar cualquier clase de duda sino a sugerirnos la propia pertinencia de una serie de cuestiones en las que acaso nunca habíamos reparado. El libro de la preguntas, tituló Edmond Jabès una de sus más aclamadas obras. También el libro de Roberto Herrero podría haberse llamado así. Entre las diferentes preguntas que incluye algunas tienen un aire raramente inquietante sobre el doloroso presagio de deterioro que lleva aparejado todo comienzo en una relación amorosa: «¿La primera cita ya cuenta como termita de la convivencia?»; o sobre los rescoldos que quedan tras una ruptura: «¿Los regalos que sobreviven en las dos orillas del fracaso son una forma de seguir amándose?»; otras, en cambio, se revisten de cierta prosaica ironía: «¿Los amantes tienen días festivos?»; también las hay que cuestionan el concepto de identidad, muy mediatizado por las simulaciones a que dan lugar las nuevas tecnologías: «¿Son los selfies la falsificación perfecta?»; y, last but not least, no dejan de ser relevantes aquellas otras que tienen puesto el punto de mira en lo que subyace al silencio: «¿Qué son los sonidos del silencio? ¿Los deseos tal vez?». Y ya que ha salido la palabra deseo, no está de más subrayar la relevancia que tiene este impulso en gran parte del discurso aforístico de Roberto Herrero, quien —como si siguiera el dictado repetitivo del mantra spinoziano que afirma que el deseo es la esencia misma del hombre, es decir, el esfuerzo que cada uno realiza por conservar su ser—, una y otra vez nos recuerda que vivir es precisamente deseo de vivir, pues «vivir consiste básicamente en imitar a Sherezade», o sea, en no claudicar ni desfallecer nunca ante la peligrosa inminencia de la muerte. Quizás por eso, por reivindicar la importancia que el deseo tiene como motor de la vida (que no de la mera supervivencia), como profunda pulsión que nos arrastra a proyectar grandes empresas artísticas, religiosas o científicas, en las que poder realizarnos como personas, uno de los aforismos de Herrero nos inste a que, pese a nuestra conciencia de finitud, guardemos intactos nuestros deseos incluso hasta el final. Y, a propósito de esto, cómo no acordarse entonces del cervantino «Con poco me contento, aunque deseo mucho» o de aquellas otras palabras que, poco antes de morir, cuando ya estaba muy avejentado, enfermo de diabetes y agonizaba en su casa de la madrileña calle de León, Cervantes dejó escritas el 19 de abril de 1616: «Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan». A tenor de las muchas veces que en Astronautas cobardes se hace mención del deseo como prueba de vitalidad, menguante o no, se diría que Roberto Herrero tiene muy claro que la vida no es solamente subordinación a las normas y al orden socialmente establecido sino también, y mucho más sustancial, insubordinación del deseo. De ahí que el título del libro cobre pleno sentido si lo entendemos como una invitación a no renunciar a nuestros deseos (por muy estratosféricos que sean) y a no dejarnos achantar ni por la pusilanimidad ni por la cobardía. Sólo de esa manera lograremos no ser unos astronautas atrapados en tierra o, como mal menor, unos Dioses insignificantes y sin ninguna esperanza.
La sinceridad, el perdón, la nostalgia, el sentimiento de pérdida, la melancolía, la belleza de la música religiosa de Bach o esa tumba que nadie visita y que se llama soledad, son también otros temas de los que se ocupa este libro, cuyos aforismos están construidos como instantáneas fotográficas, llenas de poesía, sin apenas alardes retóricos y con la sola pureza de unas pocas sencillas ideas. Salvo en un par de casos en los que el autor se deja ganar por la ingeniosidad verbal, como cuando dice que «El peligro de dejar la mente en blanco mucho tiempo es que alguien te okupe» o «Esperar es aGODOTador», esas sencillas ideas quizás no le reportarán al lector una retahíla de verdades concluyentes sobre la realidad que le rodea, pero sí, en cambio, podrán sugerirle una manera distinta de verla, posiblemente menos complaciente pero también más perspicaz e incisiva de lo que estaba acostumbrado. Al libro, en fin, le cuadraría bien la propia definición que en él se ofrece de la belleza: «una inestable mezcla de misterio, serenidad y alegría agitada en silencio». Más no se puede pedir.
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